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– Puede que la próxima vez.

– Sí -dijo alegremente el señor Kleinschmidt-. La próxima vez llámame a mí el primero.

Me saludó con la mano y siguió caminando hacia su coche.

Mira, aquél era un nuevo punto de vista en cuanto a los muertos: los muertos pueden ser entretenidos. Lo pensé durante un par de minutos, pero me costaba mucho asimilar aquel concepto. Lo único que podía hacer era admitir que la muerte de Soder simplificaba mucho mi trabajo. Evelyn ya no tenía motivos para huir con Annie, ahora que Soder había desaparecido del mapa. Mabel podría quedarse en su casa. Annie podría volver al colegio. Evelyn podría reanudar su vida.

A no ser que parte de la razón de que Evelyn se escondiera fuera Eddie Abruzzi. Si Evelyn había huido porque tenía algo que Abruzzi quería, todo seguiría igual.

Miré el coche patrulla y la furgoneta de la policía que había en el aparcamiento. Lo bueno de todo esto era que, al contrario que en el caso de las serpientes del descansillo y las arañas de mi coche, éste era un crimen serio y la policía se esforzaría por resolverlo. Y ¿cuánto les podía costar resolverlo? Alguien había arrastrado un cadáver por el portal, lo había subido un tramo de escaleras y lo había metido en mi apartamento… a plena luz del día.

Marqué el número de Morelli en mi móvil.

– Tengo que hacerte algunas preguntas -dije-. ¿Cómo metieron a Soder en mi apartamento?

– ¿Seguro que lo quieres saber?

– ¡Sí!

– Vamos a quedar para tomar un café -dijo Morelli-. Hay una cafetería nueva frente al hospital.

Pedí un café y un cruasán y me senté enfrente de Morelli.

– Cuenta -dije.

– Cortaron a Soder por la mitad.

– ¿Qué?

– Alguien cortó a Soder por la mitad con una sierra mecánica. Y lo volvieron a juntar en tu sofá. El jersey ancho ocultaba que habían pegado a Soder con cinta de embalar.

Se me durmieron los labios y noté cómo la taza se me resbalaba de las manos.

Morelli alargó las manos y me hizo agachar la cabeza, poniéndomela entre las piernas.

– Respira -dijo.

Las campanas dejaron de sonar en mi cabeza y las luces desaparecieron. Me incorporé y bebí un poco de café.

– Ya estoy mejor -dije.

Morelli soltó un suspiro.

– Si pudiera creerte…

– Bueno, lo cortaron por la mitad y ¿qué?

– Creemos que lo llevaron en un par de bolsas de deporte. Puede que en bolsas de hockey. Una vez que te has repuesto de la parte más siniestra, el resto de la historia es realmente ingeniosa. Dos tipos disfrazados, con bolsas de deporte y globos, fueron vistos entrando en el edificio y cogiendo el ascensor. En aquel momento había dos vecinos en el vestíbulo. Nos contaron que creyeron que iban a entregar a alguien uno de esos regalos de cumpleaños cantados. El señor Kleinschmidt cumplió ochenta años la semana pasada y alguien le mandó dos bailarinas de striptease.

– ¿De qué iban disfrazados aquellos dos sujetos?

– Uno iba de oso y el otro de conejo. No se les veía la cara. Medían como uno ochenta de altura, aunque es difícil decir con los disfraces. Encontramos los globos en tu armario, pero se llevaron las bolsas.

– ¿Les vio alguien salir?

– Nadie del edificio. Aún estamos peinando el vecindario. También estamos investigando en las casas de alquiler de disfraces. Hasta el momento no hemos averiguado nada.

– Fue Abruzzi. El me dejó las serpientes y las arañas. Él puso la figura de cartón en la escalera de incendios.

– ¿Puedes probarlo?

– No.

– Ese es el problema -dijo Morelli-. Y lo más probable es que Abruzzi no se manchara las manos personalmente.

– Hay una conexión entre Abruzzi y Soder. Abruzzi era el socio que se quedó con el bar, ¿verdad?

– Abruzzi le ganó el bar a Soder en una partida de cartas. Soder estaba jugando partidas con apuestas muy altas y necesitaba dinero. Le pidió un préstamo a Ziggy Zimmerli, y Zimmerli es subalterno de Abruzzi. Soder perdió mucho en el juego y no pudo pagarle la deuda a Zimmerli, así que Abruzzi se quedó con el bar.

– Y ¿por qué incendiaron el bar y se cargaron a Soder?

– No estoy seguro. Probablemente Soder y el bar pasaron de dar beneficios a dar pérdidas y los liquidaron.

– ¿Habéis encontrado alguna huella en mi apartamento?

– Ninguna que no tuviera que estar allí. Con la excepción de la de Ranger.

– Trabajo con él.

– Sí -dijo Morelli-. Ya lo sé.

– Supongo que Evelyn no es sospechosa -dije.

– Cualquiera puede contratar a un oso y a un conejo para que descuarticen a un tipo -replicó Morelli-. Todavía no hemos descartado a nadie.

Pellizqué el cruasán. Morelli tenía puesta la cara de poli y no dejaba traslucir nada. Pero yo tenía el presentimiento de que había algo más.

– ¿Hay algo más que no me has contado?

– Hay un detalle del que no hemos informado a la prensa -respondió.

– ¿Un detalle escalofriante?

– Sí.

– Déjame que intente adivinarlo. A Soder le habían arrancado el corazón.

Morelli se me quedó mirando un par de minutos.

– Ese tío está como una cabra -dijo por fin-. Me gustaría protegerte, pero no sé cómo. Podría encadenarte a mi muñeca. O encerrarte en el armario de mi casa. O podrías tomarte unas largas vacaciones lejos de aquí. Desgraciadamente, me temo que no vas a aceptar ninguna de esas opciones.

La verdad es que todas aquellas opciones me resultaban bastante atractivas. Pero Morelli tenía razón, no podía aceptar ninguna de ellas.

11

DI OTRO SORBO A MI CAFÉ y eché una mirada a toda la cafetería. La habían puesto muy bonita, con baldosas blancas y negras en el suelo, y mesas y sillas de hierro forjado tipo heladería. Morelli y yo éramos los únicos clientes. Al Burg le costaba acostumbrarse a las cosas nuevas.

– Gracias por haber sido tan amable conmigo anoche -dije a Morelli.

Se recostó en la silla.

– Contra toda sensatez, estoy enamorado de ti.

La taza de café se detuvo a medio camino y mi corazón dio un salto mortal.

– No te vuelvas loca -dijo Morelli-. Eso no significa que quiera mantener una relación contigo.

– Podías haber dado con una peor -dije.

– ¿Con quién? ¿Con la asesina del hacha?

–  ¡Tú tampoco eres perfecto!

– Yo no me encuentro muertos sentados en el sofá de mi casa.

– Bueno, yo no tengo una cicatriz de un navajazo en la ceja por una pelea en un bar.

– Eso pasó hace años.

– ¿Y? Lo del muerto en mi sofá fue ayer. Han pasado veinticuatro horas y no me ha pasado nada malo.

Morelli se apartó de la mesa.

– Tengo que irme a trabajar. Intenta no meterte en líos.

Y se fue a luchar contra el crimen. Yo, por mi parte, no tenía crimen contra el que luchar. Bender era mi único caso pendiente y estaba deseando aparentar que no existía. Estaba pensando en comerme un segundo cruasán cuando Les Sebring me llamó al móvil.

– ¿Podrías pasarte por mi despacho? -preguntó-. Me gustaría hablar contigo.

Crucé la ciudad y recibí otra llamada en el momento en que me encontraba recorriendo la calle de la oficina de Sebring en busca de un sitio donde aparcar.

– Es un mamarracho -dijo Valerie-. No me dijiste que era un mamarracho.

– ¿Quién?

– Albert Kloughn. ¿Y esa manía que tiene de estar pegado a una? A veces puedo sentir su aliento en el cuello, en serio.

– Es inseguro. Intenta pensar en él como en una mascota.

– Un labrador amarillo.

– Más bien un hámster gigante.

– Tenía ciertas esperanzas de que se casara conmigo -dijo Valerie-. Esperaba que fuera más alto.

– Valerie, no se trata de un ligue. Es un empleo. ¿Dónde está ahora?