El Trans Am aceleró y desapareció de nuestra vista.
– No estoy borracha -dije a Ranger-. Sólo he tomado un margarita.
Sus dedos seguían aferrados a mi cazadora, pero suavizó la presión.
– He oído que estás teniendo problemas con un conejo.
– Puto conejo.
Ranger sonrió.
– Estás borracha, sin lugar a dudas.
– No estoy borracha. Estoy a punto de sentirme feliz -no estaba haciendo eses exactamente, pero el mundo estaba un poco desenfocado. Me apoyé en Ranger para no caerme-. ¿Tú qué haces aquí?
Me soltó la cazadora y me rodeó con sus brazos.
– Quería hablar contigo.
– Podías haberme llamado.
– Intenté llamarte. Pero tu teléfono no funciona.
– Ah, sí. Se me había olvidado. Estaba en el coche cuando voló por los aires.
– He estado investigando a Dotty y he conseguido algunos nombres que deberíamos investigar.
– ¿Ahora?
– Mañana. Te paso a recoger a las ocho.
– No me toca entrar en el cuarto de baño hasta las nueve.
– De acuerdo. Paso a las nueve y media.
– ¿Te estás riendo? Noto que te estás riendo. ¡Mi vida no tiene gracia!
– Cariño, tu vida debería ser una teleserie en horario de máxima audiencia.
Exactamente a las nueve y media salí de casa medio dormida y el sol me hizo parpadear. Había logrado ducharme y estaba decentemente vestida, pero eso era todo. Media hora no es mucho tiempo para que una chica se ponga guapa. Sobre todo si la chica tiene resaca. Me había recogido el pelo en una coleta y llevaba la barra de labios en el bolsillo de la cazadora vaquera. Cuando me dejaran de temblar las manos y los ojos dejaran de arderme, intentaría pintarme los labios.
Ranger llegó conduciendo un lustroso Mercedes negro y me esperó junto a la acera. La abuela estaba junto a mí, al otro lado de la puerta.
– No me importaría verle desnudo -dijo.
Me acomodé en el asiento de piel color crema al lado de Ranger, cerré los ojos y suspiré. El coche olía delicioso, a cuero y a patatas fritas.
– Que Dios te bendiga -dije. Tenía patatas fritas y Coca-Cola para mí encima del salpicadero.
– Tank y Lester están investigando campings en Pensilvania y New Jersey. Han empezado por los más cercanos para luego ir abriendo el radio de acción. Buscan cualquiera de los coches y hablan con toda la gente que pueden. Tenemos tu lista de familiares de Evelyn, pero me parece que son pistas poco fiables. A Evelyn le preocuparía que se pusieran en contacto con Mabel. Y lo mismo pienso de los familiares de Dotty. Hay cuatro compañeras de trabajo que son amigas de Dotty. Tengo sus nombres y direcciones. Creo que deberíamos empezar por ellas.
– Eres muy amable, gracias por ayudarme en esto. La verdad es que no es un encargo de nadie. Lo hago por la seguridad de Annie.
– Yo no lo hago por la seguridad de Annie. Lo hago por tu seguridad. Tenemos que conseguir que encierren a Abruzzi. Ahora está jugando contigo. Pero cuando se aburra de este juego va a ir en serio. Si la policía no le puede culpar de lo de Soder, es posible que Annie pueda acusarle de algo. Asesinato múltiple, por ejemplo, si los dibujos están hechos del natural.
– Si encontramos a Annie, ¿podremos protegerla?
– Al menos hasta que Abruzzi sea condenado. Protegerte a ti es más difícil. Mientras Abruzzi esté libre cualquier cosa que no sea tenerte encerrada en la Baticueva el resto de tu vida será insuficiente.
Humm. Encerrada en la Baticueva el resto de mi vida.
– Dijiste que en la Baticueva hay televisión, ¿no?
Ranger me echó una mirada de reojo.
– Cómete las patatas.
Barbara Ann Guzmán era la primera de la lista. Vivía en una urbanización de East Brunswick, un agradable vecindario de familias de ingresos medios. Kathy Snyder, que también estaba en la lista, vivía dos puertas más abajo. Las dos casas tenían garajes. Ninguno de ellos tenía ventanas.
Ranger aparcó delante de la casa de los Guzmán.
– Las dos tendrían que estar en el trabajo.
– ¿Vamos a entrar?
– No. Vamos a llamar a la puerta, y a ver si oímos niños dentro.
Llamamos dos veces y no oímos nada. Me deslicé por detrás de una azalea y miré por la ventana del salón de Barbara Ann. Las luces apagadas, la televisión apagada, ni un zapatito de niño tirado por el suelo.
Anduvimos dos casas más abajo, hasta donde vivía Kathy Snyder. Llamamos al timbre y nos abrió una mujer mayor.
– Buscamos a Kathy -dije.
– Está en el trabajo -contestó la mujer-. Soy su madre. ¿Qué desean?
Ranger le pasó una serie de fotos.
– ¿Ha visto a alguna de estas personas?
– Esta es Dotty -dijo la mujer-. Y su amiga. Pasaron la noche en casa de Barbara Ann. ¿Conocen a Barbara Ann?
– Barbara Ann Guzmán -dijo Ranger.
– Sí. No fue anoche. Estuvieron aquí la noche anterior. Todo un llenazo para la casa de Barbara Ann.
– ¿Sabe usted dónde están ahora?
Miró las fotos y negó con la cabeza.
– No. Tal vez lo sepa Kathy. Sólo las vi cuando salí a pasear. Doy un paseo alrededor de la manzana todas las noches, para hacer un poco de ejercicio, y las vi llegar en el coche.
– ¿Recuerda qué coche era? -preguntó Ranger.
– Era un coche corriente. Azul, creo -desplazó la mirada de Ranger a mí-. ¿Pasa algo?
– Esa mujer, la amiga de Dotty, ha tenido una racha de mala suerte y estamos intentando ayudarla a enderezar las cosas -dije.
La tercera mujer vivía en un edificio de apartamentos de New Brunswick. Recorrimos metódicamente el garaje subterráneo, fila por fila, buscando el Honda azul de Dotty o el Sentra gris de Evelyn. No obtuvimos ningún resultado en la búsqueda, así que aparcamos y subimos a la sexta planta en el ascensor. Llamamos a la puerta de Pauline Woods y no obtuvimos respuesta. Lo intentamos en los apartamentos vecinos, con igual resultado. Ranger llamó por última vez al apartamento de Pauline y luego se coló dentro. Yo me quedé fuera vigilando. Cinco minutos después Ranger estaba otra vez en el descansillo y la puerta de Pauline cerrada como antes.
– El apartamento estaba limpio -dijo-. Nada que pueda indicar la presencia de Dotty. Ni tampoco su nueva dirección en lugar visible.
Salimos del garaje subterráneo y atravesamos la ciudad en dirección a Highland Park. New Brunswick es una población universitaria, con la universidad estatal Rutgers en un extremo y el Douglass College en el otro. Yo me gradué en el Douglass, sin honores. Estaba en el pelotón, como el noventa y ocho por ciento de la clase, y bien contenta. Me dormía en la biblioteca y me pasaba las clases de historia soñando despierta. Suspendí matemáticas dos veces, y nunca llegué a entender la teoría de las probabilidades. Vamos, es que, para empezar, ¿a quién le importa si sacas una bola blanca o una bola negra de la bolsa? Y segundo, si tienes preferencia por un color, no lo dejes a la suerte. Mira dentro de la puñetera bolsa y elige el color que te guste.
Para cuando tuve edad de ir a la universidad ya había abandonado toda esperanza de volar como Superman, pero nunca fui capaz de sentir verdadero interés por ninguna ocupación alternativa. Cuando era pequeña leía tebeos del Pato Donald y del Tío Güito. El Tío Güito siempre iba a sitios exóticos a buscar oro. Una vez que lo conseguía, se lo llevaba a su depósito de dinero y amontonaba las monedas con un bulldozer. Ésa era mi idea de un trabajo interesante. Ir a vivir una aventura. Volver con oro. Amontonarlo con un bulldozer. ¿O es que no suena divertido? Por eso es fácil comprender mi falta de motivación por los estudios. Vamos a ver, ¿qué falta te hacen las buenas notas para conducir un bulldozer?
– Yo estudié aquí -dije a Ranger-. Hace ya un montón de años, pero todavía me siento como una estudiante cuando paso por la ciudad.
– ¿Eras buena estudiante?