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Pero nada dije y salimos del bar y montamos en el coche de mi amigo y nos perdimos por las calles que marcaban los límites de Irapuato, calles sólo recorridas por coches de la policía y por autobuses nocturnos y que, según mi amigo, que conducía en un estado de exaltación, Ramírez recorría a pie cada noche o cada amanecer, cuando volvía a casa después de sus incursiones urbanas. Yo preferí no añadir ni un sólo comentario más y me dediqué a mirar las calles débilmente iluminadas y la sombra de nuestro coche que a fogonazos se proyectaba en los altos muros de fábricas o almacenes industriales abandonados, vestigios de un pasado ya olvidado en el que se intentó industrializar la ciudad. Luego salimos a una especie de barrio añadido a aquel amasijo de edificios inútiles. La calle se estrechó. No había alumbrado público. Oí el ladrido de los perros. Puro hijos de Sánchez, ¿no, mano?, dijo el dentista. No le respondí. Detrás de mí oí la voz de Ramírez que decía que doblara a la derecha y que siguiera recto.

Las luces del coche barrieron dos casuchas miserables protegidas por una cerca de madera y alambre y un camino de tierra y en un segundo ya estábamos en algo que parecía el campo pero que también hubiera podido ser un basurero. A partir de allí seguimos a pie, en fila india, con Ramírez abriendo la marcha, seguido por el dentista y por mí. A lo lejos distinguí una carretera, las luces de los coches que se deslizaban irremediablemente ajenos a nosotros, aunque en sus desplazamientos lejanos creí encontrar una similitud -atroz, ciertamente- con nuestro destino. Vi la silueta de un cerro. Intuí un movimiento en la oscuridad, entre unos arbustos, y sin dudarlo lo atribuí a ratas cuando muy bien hubieran podido ser pájaros. Después salió la luna y vi casitas solitarias que se alzaban en las faldas del cerro y más allá de éste un campo oscuro, labrado, que se extendía hasta un recodo de la carretera en donde, como una protuberancia artificial, se alzaba un bosque. De pronto oí la voz del adolescente que le decía algo a mi amigo y nos detuvimos. De la nada había surgido su casa, una casa de muros amarillos o blancos, con el techo bajo, como todas las tristes casas que soportaban la noche en las afueras de Irapuato.

Durante un instante los tres nos quedamos quietos, yo diría que hechizados, contemplando la luna o mirando compungidos la exigua vivienda del adolescente o tratando de descifrar los objetos que se amontonaban en el patio: sólo distinguí con certeza un huacal. Después entramos en un cuarto de techo bajo que olía a humo y Ramírez encendió una luz. Vi una mesa, aperos de campo apoyados en la pared, un niño durmiendo en un sillón.

El dentista me miró. Sus ojos brillaban de excitación. En aquel instante me pareció indigno lo que estábamos haciendo: un pasatiempo nocturno sin otra finalidad que la contemplación de la desgracia. La ajena y la propia, reflexioné. Ramírez arrimó dos sillas de madera y luego desapareció tras una puerta que parecía abierta a golpes de hacha. No tardé en comprender que aquella habitación era un añadido reciente en la vivienda. Nos sentamos y esperamos. Cuando volvió a aparecer cargaba una resma de papeles de más de cinco centímetros de grosor. Con aire reconcentrado se sentó junto a nosotros y nos alcanzó los papeles. Lean lo que quieran, susurró. Miré a mi amigo. Este ya había cogido un cuento de entre los papeles y ordenaba cuidadosamente las hojas. Le dije que me parecía más indicado llevarnos los textos y leerlos en el confort de su casa. Probablemente no fuera así. Pero eso es lo que pienso ahora, no consigo ver la escena de otra manera, yo diciendo que mejor nos fuéramos, que pospusiéramos la lectura a un ambiente más agradable, y el dentista como un condenado a muerte mirándome con dureza y ordenándome que escogiera un cuento al azar y que de una chingada vez me pusiera a leer.

Y eso hice. Bajé los ojos avergonzado y escogí un cuento y me puse a leer. El cuento tenía cuatro páginas, tal vez lo escogí por eso, por su brevedad, pero cuando lo acabé tenía la impresión de haber leído una novela. Miré a Ramírez. Estaba sentado frente a nosotros y daba cabezadas de sueño. Mi amigo siguió mi mirada y susurró que el joven escritor se levantaba muy temprano cada día. Asentí con la cabeza y cogí otro cuento. Cuando volví a mirar a Ramírez éste dormía con la cabeza apoyada en los brazos. Yo también había sentido ramalazos de sueño, pero ahora me sentía completamente despierto, completamente sobrio. Mi amigo me alcanzó otro cuento. Lee éste, susurró. Lo dejé a un lado. Terminé el que estaba leyendo y me puse a leer el que me había dado el dentista.

Cuando estaba acabando el último de los cuentos que leí aquella noche se abrió la otra puerta y apareció un tipo que debía de tener nuestra edad pero que parecía mucho mayor y que nos sonrió antes de salir al patio con andares silenciosos. Es el papá de José, dijo mi amigo. Oí fuera un ruido de latas, unos pasos que se tornaban más enérgicos, el ruido de alguien que orina al aire libre. En otra situación esto hubiera bastado para que permaneciera alerta, absorto únicamente en descifrar y en cierta manera en conjurar aquellos sonidos, pero lo que hice fue seguir leyendo.

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto. Pero, en fin, digamos, para entendernos, que en un momento dado yo di por finiquitada mi lectura. Mi amigo ya hacía rato que no leía. Su apariencia traslucía cansancio. Le dije que podíamos irnos. Antes de levantarnos los dos miramos el plácido sueño de Ramírez. Al salir vimos que estaba amaneciendo. En el patio no había nadie y los campos de alrededor parecían yermos. Me pregunté dónde estaría el padre. Mi amigo me indicó su coche y me hizo notar lo extraño que resultaba que el coche no resultara extraño en aquel marco. Un marco incomparable, dijo ya no en un susurro. Su voz me sonó extraña: se había enronquecido, como si hubiera pasado la noche dando gritos. Vamos a desayunar, dijo. Asentí. Vamos a hablar sobre lo que nos ha pasado, dijo.

Al abandonar esos andurriales comprendí, sin embargo, que poco era lo que podíamos decir sobre nuestra experiencia de aquella noche. Ambos nos sentíamos felices, pero supimos sin asomo de duda -y sin necesidad de decírnoslo- que no éramos capaces de reflexionar o de discernir sobre la naturaleza de lo que habíamos vivido.

Cuando llegamos a casa, mientras yo servía dos whiskys antes de irnos a dormir, mi amigo se quedó quieto mirando sus Cavernas colgados de la pared. Puse su vaso en la mesa y me estiré en el sillón. No dije nada. El dentista observó sus grabados primero con los brazos en jarra y luego con una mano apoyada en el mentón y finalmente meciéndose el pelo. Me reí. Él también se rió. Por un momento se me pasó por la cabeza que iba a coger el cuadro e iba a proceder a destrozarlo meticulosamente. Pero en lugar de eso se sentó junto a mí y se bebió su whisky. Luego nos fuimos a dormir.

No mucho. Unas cinco horas. Y yo soñé con la casa del joven Ramírez. La vi erguirse en medio del erial y del basurero y del páramo mexicano, tal cual era, desposeída de todo ornato. Tal como la había entrevisto durante esa noche decididamente literaria. Y comprendí durante un segundo escaso el misterio del arte, su naturaleza secreta. Pero luego apareció en el mismo sueño el cadáver de la vieja india muerta de un cáncer en la encía y olvidé todo. Creo que la estaban velando en la casa de Ramírez.