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Hecatombe. Mientras el mundo se convulsiona el alemán filma Hecatombe. Una película sobre las convulsiones del espíritu. Desde la cárcel un santo recuerda las noches de plenitud y jodienda. Connie y Mónica lo hacen con cuatro tipos con pinta de sombras. Doris y el ganso más grande de Bittrich pasean por la ribera de un río de poco caudal. La noche está inusualmente estrellada. Al amanecer Doris encuentra al Pajarito Gómez y se ponen a hacer el amor en la parte trasera de la casa de Bittrich. Hay un gran revoloteo de gansos. Connie y Mónica aplauden asomadas a una ventana. La verga de chicharrón del santo resplandece de semen. Fin. Los títulos de crédito aparecen sobre la imagen de un policía durmiendo. El humor de Bittrich. Películas celebradas por narcotraficantes y hombres de negocios. Los tipos simples como los pistoleros o los recaderos no las entendían, ellos de buena gana se hubieran cargado al alemán. Otra película: Kundalini. El velorio de un ganadero. Mientras los deudos lloran y beben café con aguardiente Connie entra en una habitación oscura llena de arreos de campo. De un ropero gigantesco surgen dos tipos disfrazados de toro y de cóndor respectivamente. Sin preámbulos fuerzan a Connie por las dos entradas. Los labios de Connie se curvan dibujando una letra. Mónica y Doris se meten mano en la cocina. Luego se ven establos atestados de ganado y un hombre que se aproxima trabajosamente, apartando vacas. Es el Pajarito Gómez. Nunca llega: la escena siguiente lo muestra tendido en el barro, entre los mojones y las patas de los animales. Mónica y Doris hacen un 69 negro en una gran cama blanca. El ganadero muerto abre los ojos. Se incorpora y sale del ataúd ante el horror y la estupefacción de familiares y amigos. Cubierta por el toro y por el cóndor, Connie pronuncia la palabra Kundalini. Las vacas huyen de los establos y los títulos de crédito aparecen sobre el cuerpo abandonado del Pajarito Gómez que poco a poco se va oscureciendo. Otra película:
Impluvio. Dos mendigos verdaderos arrastran sendos sacos por una calle de tierra. Llegan al patio trasero de la casa de Bittrich. Encadenada de modo que sólo pueda permanecer de pie encontramos a Mónica Farr completamente desnuda. Los mendigos vacían los sacos: una nutrida colección de instrumentos sexuales de acero y cuero. Los mendigos se colocan máscaras con protuberancias fálicas y arrodillados delante y detrás de Mónica la penetran con cabezazos que resultan por lo menos ambiguos, uno no sabe si están excitados o si las máscaras los ahogan. Acostado en un catre militar, el Pajarito Gómez fuma. En otro catre el conscripto Sansón Fernández se hace una paja. La cámara recorre lentamente el rostro de Mónica: está llorando. Los mendigos se alejan arrastrando sus sacos por una miserable calle sin asfaltar. Aún encadenada, Mónica cierra los ojos y parece dormirse. Sueña con las máscaras, las narices de látex, los pellejos viejos que apenas contienen el aire que respiran, tan animosos, sin embargo, en su cometido. Pellejos sobrenaturales vaciados de todo lo esencial. Luego Mónica se viste, camina por el centro de Medellín, es invitada a una orgía en donde encuentra a Connie y a Doris, se besan y sonríen, se cuentan sus cosas. El Pajarito Gómez, con el uniforme de camuflaje a medio poner, se ha quedado dormido. Antes de que anochezca, cuando la orgía ha terminado, el dueño de la casa quiere enseñarles su posesión más preciada. Las chicas siguen a su anfitrión hasta un jardín cubierto por un armazón de metal y cristales. El dedo enjoyado del tipo indica algo en un extremo. Las chicas contemplan una pileta de cemento con forma de ataúd. Al asomarse ven sus rostros dibujados en el agua. Entonces cae el crepúsculo y los mendigos se internan por una zona de grandes naves industriales. La música, una conga de timbaleros, sube de volumen, se hace más siniestra y premonitoria, hasta que finalmente estalla la tormenta. A Bittrich le encantaba ese tipo de efectos sonoros. Los truenos en las montañas, el sonido del rayo, los árboles que caen fulminados, la lluvia sobre los cristales. Los coleccionaba en cintas de alta calidad. Para sus películas, decía, para conseguir un toque local, pero en realidad los apreciaba porque sí. Toda la gama de ruidos que produce la lluvia en la selva. El tañido del viento y del mar, acompasados o desacompasados. Sonidos para sentirse solo y para erizar los pelos. Su joya era el rugido de un huracán. Lo escuché siendo niño. Los actores tomaban café debajo de un árbol y Bittrich manipulaba una enorme grabadora alemana, distanciado de los demás y ungido por la palidez que le daba el exceso de trabajo. Ahora vas a escuchar al huracán desde dentro, me dijo. Al principio no oí nada. Creo que esperaba un estruendo de los mil demonios, algo que dañara los tímpanos, por lo que me sentí decepcionado al escuchar tan sólo una especie de remolino intermitente. Rasgado e intermitente. Como una hélice de carne. Y luego oí voces, pero no era el huracán, claro, sino los pilotos del avión que pasaba junto a él. Voces duras hablando en español y en inglés. Bittrich, mientras escuchaba, sonreía. Y luego oí otra vez el huracán y esta vez lo oí de verdad. El vacío. Un puente vertical y vacío, vacío, vacío. Nunca olvidaré aquella sonrisa de Bittrich. Era como si estuviera llorando. ¿Esto es todo?, pregunté sin querer reconocer que ya había tenido bastante. Eso es todo, dijo Bittrich abstraído en la cinta que giraba silenciosa. Luego detuvo la grabadora, la cerró con mucho cuidado y volvió con los demás al interior de la casa, a seguir trabajando. Otra película: