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Esa noche, después de celebrar la victoria, hablé con él. Le pregunté por la magia, por el hechizo, por la sangre en el vaso. Buba me miró y se puso serio. Acerca tu oreja, dijo. Estábamos en una discoteca y apenas nos oíamos. Buba me susurró unas palabras que al principio no entendí. Probablemente yo ya estaba borracho. Luego alejó su boca de mi oreja y me sonrió. Tú pronto podrás marcar goles mejores, dijo. De acuerdo, perfecto, dije yo.

A partir de entonces todo se encarriló. El siguiente partido lo ganamos cuatro a dos, y eso que jugábamos en campo contrario. Herrera marcó un gol de cabeza, Deléve uno de penalti, y Buba marcó los otros dos, que fueron rarísimos, o eso me pareció a mí, que conocía la historia y que antes del viaje, al que no fui, participé junto con Herrera en la ceremonia de los dedos cortados y del vaso y de la sangre.

Tres semanas después me convocaron y reaparecí en la segunda parte, en el minuto 75. Jugábamos en casa del líder y ganamos uno a cero. El gol lo marqué yo en el minuto 88. El pase me lo dio Buba o eso fue lo que pensó todo el mundo, aunque yo tengo algunas dudas. Sólo sé que Buba se escapó por la banda derecha y yo eché a correr por la izquierda. Había cuatro defensas, uno detrás de Buba, dos en el medio y uno a unos tres metros de donde corría yo. Entonces ocurrió algo que aún no sé explicarme. Los defensas centrales parecieron clavarse en sus posiciones. Yo seguí corriendo con el lateral derecho de ellos pegado a mis talones. Buba se acercó al área con el lateral izquierdo que tampoco se le despegaba. Entonces hizo una finta y centró. Y yo me metí en el área sin ninguna posibilidad de darle a la pelota, pero entre que los centrales estaban como despistados o como repentinamente mareados y el efecto rarísimo que cogió el balón, lo cierto es que milagrosamente me vi dentro del área, con la pelota controlada y el portero de ellos que salía y el lateral derecho pegado a mi hombro izquierdo sin saber si hacerme una falta o no, y entonces simplemente chuté y marqué el gol y ganamos.

El domingo siguiente fui titular indiscutible. Y a partir de entonces empecé a marcar más goles que nunca en mi vida. Y Herrera también tuvo una racha goleadora. Y todo el mundo adoraba a Buba. Y también nos adoraban a Herrera y a mí. De la noche a la mañana nos convertimos en los reyes de la ciudad. Todo nos sonreía. El club inició una ascensión imparable. Ganábamos y gustábamos.

Y nuestro rito de la sangre siguió repitiéndose indefectiblemente antes de cada partido. De hecho, a partir de la primera vez, Herrera y yo nos compramos navajas de afeitar parecidas a la que tenía Buba y cada vez que íbamos a jugar fuera lo primero que metíamos en nuestro equipaje eran las navajas, y cuando jugábamos en casa nos reuníamos la noche anterior en nuestro departamento (porque ya no nos concentraban en los partidos como locales) y realizábamos la sesión y Buba recogía su sangre y la nuestra en un vaso y luego se encerraba en el baño y mientras escuchábamos la música que salía de allí Herrera se ponía a hablar de libros o de obras de teatro que había visto y yo me quedaba callado y asentía a todo, hasta que Buba reaparecía y nosotros lo mirábamos como preguntándole si todo estaba en orden y Buba entonces nos sonreía y se metía en la cocina a buscar el estropajo y el cubo de agua y volvía luego al baño, en donde se estaba por lo menos un cuarto de hora arreglándolo todo, y cuando nosotros entrábamos en el baño todo estaba igual que antes, y a veces, cuando me iba con Herrera a una discoteca y Buba no venía (porque a Buba no le gustaban demasiado las discotecas), Herrera se ponía a hablar conmigo y me preguntaba qué creía yo que hacía Buba con nuestra sangre en el baño, porque lo cierto es que cuando Buba desocupaba el baño ya no había rastros de sangre por ningún lado, el vaso que la había contenido estaba reluciente, el suelo limpio, vaya, el baño parecía como cuando venía la señora a hacernos la limpieza, y yo le decía a Herrera que no sabía, que no tenía idea de lo que hacía Buba cuando se encerraba allí, y Herrera me miraba y decía: si yo viviera con él me daría miedo, y yo miraba a Herrera como diciéndole: ¿lo dices en serio o estás de broma?, y Herrera decía: estoy de guasa, Buba es nuestro amigo, gracias a él ahora estoy en la selección, gracias a él nuestro club va a ser campeón, gracias a él la gloria nos sonríe, y eso era verdad.

Por lo demás, yo nunca le tuve miedo a Buba. A veces, mientras veíamos la tele en nuestro departamento antes de irnos a dormir, me lo quedaba mirando con el rabillo del ojo y pensaba en lo extraño que era todo. Pero no pensaba mucho rato en esto. El fútbol es extraño.

Finalmente aquel año que empezamos tan mal fuimos campeones de Liga y paseamos por el centro de Barcelona entre una multitud enfervorecida y hablamos desde el balcón del ayuntamiento a otra multitud enfervorecida que coreaba nuestros nombres y ofrecimos el título a la Virgen de Montserrat, del monasterio de Montserrat, una virgen negra como Buba, esto parece mentira pero es verdad, y dimos entrevistas hasta que ya no pudimos hablar. Las vacaciones las pasé en Chile. Buba se fue a África. Herrera se marchó al Caribe con su novia.

Nos reencontramos en la pretemporada, en un centro deportivo del este de Holanda, cerca de una ciudad fea y gris que me hizo tener los peores presentimientos.

Todos estaban allí, menos Buba. No sé qué problema había tenido en su país de origen. Herrera parecía agotado aunque exhibía un bronceado de deportista de élite. Me dijo que había pensado en casarse. Yo le expliqué mis vacaciones en Chile, pero, como ustedes saben, cuando en Europa es verano en Chile es invierno, así que mis vacaciones no habían sido muy lucidas. La familia estaba bien. Poco más. La tardanza de Buba nos intranquilizó. No queríamos reconocerlo, pero estábamos intranquilos. De repente sentimos, tanto Herrera como yo, que sin él estábamos perdidos. Por el contrario, nuestro entrenador contribuyó a quitarle hierro a la impuntualidad de Buba.

Una mañana, después de un vuelo que hizo escalas en Roma y Frankfurt, el negro se reintegró en el equipo. Los partidos de pretemporada, sin embargo, fueron pésimos. Nos ganó un equipo de la Tercera División holandesa. Empatamos con el equipo de aficionados de la ciudad donde residíamos. Ni Herrera ni yo nos atrevíamos a pedirle a Buba el rito de la sangre, aunque nuestras navajas estaban listas.

De hecho, y esto tardé en comprenderlo, parecía como si tuviéramos miedo de pedirle a Buba un poco de su magia. Por supuesto, seguíamos siendo amigos y en alguna ocasión fuimos juntos a una discoteca holandesa, pero de sangre no hablábamos sino de los chismes que circulan en pretemporada, los jugadores que cambiaban de equipo, los nuevos fichajes, la Liga de Campeones que íbamos a jugar ese año, los contratos que se acababan o que tenían que ser mejorados. También hablábamos de películas y de las vacaciones que ya habían terminado y Herrera, sólo Herrera, hablaba de libros, entre otras cosas porque era el único que leía.

Después volvimos a la ciudad y yo volví a encontrarme solo con Buba y con nuestra cotidianidad en aquel departamento enfrente de los campos de entrenamiento, y luego empezó la Liga, el primer partido, y la noche antes apareció Herrera por nuestra casa y encaró la situación. Le dijo a Buba que qué pasaba. ¿No iba a haber magia ese año? Y Buba sonrió y dijo que no era magia. Y Herrera dijo qué coño es entonces. Y Buba se encogió de hombros y dijo que era algo que sólo él entendía. Y luego hizo un gesto como quitándole importancia al asunto. Y Herrera dijo que él quería más, que él creía en Buba, fuera lo que fuera lo que este hacía. Y Buba dijo que estaba cansado y cuando dijo eso yo lo miré a la cara y no me pareció en modo alguno un tipo de diecinueve o veinte años sino un jugador de más de treinta que ya le ha exigido demasiado a su cuerpo. Y Herrera, contra lo que yo esperaba, aceptó las palabras de Buba con una actitud admirable. Dijo: pues no se hable más del asunto, os invito a cenar. Así era Herrera. Buen tipo.