Me comí el Júnior de coco, un Krimpet de dulce de leche y un KandyKake. A Rex le di un trozo del Krimpet.
Las cosas no me han ido especialmente bien últimamente. En las últimas semanas he perdido tres pares de esposas y un coche, y han dejado una bolsa llena de serpientes en mi puerta. Por otro lado, las cosas tampoco están mal del todo. De hecho, podrían ir mucho peor. Podría vivir en New Hampshire, donde me vería obligada a comprar los Tastykakes por correo.
Eran casi las doce cuando me metí en la cama. Había dejado de llover y la luz de la luna se abría paso entre la capa de nubes desgarradas. Las cortinas estaban echadas y el dormitorio a oscuras.
La ventana de mi dormitorio daba a una vieja escalera de incendios. Era práctica para tomar el aire fresco en noches calurosas. Y para secar la ropa, poner en cuarentena las plantas de interior cuando tenían parásitos y enfriar las cervezas cuando llegaba el frío. Desgraciadamente, también era un sitio en el que pasaban cosas malas. Benito Ramírez había sido abatido a tiros en mi escalera de incendios. La verdad es que no es fácil subir por una escalera de incendios, pero tampoco es imposible.
Estaba tumbada en la oscuridad, cavilando sobre las ventajas de los Juniors de coco sobre los Krimpets de dulce de leche, cuando oí unos ruidos como de arañazos detrás de las cortinas del dormitorio. Había alguien en la escalera de incendios. Sentí que un chorro de adrenalina abrasaba mi corazón y bombeaba en mis entrañas. Salté de la cama, corrí a la cocina y llamé a la policía. Luego saqué la pistola de la lata de galletas. Sin balas. Maldita sea. Piensa, Stephanie… ¿Dónde pusiste las balas? Solía haber unas cuantas en el azucarero. Ya no. El azucarero estaba vacío. Revolví en los cajones y logré encontrar cuatro balas. Las metí en mi Smith amp; Wesson del calibre 38 y cinco tiros y volví al dormitorio.
Me quedé quieta en la oscuridad y escuché. Ya no se oían los ruidos en la ventana. El corazón me latía con fuerza y la pistola me temblaba en la mano. Contrólate, me dije. Probablemente no era más que un pájaro. Un búho. Son aves nocturnas, ¿no? La tonta de Stephanie, aterrada por un búho.
Me acerqué a la ventana y escuché atentamente. Silencio. Abrí la cortina una fracción de centímetro para mirar.
¡Ayyy!
Había un tío enorme en la escalera. Sólo le vi un instante, pero se parecía a Benito Ramírez. ¿Cómo era posible? Ramírez estaba muerto.
Oí un tremendo estruendo y entonces me di cuenta de que le había disparado las cuatro balas al tipo de la escalera a través de la ventana.
¡Cáscaras! Aquello no estaba bien. En primer lugar, podía haberme cargado a alguien. Y odio hacerlo. En segundo lugar, no tenía ni idea de si aquel tipo llevaba pistola, y la justicia tuerce el gesto cuando alguien dispara contra gente desarmada. A la justicia ni siquiera le hace mucha ilusión que se dispare contra gente armada. Y lo que era peor, me había cargado la ventana.
Corrí la cortina a un lado y puse la nariz contra el cristal. Allí no había nadie. Miré con más atención y vi que le había disparado a una figura de cartón de tamaño natural. Estaba tirada en el suelo de la escalera de incendios y tenía varios agujeros.
Todavía estaba aturdida, respirando agitadamente y con la pistola en la mano, cuando oí ulular la sirena de la policía a lo lejos. Estupendo, Stephanie. Para una vez que llamo a la policía, resulta ser una falsa alarma bochornosa. Una perversa tomadura de pelo. Como las serpientes.
¿Y quién haría una cosa así? Alguien que supiera que a Ramírez lo mataron en mi escalera de incendios. Dejé escapar un suspiro. Todo el Estado sabía lo de Ramírez. Salió en todos los periódicos. Bueno, entonces alguien que tuviera acceso a aquellas figuras de cartón. Cuando Ramírez boxeaba había cientos de ellas por todas partes. Ahora ya no se veían tanto. Una persona me vino a la mente: Eddie Abruzzi.
Un coche patrulla entró en el aparcamiento del edificio con las luces parpadeando y de él salió un poli de uniforme.
Abrí la ventana y me asomé afuera.
– Falsa alarma -grité-. No hay nadie. Habrá sido un pájaro.
Levantó la mirada hacia mí.
– ¿Un pájaro?
– Creo que era un búho. Un búho muy grande. Perdona por haberte molestado.
Me saludó con la mano, se metió en el coche y se fue.
Cerré la ventana con seguro, aunque no tenía mucho sentido, ya que faltaba gran parte del cristal. Me fui a la cocina y me comí el otro Júnior de chocolate. Estaba medio dormida, pensando en los valores nutricionales de un desayuno a base de magdalenas rellenas de crema, cuando llamaron a la puerta.
Era Tank, la mano derecha de Ranger.
– Tu coche apareció en una tienda de vehículos de segunda mano -dijo, entregándome mi bolso-. Esto estaba en el suelo de la parte de atrás.
– ¿Y mi coche?
– En tu aparcamiento -me dio las llaves-. El coche está bien, salvo por una cadena que tiene enganchada al guardabarros. No sabíamos de qué se trataba.
Cuando Tank se fue cerré la puerta, regresé tambaleándome a la cocina y me comí el paquete de magdalenas. Me dije a mí misma que podía comérmelas, ya que se trataba de una celebración. Había recuperado mi coche. Las calorías no cuentan cuando se trata de celebrar algo. Todo el mundo lo sabe.
Estaría bien tomar un café, pero, aquella mañana, hacerlo me parecía un esfuerzo ímprobo. Tenía que cambiar el filtro, poner el café y el agua, y apretar el botón. Y eso sin mencionar que el café me despertaría, y no creía que estuviera preparada para afrontar el día. Lo mejor sería volverme a la cama.
Acababa de meterme entre las sábanas cuando el timbre de la puerta sonó otra vez. Me puse una almohada encima de la cabeza y cerré los ojos. El timbre siguió sonando.
– ¡Lárguese! -grité-. ¡No hay nadie en casa!
Entonces empezaron a llamar con los nudillos. Y a tocar el timbre. Tiré la almohada y me levanté de la cama. Fui hasta la puerta con paso decidido, la abrí de un tirón y miré con furia.
– ¿Qué?
Era Kloughn.
– Es sábado -dijo-. He traído donuts. Yo desayuno donuts todos los sábados por la mañana.
Miró más atentamente.
– ¿Te he despertado? Madre mía, no tienes muy buena pinta al levantarte, ¿verdad? No me extraña que no te hayas casado. ¿Siempre duermes con chándal? ¿Cómo consigues que el pelo se te levante de esa manera?
– ¿Qué te parecería romperte la nariz por segunda vez? -pregunté.
Kloughn pasó por mi lado y se metió en el apartamento.
– He visto el coche en el aparcamiento. ¿Lo ha encontrado la policía? ¿Tienes mis esposas?
– No tengo tus esposas. Y vete de mi casa. Largo.
– Sólo necesitas un café -dijo Kloughn-. ¿Dónde tienes los filtros? Yo también me levanto hecho un cascarrabias. Y en cuanto tomo un café, vuelvo a ser persona.
¿Por qué a mí?, pensé.
Kloughn sacó el café del frigorífico y puso la cafetera en marcha.
– No estaba seguro de si los cazarrecompensas trabajaban los sábados -dijo-, pero he pensado que más vale prevenir que lamentar. Y aquí me tienes.
Estaba muda.
La puerta de entrada seguía abierta y oí que alguien, detrás de mí, golpeaba suavemente en el quicio. Era Morelli.
– ¿Interrumpo algo? -preguntó.
– No es lo que parece -dijo Kloughn-. Simplemente he traído donuts de mermelada.
Morelli me echó un vistazo.
– Horripilante.
Le miré con los ojos entornados.
– He pasado una mala noche.
– Eso me han contado. Por lo visto te vino a visitar un gran pájaro. ¿Un búho?
– ¿Y?
– ¿Hizo algún estropicio?
– Nada digno de mención.
– Ahora te veo más que cuando estábamos viviendo juntos -dijo Morelli-. ¿No estarás organizando todas estas movidas sólo para que me pase por aquí, verdad?