Le conté lo de Evelyn y Annie, y su conexión con Abruzzi.
– Supongo que no me harás ni caso si te digo que te mantengas lejos de Abruzzi -dijo Morelli.
– Intento mantenerme lejos de Abruzzi.
Morelli me agarró por la pechera de la camiseta, tiró de mí y me besó. Su lengua tocó la mía y sentí un fuego líquido deslizándose por el estómago en dirección sur. Me soltó y se dio la vuelta para irse.
– ¡Oye! -dije-. ¿Qué ha sido eso?
– Locura transitoria. Me vuelves loco.
Y se fue tranquilamente por el pasillo y desapareció en el ascensor.
Me di una ducha y me puse una camiseta y unos vaqueros limpios. Esta vez decidí ponerme un poco de maquillaje y gomina en el pelo. Era como cerrar la cuadra después de que se hubieran escapado los caballos.
Fui a la cocina y me quedé mirando un rato al frigorífico, pero nada se materializó. Ni un pastel. Ni un sandwich caliente de salchichas. Ni un plato de macarrones con queso apareció mágicamente ante mis ojos. Saqué un paquete de galletas con trocitos de chocolate del congelador y me comí una. Se supone que había que hornearlas primero, pero me parecía un esfuerzo innecesario.
Había hablado con la mejor amiga de Annie y no había logrado gran cosa. Bueno, ¿qué haría yo si tuviera que proteger a mi hija de su padre? ¿Dónde iría?
Si no tuviera mucho dinero tendría que confiar en una amiga o en una persona de la familia. Tendría que irme lo bastante lejos como para que nadie reconociera mi coche y no correr el riesgo de encontrarme con Soder o uno de sus amigos. Esto reducía la zona de búsqueda al mundo entero, salvo el Burg.
Estaba pensando en el mundo cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y acababa de recibir una bolsa de serpientes, de manera que no me volvía loca la idea de abrir la puerta. Fisgué por la mirilla e hice una mueca de disgusto. Era Albert Kloughn. Pero, espera un momento, tenía una caja de pizza en la mano. Hola.
Abrí la puerta y eché un vistazo rápido al pasillo, en una y otra dirección. Estaba bastante segura de que en la bolsa había cuatro serpientes… pero no viene mal tener los ojos abiertos por si hay reptiles renegados.
– Espero no interrumpir nada -dijo Kloughn, estirando el cuello para husmear dentro del apartamento-. No tienes visitas ni nada por el estilo, ¿verdad? No sabía si vivías con alguien.
– ¿Qué pasa?
– He estado pensando en el caso Soder y tengo algunas ideas. He pensado que podríamos hacer una especie de tormenta de ideas.
Bajé la mirada a la caja que llevaba.
– He traído una pizza -dijo-. No sabía si habrías comido algo. ¿Te gusta la pizza? Si no te gusta la pizza, puedo ir a por otra cosa. Puedo traer comida mexicana, o china, o tailandesa…
Por favor, Señor, dime que esto no es una cita.
– Estoy medio prometida.
El sacudió vigorosamente la cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, como uno de esos perros que pone la gente en la parte de atrás del coche.
– Por supuesto. Suponía que lo estarías. Lo entiendo. Yo también estoy casi prometido. Tengo novia.
– ¿De verdad?
Respiró profundamente.
– No. Me lo acabo de inventar.
Le quité la caja de pizza de las manos y tiré de él al interior del apartamento. Saqué unas servilletas de papel y un par de cervezas y nos sentamos a la diminuta mesa del comedor a tomarnos la pizza.
– ¿Cuáles son esas ideas que tienes respecto a Evelyn Soder?
– He pensado que estará con una amiga, ¿correcto? O sea, que habrá tenido que ponerse en contacto con ella de alguna manera. Habrá tenido que avisarle que iba. Me imagino que lo habrá hecho por teléfono. O sea, que lo que necesitamos es la factura del teléfono.
– ¿Y?
– Eso es todo.
– Menos mal que has traído una pizza.
– En realidad es una empanada de tomate. En el Burg la llaman empanada de tomate.
– A veces. ¿Conoces a alguien en la compañía telefónica? ¿En el departamento de contabilidad?
– Suponía que tú tendrías esos contactos. ¿Te das cuenta? Por eso somos un equipo tan bueno. Yo tengo las ideas y tú tienes los contactos. Los cazarrecompensas tienen contactos, ¿verdad?
– Verdad -desgraciadamente, ninguno en la compañía telefónica.
Acabamos la pizza y saqué la bolsa de galletas congeladas de postre.
– He oído que comer masa de galletas cruda da cáncer -dijo Kloughn-. ¿No crees que sería mejor hornearlas?
Yo me como una bolsa de masa de galletas a la semana. Lo considero uno de los cuatro principales grupos alimentarios.
– Yo como masa de galletas cruda todo el tiempo -dije.
– Yo también -dijo Kloughn-. Como masa de galletas cruda sin parar. No me creo ese rollo del cáncer -miró dentro de la bolsa y sacó indeciso un trozo de masa congelada-. ¿Y tú cómo lo haces? ¿La mordisqueas? ¿O te la metes en la boca de golpe?
– No la has comido nunca, ¿verdad?
– No -pegó un bocado a una y la masticó-. Me gusta -dijo-. Está muy buena.
Le eché una mirada al reloj.
– Ahora vas a tener que irte. Hay algunos asuntos pendientes que debo solucionar.
– ¿Asuntos de cazarrecompensas? Puedes contármelo. No se lo diré a nadie, lo juro. ¿Qué vas a hacer? Apuesto a que vas a seguirle la pista a alguno. Estabas esperando a que cayera la noche, ¿verdad?
– Así es.
– ¿A quién vas a perseguir? ¿Es alguien que conozco? ¿Es alguien, cómo decir, relevante? ¿Un asesino?
– No es nadie conocido. Es un caso de violencia doméstica. Un reincidente. Estoy esperando a que pierda el conocimiento por coma etílico y voy a capturarle mientras esté inconsciente.
– Puedo ayudarte…
– ¡No!
– No me has dejado terminar. Puedo ayudarte a llevarle hasta el coche. ¿Cómo vas a meterle en el coche? Necesitarás ayuda, ¿no?
– Lula me ayudará.
– Lula tiene clase esta noche. Recuerda que te dijo que esta noche tenía que ir a la escuela nocturna. ¿Tienes alguien más que te ayude? Apuesto a que no tienes a nadie más que pueda ayudarte, ¿verdad?
Me estaba entrando un tic en el ojo. Unas pequeñas e irritantes contracciones en el párpado inferior.
– Vale -dije-, puedes venir conmigo, pero sí no hablas. Ni una palabra.
– Claro. Ni pío. Mis labios están sellados. Mira cómo me cierro los labios y tiro la llave.
Aparqué a una manzana de la casa de Andy Bender, colocando el coche entre los círculos de luz que dibujaban las farolas halógenas. El tráfico era casi nulo. Los vendedores habían cerrado los coches-tienda por el momento, para dedicarse a su actividad nocturna de robo de comercios y vehículos. Los residentes se escondían tras las puertas cerradas, con una cerveza en la mano, viendo reality shows en la televisión. Un agradable respiro dentro de su propia realidad, que no era en absoluto agradable.
Kloughn me lanzó una mirada que decía: «¿Y ahora qué?».
– Ahora a esperar -dije-. Nos cercioraremos de que no ocurre nada extraordinario.
Kloughn asintió con la cabeza y volvió a hacer el gesto de cerrarse la boca con una cremallera. Como volviera a hacerlo, le iba a dar un pescozón en el cogote.
Media hora de esperar sentados me convenció de que no quería seguir esperando.
– Vamos a mirar más de cerca -dije a Kloughn-. Sígueme.
– ¿No debería llevar una pistola o algo así? ¿Y si hay un tiroteo? ¿Tienes pistola? ¿Dónde está tu pistola?
– Me la he dejado en casa. No necesitamos armas. No consta que Andy Bender lleve pistola -era mejor no mencionar que prefería las sierras mecánicas y los cuchillos de cocina.
Me acerqué a la vivienda de Bender como si fuera mía. Regla de cazarrecompensas número diecisiete: nunca parezcas sigiloso. Las luces del exterior estaban encendidas. Las cortinas de las ventanas estaban echadas, pero no ajustaban perfectamente y se podía mirar entre las rendijas de la tela. Pegué la nariz a la ventana y espié la casa de los Bender. Andy estaba en un sillón súper mullido, con los pies en alto y un paquete de patatas sobre el pecho, muerto para el mundo. Su mujer estaba sentada en un maltrecho sofá con los ojos clavados en el televisor.