O sea, que el hombre misterioso también lee el pensamiento.
– Se llama Héctor -añadió Ranger-. Ya está en camino.
Héctor era delgado e hispano, y vestía de negro. Tenía el lema de una pandilla tatuado en el cuello y una lágrima solitaria tatuada debajo de un ojo. Tenía veintipocos años y sólo hablaba español.
Héctor tenía la puerta abierta y estaba haciendo los últimos ajustes, cuando llegó Ranger. Dedicó a Héctor un saludo apenas audible en español y comprobó el sensor que acababa de instalar en la entrada.
Acto seguido me miró a mí, sin dejar traslucir el menor pensamiento. Nuestros ojos se encontraron durante unos larguísimos instantes y luego se volvió a Héctor. Mi español se reduce a las palabras «burrito» y «taco», de manera que no me enteré de lo que decían. Héctor hablaba y gesticulaba, y Ranger escuchaba y preguntaba. Héctor le entregó a Ranger un pequeño artefacto, recogió sus herramientas y se fue. Ranger me hizo un gesto con el dedo para que me acercara a él.
– Este es tu mando. Es lo bastante pequeño para que lo lleves con las llaves del coche. Tienes un código de cuatro dígitos para abrir y cerrar la puerta. Si han forzado la puerta, el mando te avisará. No está conectado a ningún servicio de seguridad. Tampoco tiene alarma. Está diseñado para darte fácil acceso y avisarte si alguien ha entrado en tu casa, para que no te lleves más sorpresas. La puerta es de acero y Héctor ha instalado un cerrojo en el suelo. Si te cierras por dentro, estarás segura. No se puede hacer gran cosa con las ventanas. La escalera de incendios es un problema. Aunque el problema es menor si tienes una pistola en la mesilla de noche.
– ¿Esto también lo apuntas en la cuenta? -pregunté mirando el mando.
– No hay cuenta. Y lo que nos damos el uno al otro no tiene precio. De ningún tipo. Ni económico, ni emocional. Tengo que volver al trabajo.
Hizo un intento de irse y yo le agarré por la pechera de la camisa.
– No tan deprisa. Esto no es la televisión. Es mi vida. ¿Hay algo más que deba saber de ese rollo del «sin precio emocional»?
– Así es como tiene que ser.
– ¿Y qué trabajo es ése al que tienes que volver?
– Estoy dirigiendo una operación de vigilancia para una agencia gubernamental. Somos trabajadores autónomos. No me irás a freír con preguntas sobre los detalles, ¿verdad?
Le solté la camisa y dejé escapar un suspiro.
– No puedo hacerlo. Esto no va a funcionar.
– Lo sé -dijo Ranger-. Tienes que arreglar tu relación con Morelli.
– Necesitábamos tomarnos un descanso.
– Ahora mismo estoy comportándome como un buen chico porque me interesa, pero soy un oportunista, y me siento atraído por ti. Y volveré a meterme en tu cama si el descanso de Morelli se alarga demasiado. Si me lo propusiera, podría hacerte olvidar a Morelli. Y eso no sería bueno para ninguno de los dos.
– Dios.
Ranger sonrió.
– Cierra bien la puerta.
Y se fue.
Cerré la puerta y puse el cerrojo del suelo. Ranger había logrado que dejara de pensar en el conejo masturbador. Ahora tenía que dejar de pensar en Ranger. Sabía que todo lo que decía era cierto, con la posible excepción de lo de olvidar a Morelli. No era fácil de olvidar. Lo había intentado con todas mis fuerzas durante años y no lo había conseguido.
Sonó el teléfono y, al contestar, alguien hizo ruido de besitos. Colgué y volvió a sonar. Más besitos. A la tercera vez, desconecté el cable.
Media hora después había alguien a mi puerta.
– Sé que estás ahí dentro -gritó Vinnie-. He visto el CR-V en el aparcamiento.
Descorrí el cerrojo del suelo, el de la puerta, la cadena de seguridad y abrí la cerradura.
– Dios bendito -dijo Vinnie cuando por fin abrí-. Cualquiera diría que hay algo valioso en esta ratonera.
– Yo soy valiosa.
– Como cazarrecompensas, desde luego que no. ¿Dónde está Bender? Me quedan dos días para entregar a Bender o pagar su fianza al tribunal.
– ¿Has venido a decirme eso?
– Sí. Pensé que necesitabas que te lo recordara. Hoy tengo a mi suegra en casa y me está volviendo loco. He pensado que éste era un buen momento para ir por él. He intentado llamarte, pero no te funciona el teléfono.
Qué diablos, no tenía nada mejor que hacer. Estaba encerrada en el apartamento con el teléfono desconectado.
Dejé a Vinnie esperándome en el vestíbulo y fui a buscar mi cartuchera. Regresé con la funda de nailon negra sujeta a la pierna y mi 38 cargada y lista para disparar.
– Vaya -dijo Vinnie, evidentemente impresionado-. Por fin te lo tomas en serio.
Efectivamente. Me tomaba en serio que un conejo me hiciera guarrerías. Salimos del aparcamiento, Vinnie de copiloto y yo al volante. Me dirigí al centro de la ciudad, con un ojo atento a la carretera y el otro puesto en el retrovisor. Un todo-terreno verde se puso detrás de mí. Se saltó una línea continua y me adelantó. El fulano de la máscara de Clinton iba al volante y el espantoso conejo iba sentado a su lado. El conejo se volvió, sacó la cabeza por el techo solar y me miró. Las orejas le revoloteaban con el aire y se sujetaba la cabeza con ambas manos.
– Es el conejo -grité- ¡Dispárale! ¡Coge mi pistola y dispárale!
– ¿Estás loca? -dijo Vinnie-. No puedo disparar sobre un conejo desarmado.
Intenté sacar la pistola de la funda al mismo tiempo que conducía, sin gran éxito.
– Pues entonces le disparo yo. No me importa que me metan en la cárcel. Merecerá la pena. Le voy a pegar un tiro en esa estúpida cabeza de conejo -conseguí sacar la pistola de la funda, pero no quería disparar a través del parabrisas de Ranger-. Ocúpate del volante -dije a Vinnie. Abrí la ventanilla, me asomé y disparé.
El conejo se protegió inmediatamente en el interior del coche. El todoterreno aceleró y giró a la izquierda por una calle lateral. Esperé a que pasara el tráfico y fui detrás. Les vi delante de mí. Giraron una y otra vez hasta que completaron el círculo y volvimos a meternos en la calle State. El todoterreno se detuvo en una tienda abierta las veinticuatro horas y los dos hombres salieron corriendo por detrás del edificio de ladrillo. Vinnie y yo nos bajamos del CR-V y corrimos detrás de ellos. Les seguimos un par de manzanas, se metieron por un jardín y desaparecieron.
– ¿Por qué seguimos a un conejo? -Vinnie estaba doblado por la cintura, jadeando.
– Es el que tiró la bomba a mi CR-V.
– Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Tendría que habértelo preguntado antes. Me habría quedado en el coche. Dios, no puedo creer que hayas estado disparando por la ventanilla del coche. ¿Quién te crees que eres, Terminator? Joder, tu madre me arranca los huevos si se entera de esto. ¿En qué estabas pensando?
– Me he puesto nerviosa.
– No te has puesto nerviosa. ¡Te has vuelto loca!
14
ESTÁBAMOS EN UN VECINDARIO de grandes casas antiguas. Algunas habían sido restauradas. Otras necesitaban una buena reforma. Algunas habían sido transformadas en edificios de apartamentos. La mayoría estaban situadas en parcelas de buenas dimensiones y daban la espalda a la carretera. El conejo y su compañero habían desaparecido por el lateral de una de las casas de apartamentos. Vinnie y yo merodeamos alrededor del edificio, quedándonos quietos de vez en cuando para escuchar, con la esperanza de que el conejo se descubriera. Inspeccionamos entre los coches que había aparcados a la entrada y miramos detrás de los arbustos.
– No los veo -dijo Vinnie-. Creo que se han ido. O han pasado por delante de nuestras narices y han vuelto al coche o se han metido en esta casa.
Los dos miramos a la casa.
– ¿Quieres que la inspeccionemos? -preguntó Vinnie.
Era una gran casa victoriana. Había estado en casas como aquélla en otras ocasiones, y estaban llenas de armarios y pasillos y puertas cerradas. Casas buenas para esconderse y difíciles de inspeccionar. Especialmente para una cagueta como yo. Ahora que me encontraba al aire libre, iba recuperando la cordura. Y cuanto más paseaba por allí, menos deseaba encontrar al conejo.