– Contra el coche, y las manos donde pueda verlas -dijo el tipo de la máscara.
– ¿Quién se supone que eres? -preguntó la abuela-. Pareces Bill Clinton.
– Sí, soy Bill Clinton -contestó el tipo-. Póngase contra el coche.
– Nunca he acabado de entender lo del puro -dijo la abuela.
– ¡Póngase contra el coche!
Me pegué al coche mientras la cabeza me iba a mil por hora. Por la calle, delante de nosotras, pasaban coches constantemente, pero estábamos fuera de su campo visual. Dudaba que, si gritaba, llegaran a oírme, a no ser que alguien pasara por la acera.
El conejo se acercó a mí.
– Thaaa id ya raa raa da haar id ra raa.
– ¿Qué?
– Haaar id ra raa.
– No nos enteramos de lo que estás diciendo por culpa de esa estúpida cabezota de conejo que llevas -dijo la abuela.
– Raa raa -contestó el conejo-. ¡Raa raa!
La abuela y yo miramos a Clinton, que sacudió la cabeza con fastidio.
– No sé que está diciendo. ¿Qué demonios es raa raa? -preguntó al conejo.
– Haaar id ra raa.
– Dios -se quejó Clinton-. No hay quien te entienda. ¿Nunca antes habías intentado hablar con la careta puesta?
– Ra raa, gilipollas raa puta -dijo el conejo a la vez que le daba un empujón a Clinton. Este le hizo un gesto grosero al conejo-. Jaaaark -siguió diciendo. Y a continuación se abrió la bragueta y se sacó el pito. Lo sacudió en dirección a Clinton y luego lo sacudió hacia la abuela y hacia mí.
– Creía recordar que eran más grandes -dijo la abuela.
El conejo se la sobó y tiró de ella hasta que logró una medio erección.
– Rogga. Ga rogga -murmuró.
– Creo que intenta deciros que esto es sólo un avance -dijo Clinton-. Para que sepáis lo que podéis esperar.
El conejo seguía trabajándosela. Había encontrado el ritmo y le estaba pegando en serio.
– Quizá podrías ayudarle a acabar -dijo Clinton-. Adelante. Tócasela.
Se me torció el gesto.
– ¿Estás loco? ¡No pienso tocársela!
– Ya se la toco yo -dijo la abuela.
– Kraa -contestó el conejo. Y el pito se le aflojó un poco.
Un coche entró en el aparcamiento y Clinton le dio un tirón del brazo al conejo.
– Vámonos.
Retrocedieron sin dejar de apuntarnos con las pistolas. Los dos hombres se metieron en el Explorer y se marcharon.
– Tal vez tendríamos que haber comprado unos canutillos -dijo la abuela-. De repente me han entrado ganas de comer canutillos.
Metí a la abuela en el CR-V y la llevé a casa.
– Hemos vuelto a ver al conejo -dijo a mi madre-. El mismo que me dio las fotos. Supongo que debe de vivir cerca de la pastelería. Esta vez nos ha enseñado el pajarito.
Mi madre estaba lógicamente horrorizada.
– ¿Llevaba anillo de casado? -preguntó Valerie.
– No me he fijado -dijo la abuela-. No le estaba mirando precisamente a las manos.
– Te han apuntado con una pistola y te han acosado sexualmente -dije a la abuela-. ¿No has pasado miedo? ¿No estás nerviosa?
– No eran armas de verdad -contestó la abuela-. Y estábamos en el aparcamiento de una pastelería. ¿Quién podría tomarse en serio una cosa así en el aparcamiento de una pastelería?
– Las armas eran de verdad -aclaré.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Creo que me voy a sentar un poco -dijo la abuela-. Creía que ese conejo era uno de esos exhibicionistas. ¿Te acuerdas de Sammy el Ardilla? Siempre estaba bajándose los calzones en los patios de los vecinos. A veces le dábamos un sandwich cuando acababa.
El Burg siempre ha tenido unos cuantos exhibicionistas, algunos con problemas mentales, otros borrachos impenitentes, y otros que sólo querían pasar un buen rato. En la mayoría de los casos, la actitud general es de tolerancia resignada. De vez en cuando alguno de ellos se baja los calzones donde no debe y acaba con el culo lleno de perdigones.
Llamé a Morelli y le conté lo del conejo.
– Estaba con Clinton -expliqué-. Y no se llevaban demasiado bien.
– Deberías poner una denuncia.
– Sólo podría reconocer una parte corporal del fulano en cuestión, y no creo que la tengáis en los ficheros policiales.
– ¿Llevas la pistola?
– Sí. Pero no me dio tiempo a sacarla.
– Póntela en la cintura. De todas maneras es ilegal llevarla escondida. Y no sería mala idea que la cargaras con un par de balas de verdad.
– La llevo cargada -las balas se las había puesto Ranger-. ¿Han identificado ya al tipo del maletero?
– Thomas Turkello. También conocido como Thomas Turkey. Matón de alquiler de fuera de Filadelfia. Imagino que era prescindible y que era mejor cargárselo que correr el riego de que hablara. El conejo probablemente sea del círculo interno.
– ¿Algo más?
– ¿Qué más quieres?
– Las huellas de Abruzzi en el arma homicida.
– Lo siento.
No quería colgar, pero no tenía nada más que decir. Lo cierto era que sentía un agujero en el estómago al que no quería poner nombre. Tenía un miedo mortal a que fuera soledad. Ranger era fuego y magia, pero no era real. Morelli era todo lo que yo quería en un hombre, pero él quería que me convirtiera en algo que no era.
Colgué el teléfono y me retiré a la sala de estar. En casa de mis padres, si te sentabas delante de la televisión, no se esperaba que hablaras. Incluso si le hacían una pregunta directa, al televidente se le concedía el privilegio de hacerse el sordo. Esas eran las reglas.
La abuela y yo estábamos juntas en el sofá, viendo el canal meteorológico. Era difícil decir cuál de las dos estaba más consternada.
– Supongo que fue una buena idea no tocarla -dijo la abuela-. Aunque debo admitir que tenía cierta curiosidad. No es que fuera exactamente bonita, pero al final estaba bastante grande. ¿Habías visto alguna tan grande?
Un momento perfecto para invocar el derecho a no contestar de la televisión.
Tras un par de minutos de previsiones meteorológicas me fui a la cocina y me comí el segundo donut. Recogí mis cosas y me asomé al salón.
– Me voy -dije a la abuela-. Bien está lo que bien acaba, ¿verdad?
La abuela no respondió. Estaba abstraída en el canal meteorológico. Había un área de altas presiones cruzando los Grandes Lagos.
Volví a mi apartamento. Esta vez llevaba la pistola en la mano desde antes de salir del coche. Atravesé el aparcamiento y entré en el edificio. Me detuve al llegar a mi puerta. Esa era siempre la peor parte. Una vez que estaba dentro del apartamento, me sentía segura. Además de la cerradura, tenía un cerrojo y una cadena de seguridad. Sólo Ranger podía entrar sin previo aviso. No sé si atravesaba la puerta como un fantasma o si se diluía como un vampiro y se deslizaba por debajo. Suponía que un mortal podría hacerlo de alguna manera, pero no sabía cuál.
Abrí la puerta e inspeccioné el apartamento como la versión cinematográfica de un agente de la CÍA: agazapada de habitación en habitación, con la pistola en la mano y las piernas flexionadas, lista para disparar. Abría las puertas de golpe y cruzaba los umbrales de un salto. Menos mal que no me podía ver nadie, porque sabía que parecía una idiota. Lo bueno fue que no encontré ningún conejo con sus partes colgando. Comparado con ser violada por un conejo, lo de las serpientes y las arañas parecía peccata minuta.
Ranger llamó a los diez minutos de llegar yo al apartamento.
– ¿Vas a estar en casa un rato? -preguntó-. Quiero mandarte a una persona para que instale un sistema de seguridad.