– Era una estudiante espantosa. No sé cómo, el Estado consiguió educarme a mi pesar. ¿Tú fuiste a la universidad?
– A Rutgers, en Newark. Al cabo de dos años me alisté en el ejército.
Nada más conocer a Ranger esto me habría sorprendido. Ahora, ya nada me sorprendía.
– La última mujer de la lista tendría que estar en el trabajo, pero su marido estará en casa -dijo Ranger-. Trabaja en los comedores universitarios y entra a las cuatro. Se llama Harold Bailey. Y su mujer se llama Louise.
Recorrimos un barrio de casas más viejas. La mayoría eran viviendas de dos pisos, de madera, con porches tan anchos como la casa y un garaje independiente detrás. No eran ni grandes ni pequeñas. Muchas de ellas habían sufrido restauraciones desastrosas, añadiéndoles fachadas de ladrillo falso o ganando habitaciones cerrando los porches.
Aparcamos y nos dirigimos a la casa de los Bailey. Ranger llamó al timbre y, como nos imaginábamos, un hombre nos abrió la puerta. Ranger se presentó y le pasó las fotografías.
– Estamos buscando a Evelyn Soder -dijo Ranger-. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos. ¿Ha visto a alguna de estas personas en los últimos días?
– ¿Por qué están buscando a esa tal Soder?
– Su ex marido ha sido asesinado. Evelyn ha estado fuera de casa últimamente y su abuela ha perdido el contacto con ella. Y le gustaría asegurarse de que Evelyn se ha enterado de la muerte de su ex marido.
– Estuvo aquí con Dotty anoche. Llegaron justo cuando yo me iba. Pasaron la noche aquí y se fueron por la mañana. Yo casi no las he visto. No sé dónde han ido hoy. Pensaban llevar a las niñas de excursión al campo o algo así. A visitar sitios históricos. Ese tipo de cosas. Es posible que Louise sepa más. Pueden intentar localizarla en el trabajo.
Regresamos al coche y Ranger salió del barrio.
– Vamos siempre un paso por detrás -dije.
– Eso pasa siempre con los niños desaparecidos. He trabajado en muchos casos de secuestros realizados por los padres y no paran de moverse. Normalmente se van más lejos de sus casas y pasan más de una noche en cada sitio. Pero el comportamiento es muy similar. Para cuando recibes alguna información sobre ellos, ya se han ido.
– ¿Cómo los atrapas?
– Insistencia y paciencia. Si perseveras el tiempo suficiente, acabas por tener éxito. A veces se tarda años.
– Dios mío, no puedo tardar años. Tendré que esconderme en la Baticueva.
– Una vez que entras en la Baticueva, es para siempre, cariño.
Ayyyy.
– Prueba a llamarlas -dijo Ranger-. Los números del trabajo están en el expediente.
Barbara Ann y Kathy se mostraron cautelosas. Ambas admitieron que habían visto a Dotty y a Evelyn, y sabían que también iban a estar con Louise. Las dos insistieron en que no sabían dónde pensaban ir luego. Me dio la impresión de que decían la verdad. Pensé que seguramente Evelyn y Dotty sólo harían planes con un día de antelación. Suponía que habían intentado ir de camping, pero que, por alguna razón, aquello no había funcionado. Y ahora iban de un sitio a otro para que no se las localizara.
Pauline no tenía ni idea de la historia.
Louise fue la más comunicativa, posiblemente porque era la que estaba más preocupada.
– Sólo se quisieron quedar una noche -dijo-. Sé que lo que me contáis del ex marido de Evelyn es cierto, pero hay algo más. Los niños estaban agotados y se querían ir a casa. También Evelyn y Dotty parecían muy cansadas. No querían hablar de ello, pero yo me di cuenta de que estaban huyendo de algo. Creí que era del ex marido de Evelyn, pero ya veo que no. ¡Santa Madre de Dios! -dijo-. ¿No pensaréis que lo ha matado ella?
– No -dije-. Lo mató un conejo. Una cosa más: ¿te fijaste en el coche que llevaban? ¿Iban todos juntos en un solo coche?
– Era el coche de Dotty. El Honda azul. Al parecer, Evelyn llevaba su coche, pero se lo robaron un momento que lo dejaron en el camping. Me contaron que se fueron a hacer la compra y al volver el coche y todo lo que tenían en él había desaparecido. ¿Te imaginas?
Le di el teléfono de mi casa y le pedí que me llamara si recordaba cualquier cosa que pudiera servirnos de ayuda.
– Callejón sin salida -dije a Ranger-. Pero sé por qué se fueron del camping -y le conté lo del robo del coche.
– La versión más probable es que Evelyn y Dotty regresaron de la compra, vieron otro coche aparcado al lado del suyo y se fueron, abandonándolo todo -dijo Ranger.
– Y al ver que no volvían, Abruzzi lo hizo desaparecer.
– Es lo que yo haría -dijo Ranger-. Cualquier cosa con tal de ponerles las cosas difíciles.
Estábamos atravesando Highland Park, acercándonos al puente que cruza el río Raritan. Otra vez estábamos sin pistas, pero al menos teníamos algo más de información. No sabíamos dónde estaba Evelyn ahora, pero sabíamos dónde había estado. Y sabíamos que ya no llevaba el Sentra.
Ranger paró en un semáforo y se volvió hacia mí.
– ¿Cuándo disparaste una pistola por última vez? -preguntó.
– Hace un par de días. Maté una serpiente. ¿Esa pregunta tiene truco?
– Es una pregunta muy seria. Deberías llevar pistola. Y deberías sentirte cómoda disparando con ella.
– Vale. Te prometo que la próxima vez que salga llevaré la pistola.
– ¿Y le pondrás balas?
Dudé un momento.
– Le pondrás balas -dijo Ranger, mirándome fijamente.
– Claro -dije.
Se estiró para abrir la guantera y sacó una pistola. Era una Smith amp; Wesson 38 especial de cinco tiros. Se parecía muchísimo a mi pistola.
– Me pasé por tu apartamento esta mañana y te recogí esto -dijo Ranger-. La encontré en el tarro de las galletas.
– Todos los tipos duros guardan sus pistolas en el tarro de las galletas.
– Dime uno.
– Rockford.
Ranger sonrió.
– Acepto la corrección.
Tomó una carretera que discurría paralela al río y al cabo de un kilómetro se metió en una zona de aparcamiento delante de un edificio grande, parecido a un almacén.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
– Una galería de tiro. Vas a entrenarte a disparar.
Sabía que era necesario, pero detestaba el ruido y el manejo del arma. No me gustaba la idea de tener en las manos un aparato que, básicamente, producía explosiones. Siempre tenía la sensación de que pasaría algo y me volaría limpiamente el dedo gordo.
Ranger me pertrechó con protectores para los oídos y gafas. Cargó las balas y dejó la pistola en la estantería de la cabina que me habían asignado. Acercó la diana de papel hasta siete metros. Si alguna vez en mi vida iba a disparar contra alguien, lo más probable es que ese alguien estuviera bastante cerca de mí.
– Muy bien, Tex -dijo-, a ver qué tal se te da.
Amartillé y disparé.
– Estupendo -dijo Ranger-. Ahora vamos a probar con los ojos abiertos.
Me corrigió la forma de agarrar el arma y la postura. Y volví a intentarlo.
– Mejor.
Practiqué hasta que me dolía el brazo y no podía seguir apretando el gatillo.
– ¿Cómo te sientes ahora con la pistola? -preguntó Ranger.
– Más cómoda, pero sigue sin gustarme.
– No hace falta que te guste.
Ya era tarde cuando salimos de la galería de tiro y, de vuelta a la ciudad, nos encontramos con el tráfico de hora punta. No tengo paciencia con el tráfico. Si hubiera sido yo la que conducía habría soltado maldiciones y me habría dado cabezazos contra el volante. Ranger estuvo impasible, con un control total. Calma zen. Podría jurar que varias veces hasta dejó de respirar.
Cuando nos encontramos en el atasco de entrada a Trenton, Ranger se desvió por una salida, giró por una calle lateral y se detuvo en un pequeño aparcamiento situado entre tiendas con fachadas de ladrillo y casas adosadas de tres pisos. Los escaparates de las tiendas estaban sucios y turbios. Pintadas de spray negro cubrían los pisos bajos de las viviendas.