– Ya te llamaré -contesté.
Se estuvo despidiendo de nosotros con la mano hasta que desaparecimos.
– Sería genial. Llámame. ¿Tienes mi teléfono? Puedes llamarme cuando quieras. Prácticamente ni siquiera duermo.
Morelli paró en un semáforo, me miró y sacudió la cabeza.
– Pues sí, estoy empapada.
– A Albert le pareces una monada.
– Sólo quiere unirse a la pandilla -me retiré un mechón de pelo de la cara-. ¿Y tú? ¿Te parece que soy una monada?
– Creo que eres una trastornada.
– Ya. Pero aparte de eso, te parece que soy mona, ¿verdad? -le dediqué mi sonrisa de Miss América y pestañeé vertiginosamente.
Se quedó mirándome con cara de palo.
Empezaba a sentirme como Escarlata O'Hara al final de Lo que el viento se llevó, cuando está decidida a recuperar a Rhett Butler. El problema era que si recuperaba a Morelli no sabría muy bien qué hacer con él.
– La vida es complicada -dije.
– Además de verdad, bizcochito.
Me despedí de Morelli y crucé chorreando el vestíbulo de mi edificio. Seguí chorreando en el ascensor y recorrí chorreando el pasillo hasta la puerta de mi vecina, la señora Karwatt. Le pedí la copia de la llave de mi apartamento y entré en él chorreando. De pie, en medio de la cocina, me quité toda la ropa y me sequé el pelo hasta que dejé de chorrear. Miré los mensajes. Ninguno. Rex salió de su lata de sopa, me miró asombrado y volvió a la lata corriendo. No era precisamente el tipo de reacción que hace que una mujer desnuda se sienta genial… ni siquiera por parte de un hámster.
Una hora después estaba vestida con ropa seca y esperando a Lula en el portal.
– Bueno, explícame cómo es la cosa -dijo Lula cuando me acomodé en su Trans Am-. Tienes que hacer una investigación y no tienes coche.
Levanté la mano para impedir la consiguiente pregunta.
– No preguntes.
– Últimamente todo el mundo me dice «no preguntes».
– Me han robado. Me han robado el coche.
– ¡Anda ya!
– Estoy segura de que la policía lo encontrará. Mientras tanto quiero hacerle una visita a Dotty Palowsky Reinhold. Vive en South River.
– ¿Y dónde está South River?
– Tengo un mapa. Gira a la izquierda al salir del aparcamiento.
South River está en un lateral de la autopista 18. Es una pequeña ciudad encajonada entre centros comerciales y yacimientos de arcilla, y es la localidad del Estado que tiene más bares por kilómetro cuadrado. La entrada proporciona una vista panorámica del vertedero. La salida cruza el río para adentrarse en Sayreville, famosa por la gran estafa de la tierra de 1957 y por Jon Bon Jovi.
Dotty Reinhold vivía en una urbanización construida en los años sesenta. Los jardines eran pequeños. Las casas aún más. Y los coches eran grandes y numerosos.
– ¿Habías visto alguna vez tantos coches? -dijo Lula-. Cada casa tiene por lo menos tres. Están por todas partes.
Era un vecindario fácil de vigilar. Había llegado a un punto en que las casas estaban llenas de adolescentes. Los adolescentes tenían coches propios y amigos con coches propios. Uno más en la calle ni se notaría. Y mejor aún, era una urbanización. No había nadie sentado en los porches. Todo el mundo se refugiaba en los jardines traseros, del tamaño de sellos de correos, abarrotados de parrillas al aire libre, piscinas prefabricadas y montones de sillas de jardín.
Lula aparcó el coche una manzana antes, y en la acera de enfrente, de la casa de Dotty.
– ¿Tú crees que Annie y su madre estarán viviendo con Dotty?
– Si es así, lo sabremos en seguida. No se puede esconder a dos personas en el sótano si una de ellas es un niño. Se asustaría. Y los niños hablan. Si Annie y Evelyn están aquí, estarán entrando y saliendo como invitados normales.
– ¿Y nos vamos a quedar aquí sentadas hasta que lo averigüemos? A mí me parece que puede llevarnos mucho tiempo. No sé si estoy en condiciones de quedarme quieta tanto rato. ¿Y qué pasa con la comida? Además, tengo que ir al cuarto de baño. Me he tomado un refresco de tamaño gigante antes de pasar a recogerte. No me habías avisado de que esto llevaría tanto tiempo.
Miré a Lula furiosa.
– Bueno, pues tengo que ir al baño -dijo Lula-. No puedo evitarlo. Tengo que hacer pis.
– A ver qué te parece esto. Hemos pasado un centro comercial al venir, ¿qué te parece si te llevo allí, me quedo con el coche y me encargo yo sola de la vigilancia?
Media hora más tarde estaba otra vez junto al bordillo, sola, espiando a Dotty. La llovizna se había convertido en lluvia y algunas casas tenían las luces encendidas. La de Dotty estaba a oscuras. Un Honda Civic azul pasó a mi lado y entró en la parcela de Dotty. Una mujer se apeó de él y desabrochó los cinturones de los dos niños que iban en sus sillitas en el asiento de atrás. La mujer llevaba una gabardina con capucha, pero pude ver su cara en la penumbra y estaba casi segura de que era Dotty. O, para ser más exactos, estaba segura de que no era Evelyn. Los niños eran pequeños. Tal vez de dos y siete años. Y no es que yo sea una experta en niños. Toda mi experiencia infantil se reduce a mis dos sobrinas.
El pequeño grupo familiar entró en la casa y las luces se encendieron. Puse el Trans Am en marcha y me acerqué hasta llegar justo frente a la casa de los Reinhold. Ahora podía ver a Dotty claramente. Se había quitado la gabardina y se movía por la casa. La sala estaba en la parte delantera. En ella había una televisión encendida. Al fondo de la sala había una puerta que, obviamente, daba a la cocina. Dotty entraba y salía por la puerta, del frigorífico a la mesa. No se veía a más adultos. Dotty no hizo ademán de cerrar las cortinas de la sala.
A las nueve en punto los niños estaban en la cama y las luces de su cuarto se apagaron. A las nueve y cuarto Dotty recibió una llamada telefónica. A las nueve y media seguía hablando y yo me fui al centro comercial a recoger a Lula. A una manzana y media de la casa de Dotty me crucé con un estilizado coche negro que iba en dirección contraria. Pude ver a quien lo conducía: Jeanne Ellen Burrows. Casi me subo a la acera y me meto en el césped.
Cuando llegué, Lula me esperaba a la entrada del centro.
– ¡Entra! -grité-. Tengo que volver a casa de Dotty. Me he cruzado con Jeanne Ellen Burrows según salía de la urbanización.
– ¿Y qué hay de Evelyn y Annie?
– Ni rastro de ellas.
La casa estaba a oscuras cuando regresamos. El coche seguía delante de la casa. A Jeanne Ellen no se la veía por ningún sitio.
– ¿Estás segura de que era Jeanne Ellen? -preguntó Lula.
– Absolutamente. El vello del brazo se me puso de punta y me dio un repentino dolor de cabeza.
– Sí. Entonces era Jeanne Ellen.
Lula me dejó delante del portal de mi casa.
– Siempre que quieras hacer una guardia cuenta conmigo -dijo-. La vigilancia es una de mis actividades favoritas.
Cuando entré en la cocina Rex estaba dando vueltas en la rueda. Dejó de correr y me miró con los ojos brillantes.
– Buenas noticias, chicarrón -dije-. De camino a casa entré en la tienda y compré la cena.
Vacié el contenido de la bolsa sobre la encimera. Siete Tastykakes: dos Krimpets de dulce de leche, un Júnior de coco, dos KandyKakes de mantequilla de cacahuete, una magdalena con crema y un Júnior de chocolate. Hay pocas cosas mejores en la vida. Los Tastykakes son otra de las múltiples ventajas de vivir en Jersey. Los hacen en Filadelfía y los llevan a Trenton con toda su fresca dulzura. Una vez leí que se elaboran 439.000 Krimpets de dulce de leche todos los días. Y no se puede decir que sean muchos los que llegan a New Hampshire. ¿De qué sirve toda esa nieve y esos paisajes si tienes que vivir sin Tastykakes?