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Y colgó.

– Tengo que irme -dije-. A Valerie le pasa algo.

– Antes era de lo más lista -reflexionó la abuela-. Pero se fue a California. Supongo que todo ese sol de California le secó el cerebro como si fuera una pasa.

¿Sería un problema realmente serio?, pensé. ¿Más sopa de pollo en el ordenador? ¿Y qué le podía importar a Kloughn? No tenía archivos porque no tenía clientes.

Llegué al aparcamiento y dejé el coche de morro delante de la oficina de Kloughn. Miré por los enormes ventanales de la oficina pero no vi a Valerie. Salí del coche y Valerie vino corriendo desde la lavandería.

– Por aquí -dijo-. Está en la lavandería.

– ¿Quién?

– ¡Albert!

Una hilera de sillas de plástico color turquesa se alineaban contra la pared, enfrente de las secadoras. Dos mujeres mayores fumaban, sentadas en las sillas, sin quitarle ojo a Valerie. Sin perder detalle. No había nadie más.

– ¿Dónde? -dije-. No le veo.

Valerie reprimió un sollozo y señaló una de las secadoras industriales.

– Está ahí.

Me acerqué a mirar. Decía la verdad. Albert Kloughn estaba metido dentro de la secadora. Todo apelotonado y con el culo contra la puerta redonda de cristal, tenía el mismo aspecto que Winnie the Pooh atascado en la madriguera del conejo.

– ¿Está vivo? -pregunté.

– ¡Sí! Claro que está vivo -Valerie se acercó a la puerta y dio unos golpecitos-. Por lo menos, creo que está vivo.

– ¿Qué hace ahí dentro?

– La mujer del jersey azul creyó que había perdido su alianza en la secadora. Dijo que se había quedado enganchada en el fondo del tambor. Así que Albert se metió dentro para recuperarla. Pero, no sé cómo, la puerta se cerró de repente y ahora no podemos abrirla.

– Dios. ¿Y por qué no has llamado a los bomberos o a la policía?

Dentro del tambor hubo movimiento y Kloughn emitió unos ruidos ahogados. Sonaban algo parecido a «no, no, no».

– Creo que le da vergüenza -dijo Valerie-. Piensa en cómo quedaría. Imagínate que le hacen una foto y sale en los periódicos. Nadie volvería a contratarle y yo me quedaría sin trabajo.

– Ahora tampoco le contrata nadie -dije. Intenté abrir la puerta. Probé a tocar todos los botones. Busqué un cierre de seguridad-. No consigo nada de nada-dije.

– Esa secadora está estropeada -intervino la señora del jersey azul-. Siempre se queda atascada. Le pasa algo al cierre. La semana pasada envié una reclamación, pero parece que aquí nadie hace el menor caso. La máquina de jabón tampoco funciona.

– Yo creo que necesitamos ayuda especializada -dije a Valerie-. Deberíamos llamar a la policía.

Los movimientos frenéticos y el «no, no, no» se repitieron una vez más. Y luego se oyó dentro de la secadora algo que sonó como un pedo.

Valerie y yo retrocedimos un paso.

– Me parece que está nervioso -dijo Valerie.

Seguramente había algún mecanismo de apertura dentro, pero Kloughn estaba encajado de espaldas a la puerta y no podía acceder a él.

Rebusqué en el fondo del bolso y encontré algunas monedas. Introduje una en la ranura, bajé el calor al mínimo y puse la secadora en marcha.

Los balbuceos de Kloughn se convirtieron en gritos mientras se bamboleaba un poco, pero en general mantenía bastante bien la estabilidad. Al cabo de cinco minutos la secadora detuvo su bamboleo. Hoy en día no te dan mucho más por una moneda de veinticinco centavos.

La puerta se abrió con facilidad y entre Valerie y yo sacamos a Kloughn y le ayudamos a ponerse en pie. Tenía el pelo esponjado, como el plumón de una cría de petirrojo. Estaba calentito y olía bien, igual que la ropa recién planchada. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.

– Creo que me he tirado un pedo -dijo.

– ¿Sabes una cosa? -dijo la señora del jersey azul-. He encontrado mi alianza. No estaba en la secadora después de todo. Me la guardé en el bolsillo y se me olvidó.

– Qué bien -dijo Kloughn con la mirada perdida y un poco de saliva en la comisura de los labios.

Valerie y yo le teníamos sujeto por los sobacos.

– Ahora nos vamos a la oficina -dije a Kloughn-. Intenta andar.

– Todo me da vueltas. Estoy fuera de la máquina, ¿verdad? Sólo estoy un poco mareado, ¿verdad? Todavía oigo el motor. Tengo el motor metido en la cabeza -Kloughn movía las piernas como el monstruo de Frankenstein-. No siento los pies -dijo-. Se me han dormido.

A tirones y empujones conseguimos llevarle al despacho y le sentamos en su silla.

– Ha sido como montarse en una atracción de feria -dijo-. ¿Habéis visto cómo daba vueltas? Era como la casa de la risa, ¿verdad? Como en el parque de atracciones. Yo siempre me subo a todo. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas. Siempre me pongo en primera fila.

– ¿De verdad?

– Bueno, no. Pero lo pienso muchas veces.

– ¿A que es una monada? -dijo Valerie, y le besó en la coronilla de su esponjosa cabeza.

– Caramba -dijo Kloughn con una amplia sonrisa-. Caray.

11

DECLINÉ LA INVITACIÓN a comer de Kloughn y preferí pasarme por la oficina de fianzas.

– ¿Alguna novedad? -pregunté a Connie-. Me he quedado sin fugitivos.

– ¿Y qué pasa con Bender?

– No me gustaría quitárselo a Vinnie.

– Vinnie tampoco lo quiere -dijo Connie.

– No es eso -gritó Vinnie desde dentro de su despacho-. Lo que pasa es que tengo muchas cosas que hacer. Cosas importantes.

– Sí -dijo Lula-, tiene que tocarse las pelotas.

– Será mejor que me traigas a ese tío -gritó Vinnie-. No me hace ninguna gracia perder la fianza de Bender.

– Creo que Bender tiene algo -dijo Lula-. Es uno de esos borrachos con suerte. Es como si tuviera línea directa con Dios. Dios protege a los débiles y a los inútiles, como ya sabéis.

– No es Dios quien protege a Bender -gritó Vinnie-. Bender sigue libre porque tengo en nómina a un par de taradas incompetentes.

– Vale, muy bien -dije-. Vamos a atrapar a Bender.

– ¿Nosotras? -preguntó Lula.

– Sí, tú y yo.

– Ya lo hemos intentado -dijo Lula-. Te estoy diciendo que está bajo la protección de Dios. Y yo no voy a meter las narices en los asuntos de Dios.

– Te invito a comer.

– Voy a por el bolso.

– Una cosa -dije a Connie-. Necesito unas esposas.

– No hay más esposas -gritó Vinnie-. ¿Tú te crees que las esposas caen del cielo?

– No puedo detenerle sin esposas.

– Improvisa.

– Oye -dijo Lula mirando por el gran ventanal de la oficina-, fijaos en el coche que acaba de aparcar al lado del de Stephanie. Dentro van un oso y un conejo. Y el oso es el que conduce.

Todas nos asomamos a la ventana.

– Ah-ah -dijo Lula-, ¿no acaba de tirar el conejo algo en el coche de Stephanie?

Se oyó un ensordecedor ¡buuuuumm!, y el CR-V voló varios metros por el aire y estalló en una llamarada.

– Parece que era una bomba -dijo Lula.

Vinnie salió corriendo de su despacho.

– ¡La hostia! -exclamó-. ¿Qué ha sido eso? -se detuvo y se quedó sin respiración al ver la columna de fuego que se elevaba delante de su oficina.

– No es nada, sólo otro de los coches de Stephanie volando por los aires -dijo Lula-. Un enorme conejo le ha tirado una bomba.

– ¿No te revienta que hagan eso? -dijo Vinnie. Y se volvió a su despacho.

Lula, Connie y yo bajamos a la calle a ver cómo ardía el CR-V. Un par de coches patrulla llegaron ululando al lugar, seguidos de una ambulancia y dos coches de bomberos.

Cari Costanza salió de uno de los vehículos de la policía.

– ¿Hay algún herido?

– No.

– Bien -dijo, mientras en su cara se dibujaba una sonrisa-. Entonces puedo disfrutarlo. Me perdí lo de las arañas y el fiambre del sofá.