Duchamp des cygnesy luego se murió. Rodrigo Lira, bueno, ya he dicho lo que hacía Rodrigo Lira el año de la conferencia en el instituto chileno-norteamericano. Más que tigres, gatos, se lo mire como se lo mire. Gatitos de una provincia perdida. De cualquier forma lo que quería decir es que yo a Lihn lo conocía y que no era por tanto necesaria ninguna presentación. Sin embargo los entusiastas procedían a presentarme y tanto Lihn como yo no objetábamos nada. Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían éste es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la oscuridad del reservado, y recibía la mano de Lihn, una mano ligeramente fría que estrechaba durante unos segundos, la mano de una persona triste, pensaba entonces, una mano y un apretón de manos que se correspondía a la perfección con el rostro que en aquel instante me miraba sin reconocerme. Una correspondencia gestual, morfológica, las puertas de una elocuencia opaca que nada decía o que nada me decía. Salvado ese instante los entusiastas volvían a hablar y el silencio quedaba atrás: todos le pedían a Lihn alguna opinión sobre las ocurrencias más peregrinas, y entonces mi desdén por los entusiastas se evaporaba de golpe pues comprendía que ese grupo era como había sido yo, jóvenes poetas sin nada en que apoyarse, jóvenes que estaban proscritos por el nuevo gobierno chileno de centro izquierda y que no gozaban de ningún apoyo ni de ningún mecenazgo, sólo tenían a Lihn, un Lihn, por otra parte, que no se parecía al verdadero Enrique Lihn que aparecía en las fotografías de sus libros, un Lihn mucho más guapo, más buen mozo, un Lihn que se parecía a sus poemas, que se había establecido en la edad de sus poemas, que vivía en un edificio similar a sus poemas y que podía desaparecer con la misma elegancia y rotundidad con que a veces desaparecen sus poemas. Recuerdo que cuando comprendí esto me sentí mejor. Quiero decir: comenzaba a encontrarle un sentido a la situación y comenzaba a reírme de la situación. No tenía nada que temer: estaba en casa, con amigos, y con un escritor al que siempre había admirado. No era una película de terror. O no era una película de terror a secas sino que había en ella grandes dosis de humor negro. Y precisamente cuando pensaba en el humor negro, Lihn extrajo de un bolsillo un frasquito con medicinas. Tengo que tomarme una cada tres horas, dijo. Los entusiastas se quedaron mudos otra vez. Un camarero trajo un vaso con agua. La tableta era grande. Eso me pareció cuando la vi caer en el vaso con agua. Pero en realidad no era grande. Era densa. Con una cuchara Lihn empezó a deshacerla y yo me di cuenta de que la tableta parecía una cebolla con innumerables capas. Acerqué mi cabeza al vaso y me dediqué a contemplarla. Por un instante tuve la certeza de que se trataba de una tableta infinita. El cristal del vaso me servía de lente de aumento: en su interior, la tableta de color rosado pálido se desgajaba como propiciando el nacimiento de una galaxia o del universo. Pero las galaxias nacen, o mueren, ya no lo recuerdo, aprisa, y la visión que yo tuve a través del cristal del vaso con agua era como a cámara lenta, cada etapa incomprensible se extendía ante mis ojos, cada regreso, cada temblor. Después, exhausto, aparté la cabeza de la medicina y mis ojos fueron a encontrarse con los ojos de Lihn que parecían decirme: sin comentarios, ya bastante tengo con tragarme este menjunje cada tres horas, no busque simbolismos, el agua, la cebolla, la lenta marcha de las estrellas. Los entusiastas se habían distanciado de nuestra mesa. Algunos estaban en la barra del bar. A los otros no los veía. Y entonces yo miraba a Lihn otra vez y junto a él había un entusiasta que le decía algo al oído y luego salía del reservado a unirse a sus compañeros desperdigados por el bar. Y en ese momento yo supe que Lihn sabía que estaba muerto. El corazón ya no me funciona, decía. Mi corazón ya no existe. Aquí hay algo que no está bien, pensaba yo. Lihn murió de cáncer, no de un ataque al corazón. Una pesadez enorme me invadía. Así que me levantaba y salía a dar una vuelta, pero no me quedaba en el bar sino que alcanzaba la calle. Las aceras eran grises e irregulares y el cielo parecía un espejo sin azogue, el sitio en donde todo debería reflejarse pero en donde nada, finalmente, se reflejaba. La sensación de normalidad, sin embargo, presidía y condicionaba cualquier visión. Cuando estimaba que ya había respirado suficiente y quería volver al bar, me tropezaba, en uno de los tres escalones de acceso (escalones de piedra, cortados en bloque, de una consistencia granítica, brillantes como piedras preciosas), con un tipo más bajo que yo, vestido como un gángster de los años cincuenta, un tipo que tenía algo de caricaturesco, el típico matón peligroso pero afable, que me confundía con un conocido y me saludaba, y yo respondía a su saludo aunque en todo momento era consciente de que no lo conocía y de que el tipo me había confundido, pero yo hacía como que lo conocía, como que yo también me había confundido, y así los dos nos saludábamos mientras intentábamos trepar infructuosamente por los brillantes (y humildísimos) escalones de piedra, pero su confusión no duraba más de unos segundos, el matón rápidamente se daba cuenta de que se había equivocado y entonces me miraba de otra manera, como si se preguntara a sí mismo si yo también me había equivocado o si por el contrario le estaba tomando el pelo desde el principio, y como era torpe y desconfiado (aunque paradójicamente también era astuto) me preguntaba quién era yo, lo recuerdo, me lo preguntaba con una sonrisa maliciosa en los labios, y yo le decía, coño, Jara, soy yo, Bolaño, y por su sonrisa hubiera quedado claro para cualquiera que él no era Jara, pero aceptaba el juego, como si de pronto, herido por el rayo, pero ése no es un verso de Lihn ni mucho menos mío, le apeteciera vivir durante unos minutos la vida de ese Jara desconocido que él nunca iba a ser, salvo allí, detenido en el último de los tres escalones refulgentes, y me preguntaba por mi vida, me preguntaba (torpísimo) quién era yo, admitiendo de facto que él era Jara, pero un Jara que había olvidado la existencia de Bolaño, cosa que por otra parte tampoco era improbable, así que yo le explicaba quién era yo y de paso le explicaba quién era él, y en este último punto lo que hacía era crear un Jara a mi medida y a su medida, es decir a la medida de aquel momento, un Jara inverosímil, inteligente, valiente, rico, generoso, un Jara enamorado de una mujer hermosa, correspondido, audaz, y entonces el gángster sonreía cada vez más íntimamente convencido de que le estaba gastando una broma pero incapaz de ponerle punto final al episodio y proceder a darme una lección, como si de pronto se hubiera enamorado de la imagen que yo le proporcionaba, dándome cuerda para seguir contándole no ya sólo cosas de Jara sino cosas de los amigos de Jara y finalmente del mundo, un mundo que incluso a Jara se le hacía demasiado grande, un mundo en donde hasta el propio Jara era una hormiga cuya muerte en un escalón brillante a nadie hubiera importado nada, y entonces, por fin, aparecían sus amigos, dos matones más altos vestidos con ternos de solapas cruzadas y color claro que me miraban y miraban al falso Jara como preguntándole quién era yo, y a éste no le quedaba más remedio que decir es Bolaño, y los dos matones me saludaban, yo estrechaba sus manos, anillos, relojes caros, pulseras de oro, y cuando me invitaban a beber con ellos, yo les decía no puedo, estoy con un amigo, y apartaba a Jara de la entrada y me perdía en el interior del bar. Lihn seguía en el reservado. Ya no se veía a ningún entusiasta cerca de él. El vaso estaba vacío. Se había tomado la medicina y esperaba. Sin decir una palabra subíamos hasta su casa. Vivía en el séptimo piso y tomábamos el ascensor, un ascensor muy grande en donde se hubiera podido amontonar a más de treinta personas. Su casa era más bien pequeña, sobre todo para la media de los escritores chilenos, cuyas casas suelen ser grandes, y no había libros. A una pregunta mía respondía que ya no necesitaba leer casi nada. Pero siempre hay libros, decía. Desde su casa se veía el bar. Como si el suelo fuera de cristal. Durante un rato, arrodillado, me dedicaba a contemplar a la gente allí abajo, buscaba a los entusiastas, a los tres gángsters, pero sólo veía desconocidos que comían o bebían y que, sobre todo, se movían de mesa en mesa, de reservado en reservado, o de una punta a otra de la barra, todos presa de una excitación febril, como se leía en las novelas de la primera mitad del siglo XX. Al cabo de un rato de estar mirando llegaba a la conclusión de que algo iba mal. Si el suelo de la casa de Lihn era de cristal y el techo del bar también lo era, ¿qué pasaba con los pisos del segundo al sexto? ¿También eran de cristal? Entonces volvía a mirar hacia abajo y comprendía que del segundo al sexto sólo había un vacío. Este descubrimiento me angustiaba. Joder, Lihn, adonde me has traído, pensaba, aunque después pensaba joder, Lihn, adonde te han traído. Con cuidado me ponía de pie, porque sabía que allí los objetos eran más frágiles que las personas, todo lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente, y empezaba a buscar a Lihn -que ya no estaba a mi lado- por las diversas habitaciones de la vivienda, que entonces ya no me parecía pequeña, como la casa de un escritor europeo, sino grande, desmesurada, como la casa de un escritor chileno, un escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles, una casa llena de sombras móviles y habitaciones en penumbra en donde encontré dos libros, uno clásico, como una piedra lisa, y el otro moderno, intemporal, como la mierda, y a medida que lo buscaba yo también me iba quedando frío, y cada vez tenía más rabia y más frío, y me iba sintiendo enfermo, como si la casa se moviera sobre un eje imaginario, hasta que abría una puerta y veía una piscina, y allí estaba Lihn, nadando, y entonces, antes de que yo abriera la boca y dijera algo sobre la entropía, Lihn decía que lo malo de su medicina, de la medicina que tomaba para seguir vivo, era que de alguna manera ésta lo convertía en conejillo de Indias de la empresa farmacéutica, palabras que en cierta forma yo esperaba oír, como si todo fuera una obra de teatro y repentinamente hubiera recordado mis parlamentos y los parlamentos de aquellos a quienes debía dar la réplica, y luego Lihn salía de la piscina y bajábamos al primer piso, y nos abríamos paso por entre la gente del bar, y Lihn decía se acabaron los tigres, y: fue bonito mientras duró, y: aunque no te lo creas, Bolaño, presta atención, en este barrio sólo los muertos salen a pasear Y ya para entonces los dos habíamos atravesado el bar y estábamos asomados a una ventana, mirando las calles y las fachadas de ese barrio tan peculiar en donde sólo paseaban los muertos. Y mirábamos y mirábamos y las fachadas eran sin lugar a dudas las fachadas de otro tiempo, y también las aceras en donde había coches estacionados que pertenecían a otro tiempo, un tiempo silencioso y sin embargo móvil (Lihn lo veía moverse), un tiempo atroz que pervivía sin ninguna razón, sólo por inercia.