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– Eh, yo te conozco -dijo Lula a la mujer que entraba en la oficina-. Intentaste matarme.

Era Maggie Masón. La habíamos conocido en un caso anterior. Nuestras relaciones con Maggie empezaron mal, pero acabaron bien.

– ¿Sigues dedicándote a la lucha libre en el barro en el Snake Pit? -preguntó Lula.

– El Snake Pit cerró -Maggie se encogió de hombros como queriendo decir «esas cosas pasan»-. De todas formas, ya era hora de cambiar. La lucha libre estuvo bien durante algún tiempo, pero mi sueño siempre fue abrir una librería. Cuando el Pit cerró convencí a uno de los dueños para que se metiera en negocios conmigo. Por eso he pasado por aquí. Vamos a ser vecinas. Acabo de firmar el contrato de alquiler del edificio de al lado.

Estaba sentada en mi coche medio destrozado, frente a la oficina de Vinnie, pensando en qué hacer a continuación, cuando sonó el móvil.

– Tienes que hacer, algo -me dijo la abuela Mazur-. Mabel acaba de estar en casa, por decimocuarta vez. Nos está volviendo locas. Primero se pasa el día haciendo tartas y luego nos las trae a nosotras porque ya no le caben en su casa. La tiene alfombrada de tartas. Y esta última vez se ha puesto a llorar. A llorar. Ya sabes que aquí lo de llorar no nos hace mucha gracia.

– Está preocupada por Evelyn y Annie. Es la única familia que le queda.

– Pues encuéntralas -dijo la abuela-. Ya no sabemos qué hacer con tantos bizcochos de café.

Fui en el coche hasta la calle Key y aparqué delante de la casa de Evelyn. Pensé en Annie, durmiendo en su habitación del piso de arriba, jugando en el pequeño jardín de atrás. Una niñita de pelo rojo y rizado, y ojos grandes y profundos. Una cría que era la mejor amiga de mi sobrina, el caballo. ¿Qué clase de niña haría buenas migas con Mary Alice? No es que Mary Alice no sea una niña estupenda pero, seamos sinceros, se sale un poquito de lo normal. Seguramente tanto Mary Alice como Annie se sentían fuera de lugar y necesitaban una amiga. Y se encontraron la una a la otra.

«Háblame», le dije a la casa. «Cuéntame un secreto».

Estaba esperando a que la casa me contara algo cuando un coche se detuvo detrás de mí. Era un gran Lincoln negro y había dos hombres en los asientos delanteros. No tuve que pensar demasiado ni demasiado tiempo para deducir que eran Abruzzi y Darrow.

Lo más inteligente habría sido arrancar sin mirar atrás. Puesto que tengo un largo historial de hacer muy rara vez lo más inteligente, puse el seguro de la puerta, abrí un pequeño resquicio en la ventana y esperé a que Abruzzi viniera a hablar conmigo.

– Has cerrado la puerta -dijo Abruzzi cuando se me acercó-. ¿Tienes miedo de mí?

– Si tuviera miedo habría puesto el motor en marcha. ¿Viene mucho por aquí?

– Me gusta inspeccionar mis propiedades -respondió-. ¿Qué haces aquí? No estarás pensando en volver a allanar la casa, ¿verdad?

– No. Sólo estoy disfrutando de las vistas. Qué rara coincidencia que siempre aparezca cuando vengo por aquí.

– No es una coincidencia -dijo Abruzzi-. Tengo informadores por todas partes. Sé todo lo que haces.

– ¿Todo?

Se encogió de hombros.

– Muchas cosas. Por ejemplo, sé que estuviste en el parque el sábado. Y que después tuviste un desafortunado incidente en el coche.

– Algún subnormal creyó que tendría gracia meter unas arañas en mi coche.

– ¿Te gustan las arañas?

– No están mal. No son tan divertidas como los conejitos, por ejemplo.

– Tengo entendido que le diste a un coche aparcado.

– Una de las arañas me pilló por sorpresa.

– En una batalla el factor sorpresa es importante.

– Esto no es una batalla. Intento tranquilizar a una pobre anciana encontrando a una niña.

– Debes de pensar que soy estúpido. Eres una cazarrecompensas. Una mercenaria. Sabes perfectamente de qué va esto. Estás metida en ello por el dinero. Sabes lo que está en juego. Y sabes lo que estoy intentando recuperar. Lo que no sabes es con quién estás tratando. Por ahora estoy jugando contigo, pero en algún momento el juego llegará a aburrirme. Si no te has puesto de mi lado cuando llegue ese momento, iré a por ti sin piedad y te arrancaré el corazón mientras todavía esté latiendo.

Puag.

Iba vestido con traje y corbata. Con mucho estilo. Todo parecía caro. Sin manchas de grasa en la corbata. Era un demente, pero por lo menos iba bien vestido.

– Creo que me voy a ir ya -dije-. Usted probablemente necesitará ir a casa a tomar la medicación.

– Me alegro de saber que te gustan los conejitos -dijo él.

Puse el motor en marcha y arranqué. Abruzzi se quedó de pie, observando cómo me alejaba. Miré por el retrovisor para descubrir si me seguían. No vi a nadie. Giré por un par de calles. No me seguían. Tenía una sensación desagradable en el estómago. Se parecía mucho al horror.

Pasé por delante de la casa de mis padres y vi el Buick de mi tío Sandor aparcado a la entrada. Mi hermana estaba usando el coche del tío hasta que ahorrara suficiente dinero para comprarse uno. Pero a esa hora tenía que estar en el trabajo. Aparqué detrás de ella y entré en casa. La abuela Mazur, mi madre y Valerie estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. Cada una tenía una taza de café delante, pero ninguna bebía.

Yo opté por tomarme un refresco y me senté en la cuarta silla.

– ¿Qué pasa?

– Han despedido a tu hermana del banco -dijo la abuela Mazur-. Se ha peleado con su jefe y la han despedido fulminantemente.

¿Valerie peleándose con alguien? ¿Santa Valerie? ¿La hermana con el mismo carácter que el pudín de vainilla?

Cuando éramos niñas, Valerie siempre entregaba los deberes a tiempo, hacía la cama antes de ir al colegio y se decía que tenía un asombroso parecido con las serenas estatuas de escayola de la Virgen María que se encontraban en los jardines y las iglesias del Burg. Incluso la regla de Valerie venía y se iba serenamente, llegando siempre puntualmente, al minuto, con delicado flujo y cambios de humor que iban de encantadora a más encantadora.

Yo era la hermana que sufría de dolor de ovarios.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Cómo has podido tener una pelea con tu jefe? Acababas de empezar en ese trabajo.

– Se puso irracional -dijo Valerie-. Y cruel. Cometí un error minúsculo y se puso como una fiera, y empezó a gritarme delante de todo el mundo. Y sin darme cuenta me puse a contestarle en el mismo tono. Y me despidió.

– ¿Le gritaste?

– Últimamente he estado un poco alterada.

Sin coña. El mes pasado decidió que iba a intentar hacerse lesbiana y ahora le daba por gritar. ¿Qué sería lo próximo? ¿Darle una vuelta completa a la cabeza?

– ¿Y qué error cometiste?

– Tiré un poco de sopa. Eso fue todo. Se me cayó un poco de sopa.

– Era una de esas sopas instantáneas -dijo la abuela-. Una de esas que tienen fideos pequeñitos. Valerie la derramó encima de un ordenador, la sopa se coló por todas las aberturas y se cargó el sistema. Casi tienen que cerrar el banco.

Yo no quería que le pasara nada malo a Valerie. Pero no dejaba de ser agradable ver que la cagaba después de toda una vida de perfección.

– Me imagino que no habrás recordado nada nuevo de Evelyn -dije a Valerie-. Mary Alice dijo que Annie y ella eran amigas íntimas.

– Eran amigas del colegio -dijo Valerie-. No recuerdo haber visto nunca a Annie.

Miré a mi madre.

– Y tú, ¿conociste a Annie?

– Evelyn solía traerla por aquí cuando era más pequeña, pero dejaron de visitarnos hace un par de años, cuando Evelyn empezó a tener problemas. Y Annie nunca vino a casa con Mary Alice. Más aún, creo que Mary Alice nunca nos habló de Annie.

– Al menos nada que pudiéramos entender -dijo la abuela-. Puede que nos dijera algo en el idioma de los caballos.