– Le tienes miedo a Soder.
– Es una persona horrible.
– Deberías contarme lo que está pasando. Podría ayudarte -al menos, esperaba poder ayudarla.
– Necesito pensármelo -dijo Dotty-. Te agradezco el ofrecimiento, pero necesito pensármelo.
– Me pasaré mañana por la mañana para ver si estás bien -dije-. Tal vez mañana podamos aclarar todo esto.
Lula y yo ya estábamos a medio camino de Trenton y ninguna de las dos había dicho una palabra.
– La vida se está volviendo cada vez más rara -dijo Lula por fin.
Aquella frase resumía en gran medida mis pensamientos. Supongo que había progresado un poco. Había hablado con Evelyn. Ya sabía que, por el momento, se encontraba en lugar seguro. Y sabía que no estaba demasiado lejos. Dotty había tardado en ir y volver menos de una hora.
Soder se estaba poniendo muy pesado, pero entendía su comportamiento. Era un capullo, pero también era un padre preocupado. Lo más probable era que Dotty estuviera negociando una especie de tregua entre Evelyn y Soder.
A la que no podía entender era a Jeanne Ellen. El hecho de que siguiera vigilando la casa me preocupaba. Ahora que Dotty conocía la existencia de Jeanne Ellen, permanecer al acecho parecía algo sin sentido. Entonces, ¿por qué seguía Jeanne Ellen enfrente de la casa de Dotty cuando nos fuimos? Era posible que Jeanne Ellen quisiera ejercer cierta presión acosándola. Intentar que Dotty capitulara a base de hacerle la vida insoportable. Había otra posibilidad, que parecía algo desatinada pero que había que tener en cuenta: la protección. Jeanne Ellen estaba allí como la escolta de la reina. Tal vez Jeanne Ellen estaba protegiendo el vínculo entre Evelyn y Annie. Esto me planteaba una serie de preguntas que no era capaz de contestar, tales como: ¿de quién protegía Jeanne Ellen a Dotty? ¿De Abruzzi?
– ¿Estarás a las nueve? -me preguntó Lula cuando aparqué delante de la oficina.
– Supongo que sí. ¿Y tú?
– No me lo perdería por nada del mundo.
De camino a casa me detuve en la tienda y compré algunas cosas. Para cuando llegué al apartamento ya era la hora de la cena y el edificio estaba lleno de aromas de comida. Sopa minestrone detrás de la puerta de la señora Karwatt. Burritos en el otro extremo del pasillo.
Llegué a mi puerta con la llave en la mano y me quedé helada. Si Abruzzi podía meterse en un coche cerrado con llave, también podría entrar en el apartamento. Había que tener cuidado. Metí la llave en la cerradura. La giré. Abrí la puerta. Me quedé un momento quieta en el descansillo, con la puerta abierta, tomándole el pulso al apartamento. Escuchando el silencio. Tranquilizada por los latidos de mi corazón y el hecho de que no se hubiera lanzado a devorarme una jauría de perros furiosos.
Atravesé el umbral, dejando la puerta abierta, y recorrí las habitaciones, abriendo cuidadosamente cajones y armarios. Ninguna sorpresa, gracias a Dios. Sin embargo, sentía algo peculiar en el estómago. Me estaba costando mucho borrar la amenaza de Abruzzi de mi cabeza.
– Toc, toc -dijo una voz desde el quicio de la puerta.
Kloughn.
– Estaba por el barrio -dijo-, y se me ha ocurrido pasar a saludarte. Además, traigo comida china. Era para mí, pero he comprado demasiada. Y he pensado que podría apetecerte. Pero no te la tienes que comer si no quieres. Aunque, claro, si te apeteciera sería genial. No sé si te gusta la comida china. O si prefieres comer sola. O…
Agarré a Kloughn y tiré de él hacia el interior del apartamento.
– ¿Qué es esto? -dijo Vinnie cuando me presenté con Kloughn.
– Albert Kloughn -dije-. Abogado.
– ¿Y?
– Me ha invitado a cenar y yo le he invitado a venir con nosotros.
– Parece el muñequito de las galletas. ¿Qué te ha dado de cenar, bollitos de mantequilla?
– Comida china -dijo Kloughn-. Ha sido uno de esos impulsos incontrolables. De repente me apetecía comida china.
– No me vuelve loco la idea de llevarme a un abogado a una detención -dijo Vinnie.
– No pienso denunciarle, se lo juro por Dios -dijo Kloughn-. Y fíjese, tengo una linterna, y un spray de defensa y todo. Estoy pensando en comprarme una pistola, pero no acabo de decidirme entre una de seis balas o una semiautomática. Aunque tiendo a inclinarme por la semiautomática.
– Decídete por la semiautomática -recomendó Lula-. Le caben más balas. Uno nunca tiene suficientes balas.
– Quiero un chaleco antibalas -dije a Vinnie-. La última vez que hicimos una detención juntos lo destrozaste todo a tiro limpio.
– Fueron unas circunstancias especiales -replicó Vinnie.
Sí, vale.
Kloughn y yo nos pertrechamos con sendos chalecos Kevlar y los cuatro nos metimos en el Cadillac de Vinnie.
Media hora más tarde estábamos aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Bender.
– Ahora vais a ver cómo trabaja un profesional -dijo Vinnie-. Tengo un plan y espero que cada uno cumpla su cometido, de manera que escuchad con atención.
– ¡Madre mía! -suspiró Lula-. Un plan.
– Stephanie y yo nos ocuparemos de la puerta principal -prosiguió Vinnie-. Lula y el clown cubrirán la puerta trasera. Todos entramos al mismo tiempo y entre todos reducimos a ese hijo de la gran puta.
– Menudo pedazo de plan -dijo Lula-. Nunca se me habría ocurrido una cosa así.
– K-l-o-u-g-h-n -corrigió Albert.
– Lo único que tenéis que hacer es esperar a que yo grite: «Agentes de fianzas» -dijo Vinnie-. Entonces forzamos las puertas y entramos todos gritando: «Quietos…, agentes de fianzas».
– Yo no lo voy a hacer -me opuse-. Me sentiría como una idiota. Eso sólo lo hacen en televisión.
– A mí me gusta -dijo Lula-. Siempre he querido forzar una puerta y entrar gritando cosas.
– Quizá me equivoque -intervino Kloughn-, pero forzar las puertas puede que sea ilegal.
– Sólo es ilegal si no es la casa indicada -dijo Vinnie mientras se ajustaba la hebilla de una cartuchera de nailon.
Lula sacó una Glock de su bolso y se la colocó en la cintura de la minifalda de lycra.
– Estoy lista -dijo-. Qué pena que no nos acompañe un equipo de televisión. Esta falda amarilla se vería de maravilla.
– Yo también estoy listo -dijo Kloughn-. Llevo la linterna por si se van las luces.
No quería alarmarle, pero ésa no es la razón por la que los cazarrecompensas llevan linternas de un kilo de peso.
– ¿Alguien ha comprobado si Bender está en casa? -pregunté-. ¿Alguien ha hablado con su mujer?
– Vamos a escuchar debajo de la ventana -propuso Vinnie-. Parece que hay alguien viendo la televisión.
Todos cruzamos el césped de puntillas, nos pegamos a la pared y escuchamos agazapados debajo de la ventana.
– Parece una peli -dijo Kloughn-. Parece una peli guarra.
– Entonces Bender tiene que estar en casa -dijo Vinnie-. Su mujer no va a estar ahí tirada y sola viendo una película porno.
Lula y Kloughn rodearon la casa para ir por la puerta de atrás, y Vinnie y yo nos acercamos a la entrada principal. Vinnie sacó la pistola y llamó a la puerta, que habían remendado con una gran plancha de contrachapado.
– ¡Abran! -gritó Vinnie-. ¡Agentes de fianzas!
Dio un paso hacia atrás y estaba a punto de darle una patada a la puerta con la bota, cuando oímos a Lula entrar por la puerta de atrás gritando como una loca.
Antes de que pudiéramos reaccionar, la puerta principal se abrió de golpe y un sujeto desnudo salió corriendo y casi me tira escalones abajo. Dentro de la casa se formó un pandemónium. Había hombres que intentaban huir, unos desnudos y otros vestidos, todos blandiendo sus armas y gritando: «¡Quítate d'emmedio, joputa!».
Lula estaba en el centro de todo aquello.
– ¡Eh! -gritaba-. ¡Esto es una operación de la policía judicial! ¡Todo el mundo quieto!