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– ¿Te gruñó?

– Fue aterrador.

– Oye, Valerie -dije-. ¿Tienes algún problema?

No hubo respuesta.

– Tengo una idea -dijo la abuela-. ¿Por qué no le damos una sacudida con tu pistola eléctrica? Y una vez que esté frita le podemos quitar el mando.

Pensé en la pistola eléctrica que llevaba en el bolso. No me vendría mal ponerla a prueba. Ni siquiera me importaría darle una descarga a Valerie. La verdad era que llevaba pensándolo en secreto desde hacía años. Eché una mirada a mi madre y me sentí inmediatamente disuadida.

– Quizá pueda conseguirte un trabajo -dije a Valerie-. ¿Estarías dispuesta a trabajar para un abogado?

Mantuvo la mirada fija en el televisor.

– ¿Está casado?

– No.

– ¿Gay?

– No lo creo.

– ¿Qué edad tiene?

– No estoy muy segura. Unos dieciséis años -saqué el móvil del bolso y marqué el número de Kloughn.

– ¡Guau, sería genial que tu hermana trabajara para mí! -dijo Kloughn-. Podría tomarse todo el tiempo que quisiera para almorzar. Y podría hacer la colada en el trabajo.

Corté la comunicación y me volví hacia Valerie.

– Ya tienes trabajo.

– Qué faena -dijo Valerie-. Estaba empezando a cogerle el gusto al rollo este de la depresión. ¿Tú crees que él tío ese se casará conmigo?

Levanté los ojos al cielo mentalmente, escribí la dirección de Kloughn en un trozo de papel y se la di a Valerie.

– Puedes empezar mañana a las nueve. Si llega tarde, le esperas en la lavandería. No te costará mucho reconocerle. Es un tío que lleva los dos ojos morados.

Mi madre se volvió a santiguar.

Rapiñé de la nevera un par de lonchas de mortadela y una de queso y me dirigí a la puerta. Quería irme de casa antes de tener que contestar más preguntas sobre Kloughn.

El teléfono empezó a sonar cuando ya me iba.

– Espera -me dijo la abuela-. Me llama Florence Szuch para decirme que está en el centro comercial y que Evelyn Soder está comiendo en la zona de restaurantes.

Salí corriendo y la abuela se vino detrás de mí.

– Yo también voy -dijo-. Tengo derecho, ya que ha sido mi confidente la que ha llamado.

Entramos en el coche y salimos disparadas. El centro comercial estaba a veinte minutos, con buen tráfico. Esperaba que Evelyn comiera despacito.

– ¿Estaba segura de que era Evelyn?

– Sí. Evelyn y Annie con otra mujer y sus dos hijos.

Dotty y sus niños.

– No he tenido tiempo de coger el bolso -dijo la abuela-. O sea que no llevo pistola. Voy a sentirme muy decepcionada si hay un tiroteo y soy la única sin pistola.

Si mi madre supiera que la abuela lleva una pistola en el bolso le daría un soponcio.

– En primer lugar, yo tampoco llevo pistola -dije-. Y en segundo lugar, no va a haber ningún tiroteo.

Tomé la autopista 1 y pisé el acelerador a fondo. Así entré en el flujo del tráfico. En Jersey consideramos que el límite de velocidad no es más que una mera sugerencia. En Jersey nadie se tomaría en serio respetar el límite de velocidad.

– Deberías ser piloto de carreras -comentó la abuela-. Serías muy buena. Podrías participar en una de esas carreras NASCAR. Yo me presentaría, pero seguro que te exigen el carné de conducir, y yo no lo tengo.

Vi el indicativo del centro comercial y tomé la salida lateral con los dedos cruzados. Lo que había empezado como un favor a Mabel se había convertido en una cruzada. Necesitaba hablar con Evelyn. Era decisivo para acabar con aquel juego de guerra. Y acabar el juego de guerra era decisivo para que no me arrancaran el corazón.

Conocía el centro comercial al milímetro y aparqué en la puerta más cercana a la zona de restaurantes. Pensé decirle a la abuela que se quedara en el coche, pero habría sido una pérdida de tiempo.

– Si Evelyn sigue ahí, tengo que hablar con ella a solas -dije a la abuela-. Tú vas a tener que mantenerte al margen.

– Claro. No hay problema.

Entramos juntas en el centro comercial y nos encaminamos, apretando el paso, a la zona de restaurantes. Mientras caminábamos, iba mirando a la gente, buscando a Evelyn y a Dotty. El centro estaba moderadamente concurrido. No abarrotado, como los fines de semana. Con gente suficiente para esconderme. Contuve la respiración cuando vi a Dotty y a los niños. Había memorizado la foto de Evelyn y Annie, y ellas también estaban allí.

– Ahora que estoy aquí no me importaría comerme una rosquilla de las grandes -dijo la abuela.

– Tú vete a por la rosquilla y yo voy a hablar con Evelyn. Pero no salgas de la zona de restaurantes.

Me separé de la abuela y, de repente, la luz se desvaneció delante de mí. Era la sombra de Martin Paulson. Su aspecto no era muy diferente del que tenía en el aparcamiento de la comisaría, cuando rodaba por el suelo con las esposas y los grilletes. Pensé que cuando uno tiene las formas de Paulson sus opciones respecto a la moda quedan muy reducidas.

– Vaya, mira quién está aquí -dijo Paulson-. Es la querida Miss Gilipollas.

– Ahora no -dije sorteándole.

El se movió a la par, bloqueándome el paso.

– Tengo un asunto pendiente contigo.

Vaya suerte tengo. Cuando por fin encuentro a Evelyn, se me cruza Martin Paulson buscando pelea.

– Olvídalo -dije-. ¿Y tú que haces aquí?

– Trabajo aquí, en la droguería, y ésta es mi hora de comer. Fui acusado erróneamente, ¿sabes?

Sí, ya.

– Quítate de en medio.

– Quítame tú.

Saqué la pistola eléctrica del bolso, la pegué a la enorme barriga de Paulson y la activé. No pasó nada.

Paulson bajó la mirada a la pistola.

– ¿Qué es esto? ¿Un juguete?

– Es una pistola eléctrica -Una pistola eléctrica de mierda que no sirve para nada.

Paulson me la quitó y la miró con curiosidad.

– Mola -dijo. La apagó y la volvió a encender. Luego me tocó el brazo con ella. Vi un fogonazo en mi cabeza y todo se oscureció.

Antes de que la oscuridad volviera a ser luz, empecé a oír voces lejanas. Me esforcé por escucharlas y se fueron haciendo más claras y perceptibles. Logré abrir los ojos y algunas caras empezaron a dar vueltas en mi campo de visión. Parpadeé para disminuir el aturdimiento y fui adquiriendo dominio de la situación. Estaba tumbada boca arriba en el suelo. Médicos de urgencia inclinados sobre mí. Máscara de oxígeno en la cara. Tensiómetro en el brazo. Detrás de los médicos, la abuela tenía cara de preocupación. Detrás de la abuela, Paulson observaba por encima de su hombro. Paulson. Ahora recordaba. ¡Aquel hijo de puta me había dejado fuera de combate con mi propia pistola eléctrica!

Me incorporé de un salto y me lancé hacia él. Las piernas me fallaron y caí de rodillas.

– ¡Paulson, pedazo de cerdo! -grité.

Yo trataba de quitarme la mascarilla de oxígeno y los médicos intentaban que no me la quitara. Era como si se repitiera el ataque de los gansos.

– Creí que estabas muerta -dijo la abuela.

– Ni por asomo. Me di una descarga con la pistola eléctrica sin querer.

– Ahora te reconozco -dijo uno de los médicos-. Eres la cazarrecompensas que incendió la funeraria.

– Yo también participé -intervino la abuela-. Tenían que haber estado allí. Fueron como fuegos artificiales.

Me levanté y comprobé que podía andar. Me sentía un poco inestable, pero no me caí. Era buena señal, ¿no?

La abuela me pasó mi bolso.

– Un gordito encantador me dio tu pistola eléctrica. Supongo que se te cayó en medio del follón. Te la he metido en el bolso -dijo.

A la primera oportunidad que se me presentara iba a tirar la puñetera pistola al río Delaware. Miré alrededor, pero Evelyn había desaparecido.