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Cuando salen es de noche y tras separarse se dedica a caminar sin prisa pero sin detenerse casi nunca, desde el cementerio de Montmartre hasta el Pont Royal, una ruta que le resulta vagamente familiar, con la estación de Saint-Lazare como punto intermedio. Al llegar a su hotel se mira en un espejo. Espera ver a un perro apaleado, pero lo que ve es un tipo de mediana edad, más bien flaco, un poco sudoroso por la caminata, que busca, encuentra y esquiva sus ojos en una fracción de segundo. A la mañana siguiente llama a M a Bruselas. No espera encontrarla. No espera encontrar a nadie. Sin embargo alguien descuelga el teléfono. Soy yo, dice B. ¿Cómo estás?, dice M. Bien, dice B. ¿Has encontrado a Henri Lefebvre?, dice M. Debe de estar dormida aún, piensa B. Luego dice: no. M se ríe. Su risa es bonita. ¿Por qué te preocupas por él?, dice sin dejar de reírse. Porque nadie más lo hace, dice B. Y porque era bueno. Acto seguido piensa: no debí decir eso. Y piensa: M va a colgar. Aprieta los dientes, involuntariamente su rostro se contrae en un gesto de crispación. Pero M no cuelga el teléfono.

PREFIGURACIÓN DE LALO CURA

Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad. Con extrema lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y sólo vi o imaginé aquel nombre: barrio de los Empalados, fulgurante como la estrella del destino. Naturalmente, os contaré todo. Mi padre fue un cura renegado. No sé si era colombiano o de qué país. Latinoamericano era. Pobre como las ratas, apareció una noche por Medellín dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero mi madre evitó que lo mataran y se lo llevó a su penthouse en el barrio. Vivieron juntos cuatro meses, hasta donde yo sé, y luego mi padre desapareció en el Evangelio. Latinoamérica lo llamaba y él siguió deslizándose en las palabras del sacrificio hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. Si era sacerdote católico o protestante es algo que ya no sabré. Sé que estaba solo y que se movía entre las masas afiebrado y sin amor, lleno de pasión y vacío de esperanza. Cuando nací me pusieron por nombre Olegario, pero siempre me han llamado Lalo. A mi padre lo llamaban el Cura y así fue como mi madre me inscribió en el registro civil. Todo legal. Olegario Cura. Hasta fui bautizado en la fe católica. Mi madre, sin duda, era una soñadora. Se llamaba Connie Sánchez y si ustedes fueran menos jóvenes y más viciosos su nombre no les resultaría extraño. Fue una de las estrellas de la Productora Cinematográfica Olimpo. Las otras dos estrellas eran Doris Sánchez, la hermana menor de mi madre, y Mónica Farr, nacida Leticia Medina, natural de Valparaíso. Tres buenas amigas. La Productora Cinematográfica Olimpo se dedicaba a las películas pornográficas y aunque el negocio era semiilegal y el ambiente francamente hostil la empresa no se hundió hasta mediados los ochenta. El responsable fue un alemán polifacético, Helmut Bittrich, capaz de ejercer de gerente, director, escenógrafo, músico, relaciones públicas y ocasional matón de la productora. A veces incluso actuaba. Para estos menesteres usaba el nombre de Abelardo Bello. Un tipo extraño este Bittrich. Nunca lo vieron con el pene erecto. Le gustaba levantar pesas en el gimnasio Salud y Amistad, pero no era marica. Sólo sucedía que en el cine nunca se lo metió a nadie. Hombre o mujer. Si se toman la molestia lo pueden ver haciendo de mirón, de maestro de escuela o de espía en el seminario, siempre en un discreto segundo plano. Lo que más le gustaba era actuar de doctor. Un doctor alemán, se entiende, aunque la mayor parte del tiempo ni siquiera abría la boca: era el doctor Silencio. El doctor de los ojos azules resguardado detrás de una oportuna cortina de terciopelo. Bittrich tenía una casa en las afueras, en los lindes del barrio de los Empalados con el Gran Baldío. El chalet de las películas. La casa de la soledad que luego se convirtió en la casa del crimen, en una zona perdida, llena de arboledas y zarzas. Connie solía llevarme. Me quedaba en el patio jugando con los perros y los gansos que el alemán criaba como si fueran sus hijos. Las flores crecían salvajes entre la maleza y los hoyos de los perros. En una mañana cualquiera entraban en la casa de diez a quince personas. Las ventanas cerradas no impedían que oyera los lamentos que se proferían en el interior. A veces también se reían. A la hora de comer Connie y Doris instalaban una mesa plegable en el jardín de atrás, bajo un árbol, y los empleados de la Productora Cinematográfica Olimpo se despachaban a gusto con latas de conserva que Bittrich calentaba en un hornillo de gas. La gente comía directamente de las latas o en platos de cartón. Una vez entré en la cocina, para ayudar, y al abrir las estanterías sólo encontré enemas, cientos de enemas alineados como para una parada militar. Todo en la cocina era falso. No había platos de verdad, ni cubiertos de verdad, ni ollas de verdad. Así es el cine, me dijo Bittrich mirándome con aquellos ojos azules que entonces me asustaban y que ahora sólo me producen lástima. La cocina era falsa. Todo en la casa era falso. ¿Quién duerme aquí por la noche? En ocasiones el tío Helmut, contestaba Connie. El tío Helmut duerme aquí para cuidar a los perros y a los gansos y seguir trabajando. Trabajando en el montaje de sus películas artesanales. Artesanales, pero el negocio jamás se detenía: las películas iban destinadas a Alemania, Holanda, Suiza. Algunas quedaban en Latinoamérica y otras se vendían en Estados Unidos, pero la mayoría partían para Europa, que era donde Bittrich tenía los clientes. Tal vez por eso una voz en off, la voz del alemán, narraba en su idioma los cuadros representados. Como un cuaderno de viajes para sonámbulos. Y la fijación por la leche materna, otra característica europea. Cuando yo estaba dentro de Connie ésta siguió trabajando. Y Bittrich filmó películas de leche materna. Las del tipo Milch y Pregnant Fantasies, dedicadas al mercado de los hombres que creían o a quienes les gustaba creer que las mujeres embarazadas tienen leche. Connie, con una barriga de ocho meses, se apretaba los pechos y la leche fluía como lava. Se inclinaba sobre el Pajarito Gómez o sobre Sansón Fernández o sobre ambos y les dejaba ir un chisguetazo de leche. Trucos del alemán, Connie nunca tuvo leche. Un poco sí, unos quince días, tal vez veinte, lo suficiente para que yo la probara. Pero nada más. En realidad las películas eran del tipo Pregnant Fantasies y no del tipo Milch. Ahí está Connie: gorda, rubia, y yo dentro, hecho un ovillo, mientras ella ríe y unta con vaselina el culo del Pajarito Gómez. Sus movimientos ya son los movimientos delicados y seguros de una madre. Abandonada por el imbécil de mi padre, ahí está Connie, con Doris y Mónica Farr, sonriéndose intermitentemente, intercambiando muecas y gestos imperceptibles o secretos mientras el Pajarito mira como hipnotizado la barriga de Connie. El misterio de la vida en Latinoamérica. Como un pajarito delante de una serpiente. La Fuerza está conmigo, me dije, la primera vez que vi la película, a los diecinueve años, llorando a moco tendido, haciendo rechinar los dientes, pellizcándome las sienes, la Fuerza está conmigo. Todos los sueños son reales. Hubiera querido creer que las vergas que penetraron a mi madre se encontraron al final del sendero con mis ojos. Soñé con ello a menudo: mis ojos cerrados y translúcidos en la sopa negra de la vida. ¿De la vida? No: de los negocios que remedan la vida. Mis ojos en cruz, como la serpiente que hipnotiza al pajarito. Ya saben, tonterías de joven en el cine. Todo falso, como decía Bittrich. Y tenía razón, como casi siempre. Por eso las chicas lo adoraban. Les resultaba grato tener al alemán cerca de ellas, una voz amiga dispuesta para el consuelo o el consejo. Las chicas: Connie, Doris y Mónica. Tres buenas amigas perdidas en la noche de los tiempos. Connie intentó hacer carrera en Broadway. Me parece que nunca, ni en los peores años, rechazó la posibilidad de ser feliz. Allí, en Nueva York, conoció a Mónica Farr y compartieron miserias e ilusiones. Fueron camareras, vendieron sangre, hicieron de putas. Siempre buscando el hueco, deambulando por la ciudad enganchadas a un único walkman, algo propio de bailarinas, cada día más delgadas y más íntimas. Coristas, vicetiples. Buscando a Bob Fosse. En una fiesta en casa de unos colombianos encontraron a Bittrich, de paso por Nueva York con un lote de su mercancía. Hablaron hasta que amaneció. Nada de cama, sólo música y palabras. Esa noche echaron a rodar los dados por la Séptima Avenida, el artista prusiano y las putas latinoamericanas. Ya no había nada que hacer. Cuando sueño, en algunas pesadillas, vuelvo a verme reposando en el limbo y entonces oigo, al principio lejano, el golpe de los dados en el pavimento. Abro los ojos y grito. Algo cambió para siempre aquella madrugada. Se estableció, como la peste, el vínculo de la amistad. Después Connie y Mónica Farr consiguieron un contrato para actuar en Panamá, en donde las esquilmaron a conciencia. El alemán les pagó el billete para Medellín, la tierra de Connie y un lugar tan bueno como cualquier otro para Mónica. Hay unas fotos que las muestran en la escalerilla del avión: las tomó Doris, la única persona que las esperaba en el aeropuerto. Connie y Mónica llevan lentes negros y pantalones ajustados. No son muy altas, pero están bien proporcionadas. El sol de Medellín alarga sus sombras por la pista vacía de aviones, salvo uno, en el fondo, a medio salir de un hangar. No hay nubes en el cielo. Connie y Mónica enseñan los dientes. Beben coca-cola junto a la parada de taxis y fingen poses turbulentas. Turbulencias aéreas y turbulencias terrenas. Con sus gestos dan a entender que llegan directamente de Nueva York, aureoladas por el misterio. Luego Doris, jovencísima, aparece junto a ellas. Las tres abrazadas mientras un galante desconocido toma la foto, apoyadas en el guardabarros del taxi y observadas, desde el interior, por un taxista tan viejo y gastado que cuesta creer que sea real. Así empiezan las singladuras más llenas de pasión. Un mes después ya están filmando la primera película: