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– ¿No habrás visto por casualidad a Evelyn y a Annie? -pregunté a la abuela.

– No. Me estaba comprando una de esas rosquillas blanditas y grandes, y les pedí que me la bañaran en chocolate.

Dejé a la abuela en casa de mis padres y me fui a mi apartamento. Estuve un rato parada en el descansillo antes de insertar la llave en la cerradura. Respiré hondo, abrí la cerradura y empujé la puerta. Entré en el pequeño recibidor y canturreé muy bajito: «¿Quién teme al lobo feroz?…». Me asomé a la cocina y experimenté una sensación de alivio. Allí todo parecía en orden. Pasé a la sala y dejé de cantar. Steven Soder estaba sentado en mi sofá. Se le veía ligeramente inclinado a un lado, con el mando a distancia en una mano; pero no estaba viendo la televisión. Estaba muerto, muerto, muerto. Tenía los ojos lechosos y ciegos, los labios separados, como si le hubieran dado una sorpresa, la piel de una palidez fantasmagórica, y presentaba un agujero de bala en medio de la frente. Llevaba un jersey ancho y pantalones caquis. Y estaba descalzo.

Zambomba, ¿es que no es suficiente tener un tío muerto sentado en el sofá? Además, ¿tiene que estar escalofriantemente descalzo?

En silencio, salí reculando de la sala y del apartamento. En el descansillo intenté llamar al 091 desde el móvil, pero me temblaban las manos y tuve que intentarlo varias veces antes de lograrlo.

Me quedé en el descansillo hasta que llegó la policía. Cuando el apartamento estaba repleto de policías, entré sigilosamente en la cocina, envolví con mis brazos la jaula de Rex y lo saqué del apartamento para que estuviera conmigo en el descansillo.

Aún estaba en el descansillo con la jaula del hámster en brazos cuando llegó Morelli. La señora Karwatt, la vecina de enfrente, e Irma Brown, del piso de arriba, me estaban haciendo compañía. Detrás de la puerta del señor Wolesky se oía un capítulo de Regis. El señor Wolesky no se perdería Regís ni por un homicidio. Aunque fuera una reposición.

Yo estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, con la jaula del hámster en el regazo. Morelli se agachó a mi lado y miró a Rex.

– ¿Se encuentra bien?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó Morelli-. ¿Te encuentras bien?

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No, yo no me encontraba bien.

– Estaba sentado en el sofá -dijo Irma a Morelli-. ¿Te lo imaginas? Ahí sentado, tan tranquilo, con el mando en la mano -sacudió la cabeza-. Ahora ese sofá tiene el mal fario de la muerte. Yo también lloraría si mi sofá tuviera el mal fario de la muerte.

– El mal fario de la muerte no existe -dijo la señora Karwatt.

Irma la miró.

–  ¿Usted se sentaría ahora en ese sofá?

La señora Karwatt apretó los labios.

– ¿Y bien? -preguntó Irma.

– Quizá, si se lavara muy bien.

– El mal fario no se puede lavar -dijo Irma. Se acabó la discusión. La voz de la autoridad.

Morelli se sentó a mi lado, también con la espalda apoyada en la pared. La señora Karwatt se fue. Y luego Irma. Nos quedamos solos Morelli y yo, y Rex.

– ¿Y tú que piensas del mal fario? -preguntó Morelli.

– No sé qué cono es el mal fario, pero estoy lo suficientemente aterrada como para querer deshacerme de ese sofá. Y voy a hervir el mando y a meterlo en lejía.

– Esto se ha puesto muy mal -dijo Morelli-. Ya ha dejado de ser un juego. ¿La señora Karwatt oyó o vio algo raro?

Negué con la cabeza.

– La casa de uno tiene que ser un lugar seguro -dije a Morelli-. ¿Adonde puedes ir cuando sientes que tu casa ya no es un lugar seguro?

– No lo sé -dijo Morelli-. Nunca he tenido que planteármelo.

Pasaron horas antes de que se llevaran el cadáver y precintaran el apartamento.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Morelli-. No puedes quedarte aquí esta noche.

Nos miramos a los ojos y los dos pensamos en lo mismo. Un par de meses antes Morelli no habría hecho esa pregunta. Habría pasado la noche con él. Ahora las cosas habían cambiado.

– Me iré a casa de mis padres -dije-. Sólo por esta noche. Hasta que se me ocurra qué hacer.

Morelli entró en el apartamento a recoger algo de ropa y puso lo más esencial en una bolsa de deporte. Nos metió a Rex y a mí en su furgoneta y nos llevó al Burg.

Valerie y las niñas ocupaban la que había sido mi habitación, así que dormí en el sofá, con Rex a mi lado en el suelo. Tengo amigos que toman Xanax para dormir. Yo tomo macarrones con queso. Y si me los hace mi mamá, mucho mejor.

Comí macarrones con queso a las once y caí en un profundo sueño. Comí más macarrones a las dos y otra vez a las cuatro y media. El microondas es un invento maravilloso.

A las siete y media me despertó un griterío que venía del piso de arriba. Mi padre estaba provocando su habitual atasco en el cuarto de baño.

– Tengo que cepillarme los dientes -decía Angie-. Voy a llegar tarde al colegio.

– ¿Y qué pasa conmigo? -quiso saber la abuela-. Soy vieja. No puedo esperar eternamente -golpeó la puerta del baño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo ahí dentro?

Mary Alice relinchaba como un caballo, galopaba sin moverse del sitio y coceaba la puerta.

– Deja de galopar -gritó la abuela-. Me estás levantando dolor de cabeza. Baja a la cocina y cómete unas tortitas.

– ¡Heno! -replicó Mary Alice-. Los caballos comen heno. Y yo ya he comido, tengo que cepillarme los dientes. Es muy mal asunto que un caballo tenga caries.

Se oyó la cisterna del baño y la puerta se abrió. Hubo un pequeño alboroto y la puerta se cerró de un portazo. Valerie y las niñas rezongaron. La abuela las había vencido en la lucha por el cuarto de baño.

Una hora más tarde, mi padre se iba a trabajar. Las niñas se habían ido al colegio. Y Valerie estaba de los nervios.

– ¿Esto es demasiado provocativo? -preguntó, plantándose delante de mí con un vaporoso vestidito de flores y sandalias de tacón-. ¿Sería mejor un traje?

Yo estaba examinando el periódico en busca de alguna mención de Soder.

– Da igual -contesté-. Ponte cualquier cosa.

– Necesito ayuda -dijo Valerie sacudiendo los brazos-. No puedo tomar esta decisión yo sola. ¿Y qué me dices de los zapatos? ¿Llevo estos rosas de tacón o los Weitzmans retro?

Me había encontrado un muerto sentado en el sofá la noche anterior. Tengo un sofá con mal fario y Valerie quiere que le ayude a elegir los zapatos.

– Ponte los chismes rosas esos -dije-. Y lleva todo el cambio de que dispongas. Kloughn siempre necesita cambio.

Sonó el teléfono y la abuela se apresuró a contestar. Las llamadas empezaban ahora pero podían no parar en todo el día. En el Burg siempre gusta un buen asesinato.

– Tengo una hija que se encuentra muertos en su sofá -exclamó mi madre-. ¿Por qué a mí? La hija de Lois Seltzman nunca se encuentra muertos en el sofá.

– Esto es increíble -dijo la abuela-. Ya han llamado tres personas y todavía no son ni las nueve. Puede ser mejor que cuando el camión de la basura te despachurró el coche.

Le pedí a Valerie que me llevara a mi apartamento de camino al trabajo. Necesitaba el coche, que estaba aparcado en el estacionamiento del edificio. El apartamento estaba precintado. No me importaba. No tenía ninguna prisa en volver a ocuparlo.

Me metí en el CR-V y me quedé allí quieta, un momento, escuchando el silencio. El silencio era un bien escaso en casa de mis padres.

El señor Kleinschmidt pasó a mi lado en dirección a su coche.

– Muy bueno, chiquilla -me dijo-. Siempre podemos contar contigo para no aburrirnos. ¿De verdad encontraste un muerto en tu sofá?

Asentí.

– Sí.

– Chica, debió de ser impresionante. Me gustaría haberlo visto.

El entusiasmo del señor Kleinschmidt me arrancó una sonrisa.