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El compañero de Costanza, Big Dog, se acercó a nosotras.

– Así se hace, Steph -dijo-. Todos nos preguntábamos cuándo te cargarías otro coche. Apenas me acuerdo de la última explosión.

Costanza asintió con la cabeza.

– Hace meses.

Vi a Morelli aparcar detrás de un coche de bomberos. Se bajó de la camioneta y se acercó caminando.

– Dios bendito -dijo, contemplando lo que se estaba transformando a toda velocidad en un montón de chatarra calcinada.

– Era el coche de Steph -explicó Lula-. Lo ha bombardeado un conejo gigante.

Morelli adoptó un gesto de seriedad y me miró.

– ¿Es cierto?

– Lula lo vio.

– Supongo que no quieres ni plantearte la posibilidad de tomarte unas vacaciones -dijo Morelli-. Irte a Florida un mes o dos, por ejemplo.

– Me lo pensaré -contesté-. En cuanto detenga a Andy Bender.

Morelli conservaba el gesto serio.

– Me sería más fácil detenerle si tuviera un par de esposas.

Morelli metió la mano debajo de su jersey y sacó unas esposas. Me las entregó sin decir una palabra, con la misma expresión en la cara.

– Dales un beso de despedida -murmuró Lula detrás de mí.

En términos generales, un Trans Am rojo no es un buen coche para hacer guardias. Afortunadamente, con el nuevo pelo teñido de amarillo canario de Lula y mis ojos sobrecargados de rímel, teníamos toda la pinta de dos mujeres de negocios, de esas que podían estar en un Trans Am rojo enfrente de la casa de Bender.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lula-. ¿Se te ocurre alguna idea?

Yo estaba observando con prismáticos las ventanas de Bender.

– Creo que hay alguien dentro, pero no consigo ver lo suficiente para saber quién es.

– Podríamos llamar por teléfono y ver quién contesta -dijo Lula-. Lo malo es que me he quedado sin dinero para el móvil y el tuyo ardió en el coche.

– Podríamos ir y llamar a la puerta.

– Sí, me gusta la idea. A lo mejor nos vuelven a tirotear. Tenía la esperanza de que alguien me disparara hoy. Ha sido lo primero que he pensado al levantarme: jo, espero que alguien me pegue un tiro hoy.

– Sólo nos han disparado aquella vez.

– Eso me tranquiliza mucho -dijo Lula.

– Bueno, ¿y qué se te ocurre?

– Se me ocurre que nos vayamos a casa. Ya te lo he dicho: Dios no quiere que pillemos a ese sujeto. Hasta mandó a un conejo para volar tu coche.

– Dios no envió a un conejo a volar mi coche.

– ¿Qué otra explicación le encuentras? ¿Crees que se ve todos los días un conejo conduciendo un coche por la calle?

Abrí la puerta de un empujón y salí del Trans Am. Llevaba las esposas en una mano y el spray de pimienta en la otra.

– Estoy de mal humor -dije a Lula-. Estoy hasta la coronilla de serpientes, arañas y cadáveres. Y ahora no tengo ni coche. Voy a entrar y voy a sacar a Bender a rastras. Y después de entregar su lamentable culo en la comisaría de policía me voy a ir a Chevy's y me voy a tomar uno de esas margaritas de tres litros que hacen.

– Ya -dijo Lula-. Y supongo que quieres que vaya contigo.

Yo ya estaba a mitad del jardín.

– Lo que quieras -dije-. Haz lo que te salga de las narices.

Oía a Lula resoplando detrás de mí.

– Oye, conmigo no te pongas así -decía-. No me digas que haga lo que me salga de las narices. Ya te he dicho lo que quiero hacer. Y ¿ha servido de algo? Pues no.

Llegué a la puerta de la casa de Bender y probé el picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro. Llamé con fuerza, tres veces. No hubo respuesta, así que llamé otras tres veces con el puño.

– Abran la puerta -grité-. Agentes de fianzas.

La puerta se abrió y la mujer de Bender se me quedó mirando.

– No es el momento oportuno -dijo.

– Nunca es el momento oportuno -respondí, y la retiré a un lado.

– Ya, pero es que no lo entiende. Andy está enfermo.

– ¿Espera que nos lo creamos? -preguntó Lula-. ¿Es que parecemos tontas?

Bender entró en la sala tambaleándose. Tenía el pelo revuelto y los ojos medio cerrados. Llevaba la chaqueta del pijama y unos pantalones caquis manchados.

– Me muero -dijo-. Me estoy muriendo.

– No es más que una gripe -dijo su mujer-. Tienes que volverte a la cama.

Bender alargó los brazos.

– Espósame. Entrégame. Tienen un médico que hace visitas de vez en cuando, ¿no?

Le puse las esposas a Bender y le pregunté a Lula.

– ¿Hay algún médico?

– Tienen un pabellón en St. Francis.

– Seguro que tengo ántrax -dijo Bender-. O la viruela.

– Sea lo que sea, no huele muy bien -dijo Lula.

– Tengo diarrea. Y vómitos -se quejaba Bender-. Me gotea la nariz y siento la garganta irritada. Y creo que tengo fiebre. Tócame la frente.

– Sí, claro -dijo Lula-. Estaba loca por que llegara esta ocasión.

Se limpió la nariz con una manga y dejó una mancha de mocos en la chaqueta del pijama. Echó la cabeza hacia atrás y estornudó rociando la mitad de la habitación.

– ¡Eh! -gritó Lula-. ¡Cúbrete! ¿No has oído hablar de los pañuelos? ¿Y por qué haces eso con la manga?

– Me estoy mareando -dijo Bender-. Voy a potar otra vez.

– ¡Vete al baño! -gritó su mujer. Agarró un cubo de plástico azul del suelo-. Toma el cubo.

Bender metió la cabeza en el cubo y vomitó.

– La hostia -dijo Lula-. Esto es la Casa de la Peste. Yo me largo de aquí. Y tampoco vas a meterle en mi coche -me dijo-. Si quieres llevártelo, llama a un taxi.

Bender sacó la cabeza del cubo y alargó las manos temblorosas.

– Bueno, ya estoy mejor. Ahora puedo irme contigo.

– Espérame -dije a Lula-. Tenías razón con lo de Dios.

– Ha sido muy difícil llegar hasta aquí, pero merecía la pena -dijo Lula lamiendo la sal del borde de su copa-. Es la madre de todos los margaritas.

– Y además es terapéutico. El alcohol se cargará todos los gérmenes que podamos haber pillado de Bender.

– Claro, joder -dijo Lula.

Di un trago de mi copa y eché un vistazo alrededor. El bar estaba lleno de gente que acababa de salir del trabajo. La mayoría era de mi edad. Y casi todos parecían más felices que yo.

– Mi vida es una mierda -dije a Lula.

– Dices eso porque has tenido que ver a Bender vomitando en un cubo.

En parte era cierto. Ver a Bender vomitando en un cubo no había elevado mi estado de ánimo, precisamente.

– Estoy pensando en buscarme otro trabajo -dije-. Quiero trabajar donde trabajan todos estos. Parecen muy felices.

– Porque han llegado aquí antes que nosotras y están ya medio mamados.

O puede que fuera porque ninguno de ellos estaba amenazado por un lunático.

– He perdido otro par de esposas -confesé-. Se las dejé puestas a Bender.

Lula echó la cabeza para atrás y soltó una risotada.

– ¿Y tú quieres cambiar de trabajo? -dijo-. ¿Por qué ibas a hacer algo así, con lo buena que eres en éste?

Eran las once de la noche y casi todas las casas de la calle de mis padres estaban a oscuras. El Burg era de acostarse y levantarse temprano.

– Siento lo de Bender -dijo Lula, dejando que el Trans Am se detuviera junto a la acera-. Podríamos decirle a Vinnie que ha muerto. Podríamos decirle que estábamos a punto de detenerle y que se murió de repente. Pum. Tieso como un bacalao.

– Mejor aún. ¿Por qué no volvemos y le matamos? -dije. Abrí la puerta para salir, me enganché un pie en la alfombrilla y caí de morros fuera del coche. Me volví boca arriba y me quedé mirando a las estrellas.

– Estoy bien -dije a Lula-. Quizá duerma aquí esta noche.

Ranger entró en mi campo de visión, me agarró de la cazadora vaquera y me puso en pie.

– No es una buena idea, cariño -miró a Lula-. Ya te puedes ir.