Выбрать главу

Tras caminar sin rumbo durante muchas horas B vuelve a su hotel. Se siente bien. Se siente descansado y con ganas de leer. Antes, en un banco del square Louis XVI, ha intentado vanamente descifrar los grafismos de Lefebvre. La empresa se presenta difícil. Lefebvre dibuja sus palabras como si las letras fueran briznas de hierba. Las palabras parecen movidas por el viento, un viento que sopla desde el este, un prado de hierbas de altura desigual, un cono que se deshace. Mientras las observa (porque lo primero que hay que hacer es observar esas palabras) B recuerda, como si lo estuviera viendo en un cine, campos perdidos en donde él, adolescente y en el hemisferio sur, buscaba, distraído, un trébol de cuatro hojas. Después piensa que tal vez ese recuerdo pertenezca efectivamente a una película y no a su vida real. La vida real de Henri Lefebvre, por otra parte, es de una sencillez conmovedora: nació en Masnuy Saint-Jean en 1925.

Murió en Bruselas en 1973. Es decir: murió en el año en que los militares chilenos dieron el golpe de Estado. B se pone a recordar el año 1973. Es inútil. Ha caminado demasiado y en el fondo, aunque se siente descansado, está cansado y lo que necesita es dormir o comer. Pero B no puede dormir y sale a comer algo. Se viste (estaba desnudo y sin embargo no recuerda en qué momento se ha desnudado), se peina y baja a la calle. Come en un restaurante de la rué des Écoles.

Junto a su mesa hay una mujer que también come sola. Se sonríen, salen juntos. La invita a subir a su habitación. La mujer acepta con naturalidad. Habla y B la observa como si la viera a través de una cortina. Aunque la escucha con atención poco es lo que entiende. La mujer refiere hechos inconexos: unos niños columpiándose en un parque, una anciana tejiendo, el movimiento de las nubes, el silencio que, según los físicos, reina en el espacio exterior. Un mundo sin ruidos, dice, en donde hasta la muerte es silenciosa. En algún momento B le pregunta, por preguntar algo, en qué trabaja, y ella responde que es prostituta. Ah, muy bien, dice B. Pero lo dice por decir. En realidad le da igual. Cuando la mujer por fin se duerme, B busca el Luna Park, que está tirado en el suelo, casi debajo de la cama. Lee que Henri Lefebvre, nacido en 1925 y muerto en 1973, pasó su infancia y adolescencia en el campo. En los campos verdes oscuros de Bélgica. Luego muere su padre. Su madre, Julia Nys, se vuelve a casar cuando él tiene dieciocho años. Su padrastro, un tipo jovial, lo llama Van Gogh. No porque le gustara Van Gogh, naturalmente, sino para mofarse de su hijastro. Lefebvre se va a vivir solo. No tarda, sin embargo, en volver a casa de su madre, a cuyo lado permanecerá hasta la muerte de ésta, en junio de 1973.

Dos o tres días después de la muerte de la madre, se encuentra el cuerpo de Henri junto a su escritorio. Causa del deceso: muerte por absorción masiva de medicamentos. B se levanta de la cama, abre la ventana y contempla la calle. Tras la muerte de Lefebvre se encuentran 15 kilos de manuscritos y dibujos. Très peu de textes «publiables», dice la breve nota biobibliográfica. De hecho, Lefebvre sólo publica en vida un trabajo titulado Phases de la Poésie d'André du Bouchet, bajo el seudónimo de Henri Demasnuy, en Syntheses, n.° 190, marzo de 1962. B imagina a Lefebvre en su pueblo de Masnuy Saint-Jean. Lo imagina con dieciséis años, observando un transporte alemán en donde sólo hay dos soldados alemanes que fuman y leen cartas. Henri Demasnuy, Henri el de Masnuy. Cuando se da la vuelta la mujer está hojeando la revista. Me tengo que ir, dice ella sin mirarlo y sin dejar de pasar páginas. Puedes quedarte aquí, dice B con no demasiada esperanza. La mujer no dice que sí ni que no, pero al rato se levanta y comienza a vestirse.

Durante los dos días siguientes B se dedica a vagar por las calles de París. A veces llega hasta las puertas de un museo, pero nunca entra. A veces llega hasta las puertas de un cine y durante largo rato se queda contemplando las fotografías y luego se va. Compra libros que hojea y no termina nunca de leer. Come en restaurantes desconocidos y las sobremesas son largas, como si en vez de estar en París estuviera en el campo y no tuviera nada mejor que hacer que fumar y beber infusiones de manzanilla.

Una mañana, después de haber dormido un par de horas, B toma un tren para Bruselas. Allí tiene una amiga, una chica negra hija de un exiliado chileno y de una ugandesa, pero no se decide a llamarla por teléfono. Durante unas horas pasea por el centro de Bruselas y luego echa a andar hacia los barrios del norte, hasta que da con un hotel pequeño en una calle en donde no parece haber nada más que el hotel. Junto a éste hay una barda que protege un terreno baldío en donde la hierba crece junto con la basura. Enfrente hay una hilera de casas que parecen bombardeadas, la mayoría desocupadas. En algunas los vidrios están rotos, los porticones penden inseguros, como si el viento los hubiera desclavado, pero en esa calle casi no hay viento, piensa B asomado a la ventana de su cuarto. También piensa: tendría que alquilar un coche. También piensa: no sé conducir. Al día siguiente va a ver a su amiga. Se llama M y ahora vive sola. La encuentra en su casa, vestida con pantalones vaqueros y una camiseta. Va descalza. Cuando lo ve, durante los primeros segundos le cuesta reconocerlo. No sabe quién es, le habla en francés, lo mira como si supiera que B va a hacerle daño y no le importara.

Tras vacilar un momento, B dice su nombre. Habla en español. Soy B, dice. Entonces M lo recuerda y le sonríe, aunque su sonrisa no es una expresión de alegría por verlo a él, sino más bien una sonrisa de perplejidad, como si no entrara en sus planes la repentina aparición de B y este imprevisto le resultara gracioso. Pero lo invita a pasar y le ofrece una bebida. Durante un rato hablan, sentados uno enfrente del otro, B le pregunta por su madre (su padre murió hace tiempo), por sus estudios, por su vida en Bélgica. M responde de forma oblicua, responde con preguntas sobre la salud de B, por sus libros, por su vida en España.

Finalmente no tienen nada que decirse y se quedan callados. El silencio le sienta bien a M. Tiene alrededor de veinticinco años y es alta y delgada. Sus ojos son verdes, que era el mismo color de los ojos de su padre. Incluso las ojeras de M, muy pronunciadas, se asemejan a las que tenía el chileno exiliado que B conoció hace mucho, ¿cuánto?, no lo recuerda ni le importa, cuando M era una niña de dos años o algo así y su padre y su madre, una estudiante ugandesa de ciencias políticas (carrera que por otra parte no acabó), viajaban por Francia y España sin dinero, alojándose en casas de amigos.

Por un instante los imagina a los tres, al padre de M, a la madre de M y a M de dos o tres años y con los ojos verdes, rodeados de puentes colgantes. En realidad yo nunca fui muy amigo de su padre, piensa B. En realidad nunca hubo puentes, ni siquiera colgantes.

Antes de marcharse le da el nombre y el número de teléfono de su hotel. Esa noche camina por el centro de Bruselas buscando una mujer pero sólo encuentra figuras espectrales, como si los burócratas y los empleados de banco hubieran retrasado el horario de salida de sus oficinas. Al llegar a su hotel tiene que esperar mucho rato para que le abran la puerta. El portero es un chico joven y demacrado. B le da una propina y luego sube por la escalera oscura hasta su habitación.

A la mañana siguiente lo despierta una llamada telefónica de M. Lo invita a desayunar. ¿En dónde?, pregunta B. En cualquier parte, dice M, te voy a buscar y luego nos vamos a cualquier parte. Mientras se viste, B piensa en Julia Nys, la madre de Lefebvre, que ilustró algunos de los últimos textos de su hijo. Vivían aquí, piensa, en Bruselas, en alguna casa de este barrio. Una ráfaga de viento que sólo atraviesa su imaginación desdibuja las casas que recuerda del barrio. Tras afeitarse B se asoma a la ventana y observa las fachadas vecinas. Todo está igual que ayer. Por la calle camina una señora de mediana edad, tal vez sólo unos pocos años mayor que B, arrastrando un carrito de la compra vacío. Unos metros por delante un perro está detenido, el hocico levantado y los ojos, como dos ranuras de alcancía, fijos en una de las ventanas del hotel, tal vez la ventana desde la que B lo observa. Todo está igual que ayer, piensa B mientras se pone una camisa blanca, una americana negra y un pantalón negro, y luego baja a esperar a M en el lobby del hotel.