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– Creo que voy a pasar de la casa.

– Buena elección -dijo Vinnie-. En una casa como ésta es fácil que te vuelen la cabeza. Claro que eso a ti te dará lo mismo, porque estás como una puta cabra. Tienes que dejar de ver esas películas antiguas de Al Capone.

– Mira quién habla. ¿Qué me dices de la vez que te pusiste a disparar en casa de Pinwheel Soba? Casi la destrozaste.

La cara de Vinnie se contrajo con una sonrisa.

– Me dejé llevar por la situación.

Nos encaminamos al coche con las pistolas todavía desenfundadas, atentos a cualquier ruido y movimiento. A media manzana de la tienda de veinticuatro horas vimos una columna de humo que se elevaba desde el otro lado del edificio de ladrillo. Era un humo negro y acre, que olía a goma quemada. La clase de humo que sale de un coche incendiado.

Se oían sirenas en la lejanía y tuve otro de esos presentimientos inquietantes. Terror en la boca del estómago. Le siguió una oleada de tranquilidad que anunciaba la llegada de la negación. No podía ser. Otro coche, no. El coche de Ranger, no. Tenía que ser cualquier otro coche. Empecé a hacer pactos con Dios. Que sea el Explorer, le sugerí a Dios, y seré mejor persona. Iré a la iglesia. Comeré más verdura. Dejaré de abusar del masaje de la ducha.

Doblamos la esquina y, como era de esperar, el coche de Ranger estaba en llamas. Muy bien, se acabó, dije a Dios. No vale ninguno de los pactos.

– ¡Hostias! -dijo Vinnie-. Es tu coche. Es el segundo CR-V que te cargas esta semana. Con esto puede que hayas batido tu propio récord.

El dependiente de la tienda de veinticuatro horas estaba en la calle, disfrutando del espectáculo.

– Lo he visto todo -dijo-. Ha sido un conejo gigante. Entró en la tienda y compró una lata de combustible para barbacoas. Luego roció el coche negro y le echó una cerilla. A continuación se fue en el todoterreno verde.

Guardé el arma y me senté en el reborde de cemento de la tienda. Por si fuera poco que me hubieran achicharrado el coche, me había dejado el bolso dentro. Las tarjetas de crédito, el carné de conducir, el brillo de labios, el spray de defensa y mi nuevo teléfono móvil habían desaparecido. Y había dejado las llaves en el contacto. Y el mando de mi sistema de seguridad estaba metido en el llavero.

Vinnie se sentó a mi lado.

– Siempre que salgo contigo me lo paso genial -dijo-. Deberíamos hacerlo más a menudo.

– ¿Llevas tu móvil?

El primer número que marqué fue el de Morelli, pero no estaba en casa. Bajé la cabeza. Ranger era el siguiente de la lista.

– Sí -contestó Ranger.

– Tengo un pequeño problema.

– No me digas. Tu coche se ha ido a tomar viento.

– Bueno, se ha quemado un poco.

Silencio.

– ¿Y te acuerdas de aquel mando que me diste? Estaba en el coche.

– Cariño…

Vinnie y yo seguíamos sentados en el bordillo cuando llegó Ranger. Llevaba vaqueros, camiseta negra y botas, y parecía casi normal. Echó una mirada al coche achicharrado, luego me miró a mí y sacudió la cabeza. En realidad, más que sacudir la cabeza, insinuó que sacudía la cabeza. No quise ni intentar imaginar qué pensamiento había provocado aquel gesto. Pero supuse que no sería bueno. Habló con uno de los policías y le dio una tarjeta. Luego nos recogió a Vinnie y a mí y nos llevó a mi casa. Vinnie se metió en su Cadillac y se marchó.

Ranger sonrió y señaló a la pistola que llevaba en mi cadera.

– Tienes buen aspecto, cariño. ¿Le has pegado un tiro a alguien hoy?

– Lo he intentado.

Soltó una risita suave, me pasó un brazo por el cuello y me besó justo encima de la oreja.

Héctor nos esperaba en el descansillo. Tenía toda la pinta de que le quedaría bien un mono naranja y grilletes en los tobillos. Pero, oye, ¿qué sé yo? A lo mejor es un tío encantador. A lo mejor ni siquiera sabe que una lágrima tatuada debajo del ojo significa un asesinato cometido por la pandilla. E, incluso aunque lo sepa, es una lágrima nada más, o sea, que tampoco es un asesino en serie, ¿no?

Héctor le dio a Ranger un mando nuevo y dijo algo en español. Ranger le contestó, se saludaron con uno de esos apretones de manos complicados y Héctor se fue.

Ranger abrió la puerta con el mando y entró conmigo.

– Héctor ya lo ha revisado. Dice que el apartamento está limpio -dejó el mando encima de la repisa de la cocina-. El mando nuevo está programado exactamente como el anterior.

– Siento lo que ha pasado con el coche.

– Era sólo cuestión de tiempo, cariño. Lo consideraré como gastos de esparcimiento -echó un vistazo a la pantalla de su buscapersonas-. Tengo que irme. No te olvides de echar el cerrojo del suelo cuando me vaya.

Bajé el cerrojo con el pie y paseé por la cocina. Se supone que pasear calma los nervios, pero cuanto más paseaba más nerviosa me ponía. Necesitaba un coche para el día siguiente y no se lo iba a pedir a Ranger. No me gustaba ser su esparcimiento. Ni esparcimiento motorizado, ni esparcimiento sexual.

¡Aja!, dijo una voz en mi interior. Ahora estamos llegando a algún sitio. Este nerviosismo que sientes no es por el coche. El motivo es el sexo. Estás deprimida porque te has tirado a un tío que no quería nada más que sexo puro y duro. ¿Sabes lo que eres?, preguntó la voz. Una hipócrita.

Bueno, le dije a la voz. ¿Y qué? ¿Adonde quieres ir a parar?

Revolví los armarios y el frigorífico intentando encontrar un Tastykake. Ya sabía que no me quedaba ninguno, pero busqué de todas formas. Otro ejercicio de futilidad. Mi especialidad.

Vale. Muy bien. Me voy a la calle a comprarlo. Agarré el mando que me acababa de dar Ranger y salí del apartamento como una fiera. Cerré de un portazo, marqué la clave del sistema de seguridad y me di cuenta de que había salido sin nada más que el mando. No tenía ni las llaves del coche, innecesarias puesto que ya no tenía coche. Tampoco tenía ni dinero ni tarjetas de crédito. Gran suspiro. Debía volver a entrar y replantearme la situación.

Volví a marcar el código y empujé la puerta. No se abría. Marqué otra vez el código. Nada. No tenía llave. Lo único que tenía era aquel estúpido mando de mierda. No había motivos para asustarse. Debía de estar haciendo algo mal. Repetí la operación. No era tan difícil. Marcar los números y la puerta se abre. A lo mejor no me acordaba bien de los números. Probé otro par de combinaciones. No hubo suerte.

Mierda de tecnología. Odio la tecnología. La tecnología es una putada.

Vale, tómatelo con calma, me dije. No querrás repetir la escenita del tiroteo por la ventanilla del coche. No querrás que se te vaya la olla por un estúpido mando. Respiré profundamente un par de veces y marqué los números en el aparato una vez más. Agarré el picaporte, tiré y lo giré, pero la puerta no se abrió.

– ¡A la mierda! -tiré el mando al suelo y me puse a saltar encima de él-. ¡Mierda, mierda, mierda!

Le di una patada que lo envió al otro extremo del pasillo. Corrí por el descansillo, desenfundé la pistola y le pegué un tiro al mando. ¡PUM! El mando saltó en el aire y le disparé otra vez.

Una mujer asiática abrió la puerta al otro lado del descansillo. Me miró, ahogó un chillido, se metió dentro y cerró la puerta con llave.

– Lo siento -grité en su dirección-. Me he dejado llevar.

Recogí el mando despanzurrado y volví a mi parte del pasillo. Mi vecina de al lado, la señora Karwatt, estaba en la puerta de su casa.

– ¿Tienes algún problema, querida? -me preguntó.

– Me he quedado fuera del apartamento y no puedo abrir.