Afortunadamente la señora Karwatt tenía una copia. Me dio la llave, la inserté en la cerradura y la puerta no se abría. Entré con la señora Karwatt en su casa y llamé a Ranger desde su teléfono.
– La puta puerta no se abre -dije.
– Ahora te mando a Héctor.
– ¡No! No le entiendo. No puedo hablar con él -y me da un miedo que me muero.
Veinte minutos después estaba sentada en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada en la pared, cuando Ranger y Héctor llegaron.
– ¿Qué pasa? -preguntó Ranger.
– La puerta no se abre.
– Seguramente no es más que un problema de programación. ¿Tienes el mando?
Puse el mando en su mano. Ranger y Héctor lo miraron. Luego se miraron el uno al otro, levantaron las cejas y sonrieron.
– Creo que ya sé lo que ha pasado -dijo Ranger-. Alguien se ha cargado el mando a tiros -le dio vueltas en la mano-. Por lo menos has sido capaz de acertarle. Es agradable comprobar que la práctica de tiro ha merecido la pena.
– Soy buena en las distancias cortas.
Héctor tardó veinte segundos en abrir la puerta y diez minutos en desmontar los sensores.
– Si quieres que volvamos a montar un sistema de seguridad, dímelo -dijo Ranger.
– Te agradezco el ofrecimiento, pero prefiero entrar con los ojos vendados en un apartamento lleno de cocodrilos.
– ¿Quieres probar suerte con otro coche? Podemos correr el riesgo. Podría conseguirte un Porsche.
– Es tentador, pero no. Espero que me llegue el cheque de la compañía de seguros mañana. En cuanto lo tenga, le diré a Lula que me lleve a un concesionario.
Ranger y Héctor se fueron y yo me encerré en mi apartamento. Había descargado mucha agresividad disparando al mando y me sentía mucho más tranquila. El corazón sólo se saltaba un latido de vez en cuando y el tic del ojo apenas se notaba. Me comí el último trozo de masa de galleta congelada. No era un Tastykake, pero aun así estaba bastante bueno. Encendí la televisión y me puse a ver un partido de hockey.
– Ah-ah -dijo Lula a la mañana siguiente-. ¿Has venido a la oficina en taxi? ¿Qué le ha pasado al coche de Ranger?
– Se incendió.
– ¿Cómo dices?
– Y tenía el bolso dentro. Me tengo que ir a comprar otro bolso.
– Soy la persona ideal para ese cometido -dijo Lula-. ¿Qué hora es? ¿Ya están abiertas las tiendas?
Eran las diez en punto de la mañana del lunes. Las tiendas estaban abiertas. Ya había anulado las tarjetas de crédito derretidas. Estaba lista para echarme a la calle.
– Un momento -dijo Connie-. ¿Qué pasa con lo que hay que archivar?
– Ya está casi todo archivado -dijo Lula, y agarró una pila de carpetas y las metió en un cajón-. Además, no vamos a tardar mucho. Stephanie siempre compra el mismo bolso aburrido. Va directamente al departamento de la marca Coach, elige uno de esos bolsazos de cuero negro con bandolera y se acabó la historia.
– Resulta que también se me ha quemado el carné de conducir -dije-. Esperaba que, de paso, me acercaras a las oficinas de tráfico.
Connie hizo un aparatoso gesto de resignación.
– Marchaos.
Era mediodía cuando llegamos al centro comercial de Quaker Bridge. Compré el bolso y Lula y yo probamos unos perfumes. Estábamos en la planta superior, yendo hacia las escaleras mecánicas para bajar al aparcamiento, cuando una silueta familiar nos cortó el paso.
– ¡Tú! -dijo Martin Paulson-. ¿Qué pasa contigo? No consigo librarme de ti.
– No empieces otra vez -dije-. No estoy nada contenta contigo.
– Vaya, qué pena. Casi me preocupa. ¿Qué haces hoy aquí? ¿Estás buscando otra persona a la que maltratar?
– No te maltraté.
– Me tiraste al suelo.
– Tú te caíste. Dos veces.
– Te dije que tenía un sentido del equilibrio muy malo.
– Mira, quítate de en medio. No me voy a quedar aquí discutiendo contigo.
– Sí, ya has oído -dijo Lula-. Quítate de en medio.
Paulson se giró para mirar a Lula y, al parecer, no estaba preparado para lo que vio, porque perdió la estabilidad y se cayó de espaldas por las escaleras mecánicas. Había un par de personas detrás de él y las derribó como si fueran bolos. Todos acabaron revueltos en el suelo.
Lula y yo corrimos escaleras abajo hacia el montón de cuerpos.
Paulson parecía ser el único perjudicado.
– Me he roto una pierna -se quejó-. Os apuesto lo que queráis a que me he roto una pierna. Ya te había dicho que tenía problemas de equilibrio. Nadie me hace caso.
– Seguro que hay una buena razón para que nadie te haga caso -dijo Lula-. A mí me pareces un bocazas, por si te interesa mi opinión.
– Es todo por tu culpa -protestó Paulson-. Me has dado un susto de muerte. Deberían mandar a la policía de la moda para que te detenga. ¿Y ese pelo amarillo? Pareces Harpo Marx.
– Bueno -dijo Lula-. Me largo. No me voy a quedar aquí aguantando que me insulten. Tengo que volver al trabajo.
Estábamos saliendo del aparcamiento en el coche cuando Lula frenó en seco.
– Un momento. ¿Están las bolsas con mis compras en el asiento de atrás?
Me di la vuelta y miré.
– No.
– ¡Mierda! Se me han debido de caer cuando me ha empujado ese saco de mierda de mono.
– No pasa nada. Acércate a la puerta y voy a recogerlas de una carrera.
Lula fue hasta la entrada y yo desanduve nuestros pasos por el centro comercial. Tuve que pasar junto a Paulson para llegar a las escaleras. Los de la ambulancia le habían puesto en una camilla y estaban a punto de llevárselo. Subí en las escaleras hasta la segunda planta y encontré las bolsas en el suelo junto a un banco, exactamente donde las había dejado Lula.
Treinta minutos después estábamos en la oficina y Lula tenía todas sus bolsas esparcidas por el sofá.
– Uh-uh -dijo-. Hay una bolsa de más. ¿Ves esa bolsa grande marrón? No es mía.
– Estaba en el suelo con las otras bolsas -respondí.
– Ay, madre -suspiró Lula-. ¿Estás pensando lo mismo que yo? No quiero ni mirar dentro de esa bolsa. Me da muy mal rollo.
– Tenías razón con tu presentimiento -dije mirando dentro de la bolsa-. Aquí dentro hay un par de pantalones que sólo podrían ser de Paulson. Más un par de camisas. Mierda; Hay una caja envuelta en papel de regalo infantil.
– Te sugiero que tires esa bolsa al contenedor de basura y te laves las manos.
– No puedo hacer eso. El hombre se acaba de romper la pierna. Y esto es el regalo de cumpleaños de un niño.
– No te preocupes -me consoló Lula-. Puede entrar en Internet, robar otro poquito y conseguir otro regalo.
– Es culpa mía -dije-. Yo me he llevado el regalo de Paulson. Tengo que devolvérselo.
Había varios hospitales en la zona de Trenton. Si hubieran llevado a Paulson a St. Francis, podría acercarme dando un paseo y entregarle su bolsa antes de que le dieran el alta. Y había muchas posibilidades de que estuviera en St. Francis, porque era el hospital más próximo a su casa.
Llamé a ingresos y les pedí que consultaran con el servicio de urgencias. Me dijeron que, efectivamente, Paulson estaba en urgencias, y que creían que todavía estaría allí un buen rato.
No es que me hiciera mucha ilusión ver a Paulson, pero era un bonito día de primavera y daba gusto estar en la calle. Decidí ir andando hasta el hospital, luego caminar hasta la casa de mis padres, gorronear la cena y decirle hola a Rex. Llevaba mi bolso nuevo al hombro y me sentía segura porque en él iba mi pistola. Además de un brillo de labios nuevo. ¿Soy una profesional o no?
Bajé paseando por Hamilton un par de manzanas y luego doblé por la calle anterior a la entrada principal del hospital para meterme por el acceso de urgencias. Busqué a la enfermera responsable y le pedí que le entregara la bolsa a Paulson.
Así quedaba libre; la bolsa ya no era mi responsabilidad. Había hecho un esfuerzo para devolvérsela a Paulson y me fui del hospital sintiéndome satisfecha de mi bondad.