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Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.

Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camiseta e hizo una pausa sin dejar de mirarme, y fue entonces cuando yo me levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, más tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.

Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí sí que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber vendido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.

Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aún goteaba. Debería darle vergüenza, dije.

Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.

En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto me sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.

No hay problema, dije conciliador, está perdonado.

Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona ésta tenía que ser un pigmeo o aún más pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.

No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé y vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el término exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.

Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaban, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.

Aquí estoy, dije.

Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendí y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aún estaba con él, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es más, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en el que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, se lo decía. Sigo aquí, junto a usted, y ahora estamos en una habitación cuya única luz proviene de una lámpara con una pantalla de color tabaco claro y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de la lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso sí, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.