Cocaína, una de las peores películas de Bittrich, el asunto terminó de romperse. De todas maneras siguieron siendo amigos hasta el final. Muchos años después, cuando ya todos estaban muertos, busqué al Pajarito. Vivía en un apartamento minúsculo, de una sola habitación, en una calle que daba al mar, en Buenaventura. Trabajaba de camarero en el restaurante de un policía jubilado, La Tinta del Pulpo, el lugar ideal para alguien que temiera ser descubierto. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, con una breve escala en una tienda de vídeos donde solía alquilar una o dos películas cada día. Películas de Walt Disney y el viejo cine colombiano, venezolano y mexicano. Todos los días puntual como un reloj. De su apartamento sin ascensor a La Tinta del Pulpo y de allí, entrada la noche, a su apartamento, con las películas bajo el brazo. Nunca llevaba comida, sólo películas. Y las alquilaba indistintamente al ir o al volver, en la misma tienda, un tugurio de tres metros por tres que permanecía abierto dieciocho horas al día. Lo busqué por capricho, porque me dio la venada. Lo busqué y lo encontré en 1999, fue fácil, no tardé más de una semana. El Pajarito tenía entonces cuarentainueve años y aparentaba diez más. No se sorprendió al llegar a casa y encontrarme sentado en la cama. Le dije quién era, le recordé las películas que había hecho con mi madre y con mi tía. El Pajarito cogió una silla y al sentarse se le cayeron los vídeos. Has venido a matarme, Lalito, dijo. Una película era de Ignacio López Tarso y la otra de Matt Dillon, dos de sus actores favoritos. Le recordé los viejos tiempos de Pregnant Fantasies. Los dos sonreímos. Vi tu pichula transparente como gusano, porque tenía los ojos abiertos, ya sabes, vigilando tu ojo de cristal. El Pajarito asintió con la cabeza y luego se sorbió los mocos. Siempre fuiste un niño listo, dijo, también fuiste un feto listo, con los ojos abiertos, por qué no. Te vi, eso es lo importante, dije. Allí dentro eras rosado al principio pero luego te volviste transparente y te cagaste de asombro, Pajarito. Entonces no tenías miedo, te movías con tanta rapidez que sólo los animales pequeños y los fetos podían verte. Sólo las cucarachas, las liendres, las ladillas y los fetos. El Pajarito miraba el suelo. Lo oí susurrar: etcétera, etcétera. Luego dijo: nunca me gustó esa clase de películas, una o dos está bien, pero tantas es un crimen. Hasta donde cabe soy una persona normal. Por Doris tuve un cariño sincero, tu madre siempre encontró un amigo en mí, cuando eras pequeño nunca te hice daño. ¿Lo recuerdas? No fui yo el promotor del negocio, nunca traicioné a nadie, nunca maté a nadie. Trafiqué un poco y robé un poco, como todos, pero ya ves, no pude jubilarme bien. Luego recogió las películas del suelo, puso en el vídeo la de López Tarso y mientras pasaban las imágenes sin sonido se echó a llorar. No llores, Pajarito, le dije, no vale la pena. Ya no vibraba. O tal vez todavía vibrara un poquito y yo sentado en la cama recogí esos restos de energía con la voracidad de un náufrago. Es difícil vibrar en un apartamento tan reducido, con ese olor a caldo de gallina que se colaba por todos los resquicios. Es difícil percibir una vibración si tienes los ojos fijos en Ignacio López Tarso gesticulando mudo. Los ojos de López Tarso en blanco y negro: ¿cómo se podía fundir tanta inocencia y tanta malicia? Un buen actor, señalé, por decir algo. Un padre de la patria, corroboró el Pajarito. Tenía razón. Luego susurró: etcétera, etcétera. Pinche Pajarito jodido. Durante mucho rato permanecimos en silencio: López Tarso se deslizó por su argumento como un pez en el interior de una ballena, las imágenes de Connie, Mónica y Doris brillaron unos segundos en mi cabeza y la vibración del Pajarito se hizo imperceptible. No he venido a liquidarte, le dije finalmente. En aquella época, cuando aún era joven, me costaba emplear la palabra matar. Nunca mataba: daba el billete, borraba, hundía, desintegraba, hacía puré, desmenuzaba, dormía, pacificaba, quebrantaba, malograba, abrigaba, ponía bufandas y sonrisas perennes, archivaba, vomitaba. Quemaba. Pero al Pajarito no lo quemé, sólo quería verlo y platicar un rato con él. Sentir su tictac y recordar mi pasado. Gracias, Lalito, dijo, y luego se levantó y llenó una palangana con el agua de una garrafa. Con movimientos exactos, artísticos y resignados, se lavó las manos y la cara. Cuando yo era niño, Connie, Mónica, Doris, Bittrich, el Pajarito, Sansón Fernández, todos me llamaban así: Lalito. Lalito Cura jugando con los gansos y los perros en el jardín de la casa del crimen, que para mí era la casa del aburrimiento y a veces del asombro y la felicidad. Ahora no hay tiempo para aburrirse, la felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro. Un asombro constante, hecho de cadáveres y de personas comunes y corrientes como el Pajarito, que me daba las gracias. Nunca pensé en matarte, dije, conservo todas tus películas, no las veo muy a menudo, lo reconozco, sólo en momentos especiales, pero las guardo con cuidado. Soy un coleccionista de tu pasado cinematográfico, le dije. El Pajarito volvió a sentarse. Ya no vibraba: de reojo miraba la película de López Tarso y en su reposo se traslucía la paciencia de las rocas. Eran las dos de la mañana según el despertador de la cama. La noche anterior había soñado que encontraba al Pajarito desnudo y que mientras lo montaba le gritaba al oído palabras ininteligibles acerca de un tesoro escondido. O acerca de una ciudad subterránea. O acerca de un difunto envuelto en papeles que resistían la podredumbre y el paso del tiempo. Pero ni siquiera puse mi mano en su hombro. Te dejaré dinero, Pajarito, para que vivas sin trabajar. Te compraré lo que quieras. Te llevaré a un lugar tranquilo donde puedas dedicarte a contemplar a tus actores favoritos. En el barrio de los Empalados no hubo nadie como tú, dije. Paciencia de piedra, Ignacio López Tarso y el Pajarito Gómez me miraron. Los dos con una mudez enloquecida. Con los ojos llenos de humanidad y de miedo y de fetos perdidos en la vastedad de la memoria. Fetos y otros seres pequeños con los ojos abiertos. Amiguitos, por un instante tuve la sensación de que el apartamento entero se ponía a vibrar. Luego me levanté con mucho cuidado y me marché.