En todo caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club, cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.
Cuando se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital), Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por supuesto, no contábamos.
Al poco oímos una música salvaje que salía del lavabo. A Herrera ya le había contado de los gustos musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento con su radiocassette infernal, pero él nunca lo había escuchado en directo. Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto, dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor, pero que no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un olor a rancio. Olía a humedad, a setas y a hongos. Olía raro. Yo, lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso, los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí, de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas, al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido. Como si el aire que nos rodeaba se hubiera condensado y nosotros nos hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que yo sentí. Y luego Buba se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y la mía.
Creo que Herrera se rió, no mucho, sólo un poquito. Y luego alguien apagó la televisión, no recuerdo quién, tal vez Herrera, tal vez yo. Y Buba dijo que lo podía conseguir, que sólo necesitaba las gotas de sangre y nuestro silencio. ¿Qué es lo que puedes conseguir?, dijo Herrera. El partido, dije yo. No sé cómo lo supe, pero lo cierto es que lo supe desde el primer momento. El partido, sí, dijo Buba. Y entonces Herrera y yo nos reímos y tal vez nos miramos, Herrera estaba sentado en un sillón y yo a los pies de mi cama y Buba esperaba sentado humildemente en la cabecera de su cama. Creo que Herrera hizo unas preguntas. Yo también hice una pregunta. Buba respondió con cifras. Levantó su mano izquierda y nos mostró tres dedos, el medio, el anular y el meñique. Dijo que no perdíamos nada con probar. El pulgar y el índice los tenía cruzados, como si formaran un lazo o una horca en donde un animal diminuto se asfixiaba. Predijo que Herrera iba a jugar. Habló de responsabilidad con los colores de la camiseta y también habló de oportunidad. Su castellano seguía siendo deficiente.
Lo siguiente que recuerdo es que Buba volvió a entrar en el lavabo y que cuando salió llevaba un vaso y su navaja de afeitar. No nos vamos a pinchar con eso, dijo Herrera. La navaja es buena, dijo Buba. Con tu navaja no, dijo Herrera. ¿Por qué no?, dijo Buba. Porque no nos sale de los cojones, dijo Herrera. ¿O no? Me miraba a mí. No, dije yo. Yo me pincho con mi propia máquina de afeitar. Recuerdo que cuando me levanté para ir al baño las piernas me temblaban. No encontré mi maquinilla, probablemente la había olvidado en el departamento, así que cogí la que el hotel ponía a disposición de los clientes. Herrera aún no había vuelto y Buba parecía dormido, sentado en la cabecera de su cama, aunque cuando cerré la puerta levantó la cabeza y me miró sin decir nada. Permanecimos en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era Herrera. Nos sentamos los dos en mi cama. Buba se sentó enfrente, en la suya, y sostuvo el vaso en medio de las dos camas. Luego, con un gesto rápido, levantó uno de los dedos de la mano que sostenía el vaso y se hizo un corte limpio. Ahora tú, le dijo a Herrera, que cumplió el trance armado con un pequeño alfiler de corbata, el único objeto punzocortante que había encontrado. Después me tocó mi turno. Cuando quisimos ir al baño a lavarnos las manos Buba se nos adelantó. Déjame entrar, Buba, le grité a través de la puerta. Por única respuesta oímos otra vez la música que unos minutos antes Herrera había calificado de manera un tanto apresurada (o eso me parecía ahora) como música étnica.
Esa noche tardé en irme a dormir. Estuve un rato en la habitación de Buzatti y luego me fui al bar del hotel, en donde ya no quedaba ningún jugador despierto. Pedí un whisky y me lo tomé en una mesa desde la que se apreciaban con nitidez las luces de Barcelona. Al cabo de un rato sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me sobresalté. Era el entrenador, que tampoco podía dormir. Me preguntó qué hacía despierto a esas horas. Le dije que estaba nervioso. Pero si tú mañana no juegas, Acevedo, dijo él. Peor todavía, dije yo. El entrenador miró la ciudad, asintiendo, y se frotó las manos. ¿Qué estás bebiendo?, preguntó. Lo mismo que usted, dije. Ah, vaya, dijo él, eso es bueno para los nervios. Después el entrenador se puso a hablar de su hijo y de su familia, que vivían en Inglaterra, pero sobre todo de su hijo, y luego los dos nos levantamos y dejamos nuestros vasos vacíos en la barra. Al entrar en mi habitación Buba dormía plácidamente en su cama. Normalmente no hubiera encendido la luz, pero esta vez lo hice. Buba ni se movió. Fui al lavabo: todo estaba en orden. Me puse el pijama y me acosté y apagué la luz. Durante unos minutos estuve escuchando la respiración acompasada de Buba. No recuerdo en qué momento me quedé dormido.
Al día siguiente ganamos por tres a cero. El primer gol lo marcó Herrera. Era el primero que marcaba aquella temporada. Los otros dos los hizo Buba. La prensa deportiva, un poco reticente, hablaba de cambio sustancial en nuestro juego y destacaba el gran partido realizado por Buba. Yo vi el partido. Yo sé lo que realmente ocurrió. En realidad, Buba no jugó bien. El que jugó bien fue Herrera y Deléve y Buzatti. La línea medular del equipo. En realidad, Buba estuvo como ausente durante buena parte del partido. Pero marcó dos goles y eso era suficiente.
Ahora tal vez debería decir algo acerca de los goles. El primero (que fue el segundo del encuentro) se produjo tras un córner que sirvió Palau. Buba, en medio del barullo, metió la pierna y marcó. El segundo fue extraño: el equipo rival ya había aceptado la derrota, corría el minuto 85, todos los jugadores estaban cansados, los nuestros probablemente más, el tono del partido era francamente conservador, y entonces alguien le pasó la pelota a Buba, con la esperanza, digo yo, de que la devolviese o la retrasara, pero Buba corrió por su batida, rápido, mucho más rápido de lo que había estado en el resto del partido, se acercó a unos cuatro metros del área grande y cuando todos esperaban que centrara soltó un tiro que sorprendió a los dos defensas que tenía delante y al arquero, un tiro con un chanfle como yo no había visto nunca, un disparo endemoniado propio sólo de los jugadores brasileños, que se coló por la escuadra derecha de la portería contraria y que puso a todos los espectadores de pie.