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Si en aquel preciso momento alguien hubiera salido de una casa tambaleándose, con la sangre manando de varios orificios de bala en diversas partes del cuerpo, no me habría sorprendido lo más mínimo.

Miré por la ventanilla del coche y me mordí el labio inferior.

– No iremos a la Baticueva, ¿verdad?

– No, cariño. Vamos a Shorty's a comernos una pizza.

Un pequeño rótulo de neón colgaba sobre la puerta del edificio contiguo al aparcamiento. Como era de esperar, en él se leía «Shorty's». Las dos pequeñas ventanas de la fachada del edificio habían sido pintadas de negro. La puerta era de madera gruesa y no tenía ventana.

Miré a Ranger con desconfianza.

– ¿Es rica la pizza de aquí? -intenté que la voz no me temblara, pero en mi cabeza la oí débil y lejana. Era la voz del miedo. Puede que «miedo» sea una palabra demasiado fuerte. Después de lo que había pasado la última semana, quizá habría que reservar «miedo» para situaciones de peligro de muerte. Aunque no sé; tal vez «miedo» fuera adecuada en este caso.

– La pizza de aquí es muy rica -contestó Ranger, y me abrió la puerta.

La repentina oleada de ruido y el olor a pizza casi me tiran al suelo. El interior de Shorty's estaba oscuro y lleno de gente. Los laterales aparecían cubiertos de reservados y el centro de la sala, atestado de mesas. Una vieja sinfonola berreaba música desde una esquina del fondo. La mayor parte de los clientes de Shorty's eran hombres. Las mujeres que se veían tenían toda la pinta de sabérselas arreglar solas. Los hombres llevaban vaqueros y botas de trabajo. Eran jóvenes y viejos, con caras marcadas por años de sol y cigarrillos. Y no parecían necesitar clases de tiro.

Nos acomodamos en el reservado de una esquina lo bastante oscura como para que no se vieran ni las manchas de sangre ni las cucarachas. Ranger parecía encontrarse a gusto, con la espalda apoyada en la pared y la camisa negra fundiéndose con las sombras.

La camarera iba vestida con una camiseta blanca de Shorty's y una falda corta negra. Tenía unas tetas enormes, el pelo castaño, rizado y muy abundante, y más rímel del que yo me hubiera puesto en mi vida, ni siquiera en mis días de mayor inseguridad. Sonrió a Ranger como si le conociera mucho mejor que yo.

– ¿Qué vais a tomar? -dijo.

– Pizza y cerveza -contestó Ranger.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Bastante a menudo. Tenemos un piso franco en el barrio. La mitad de la gente que hay aquí es de la zona. La otra mitad son de una parada de camiones que hay en la manzana de al lado.

La camarera dejó caer sobre la maltratada mesa unos posavasos de cartón y puso un vaso de cerveza helada en cada uno de ellos.

– Creía que no bebías -dije a Ranger-. Por ese rollo tuyo de que el cuerpo es un templo. Y ahora resulta que bebes vino en mi apartamento y cerveza en Shorty's.

– No bebo cuando estoy trabajando. Y nunca me emborracho. Y el cuerpo es un templo solamente cuatro días a la semana.

– Vaya -dije-, te estás echando a perder con tanta pizza y tanta cerveza tres días a la semana. Ya me parecía haberte notado una acumulación de grasa alrededor de la cintura.

Ranger levantó una ceja.

– Una acumulación de grasa alrededor de la cintura. ¿Alguna cosa más?

– Puede que una papada incipiente.

La cierto era que Ranger no tenía grasa en ningún sitio. Ranger era perfecto. Y los dos lo sabíamos.

Dio un trago de cerveza y me miró atentamente.

– ¿No te parece que estás arriesgando mucho con esas observaciones cuando yo soy lo único que te separa de ese sujeto de la barra que tiene una serpiente tatuada en la frente?

Miré al sujeto de la serpiente.

– Parece un buen chico -bueno para ser un psicópata asesino.

Ranger sonrió.

– Trabaja para mí.

12

EL SOL SE ESTABA PONIENDO cuando regresamos al coche.

– Posiblemente ésta haya sido la mejor pizza que he comido en mi vida -dije a Ranger-. En general ha sido una experiencia aterradora, pero la pizza estaba buenísima.

– La hace el mismo Shorty.

– ¿También trabaja para ti?

– Sí. Sirve todos los cócteles que doy.

Otra broma de Ranger. Al menos estaba bastante segura de que era broma.

Ranger llegó a la avenida Hamilton y se volvió a mirarme.

– ¿Dónde vas a pasar la noche?

– En casa de mis padres.

Enfiló hacia el Burg.

– Le diré a Tank que te lleve un coche. Puedes utilizarlo hasta que sustituyas el CR-V. O hasta que te lo cargues.

– ¿De dónde sacas todos esos coches?

– No lo quieres saber de verdad, ¿no?

Me tomé un instante para pensar.

– No -dije-. Supongo que no. Si lo supiera tendrías que matarme, ¿verdad?

– Algo por el estilo.

Paró delante de la casa de mis padres y ambos miramos a la puerta. Mi madre y mi abuela estaban allí, de pie, mirándonos.

– No estoy muy seguro de sentirme cómodo con la manera en que me mira tu abuela -dijo Ranger.

– Le gustaría verte desnudo.

– Ojalá no me lo hubieras contado, cariño.

– Todas las personas que conozco quieren verte desnudo.

– ¿Y tú?

– Nunca se me ha pasado por la cabeza -contuve la respiración después de decir aquello y esperé que Dios no me fulminara con un rayo por mentirosa. Me apeé del coche y corrí a casa.

La abuela Mazur me esperaba en el vestíbulo.

– Esta tarde me ha pasado una cosa de lo más rara -dijo-. Volvía de la panadería, cuando se me acercó un coche. Y dentro había un conejo. Era quien conducía. Y entonces me entregó uno de esos sobres de correos y me dijo que te lo diera a ti. Todo sucedió muy rápido. Y en cuanto se alejó, me acordé de que tu coche lo había incendiado un conejo. ¿Tú crees que podría ser el mismo?

Normalmente habría hecho algunas preguntas. Como qué clase de coche era y si había logrado ver la matrícula. En esta ocasión las preguntas eran inútiles. Los coches eran siempre diferentes. Y siempre robados.

Cogí el sobre cerrado, lo abrí con cuidado y miré su interior. Fotos. Unas instantáneas en que yo aparecía dormida en el sofá de mis padres. Estaban tomadas la noche anterior. Alguien había entrado en la casa y me había estado observando mientras dormía. Y me había hecho unas fotos. Sin que yo me enterara. Quienquiera que fuese había elegido una buena noche. Había dormido como un tronco gracias al margarita gigante que me había tomado y a que había pasado la noche anterior en blanco.

– ¿Qué hay en el sobre? -preguntó la abuela-. Parecen fotos.

– No es nada interesante -dije-. Me parece que el conejo estaba de cachondeo.

Mi madre me miró como si supiera algo más, pero no dijo nada. Al final de la noche tendríamos un nuevo cargamento de galletas y se habría despachado todo lo que hubiera para planchar. Ése es el sistema de mi madre para luchar contra el estrés.

Pedí prestado el Buick y me acerqué a casa de Morelli. Vivía nada más salir del Burg, en un barrio muy parecido a éste, a menos de medio kilómetro de la casa de mis padres. Había heredado la casa de su tía y resultó ser un buen legado. La vida está llena de sorpresas. Joe Morelli, el gamberro del instituto de Trenton, motero, mujeriego, camorrista de bares, era ahora un semirrespetable propietario. A lo largo de los años, Morelli había ido madurando. Lo que no era poco para un varón de su familia.

Bob vino hacia mí corriendo cuando me vio en la puerta. Se le alegraron los ojos y meneó la cola. Morelli estuvo más contenido.

– ¿Qué pasa? -me dijo, con la mirada fija en mi camiseta.

– Me acaba de ocurrir algo espeluznante.

– Vaya, ¡qué sorpresa!

– Más espeluznante de lo habitual.