Mis padres vivían detrás del hospital, en el corazón del Burg. Pasé por delante del aparcamiento subterráneo y me paré en el cruce. Era media tarde y había muy pocos coches por la calle. En los colegios todavía estaban dando clase. Los restaurantes estaban vacíos.
Un coche solitario bajó por la calle y se paró en la señal de stop. Había un coche aparcado a mi derecha. Oí el sonido de unos pasos sobre la gravilla. Giré la cabeza para ver qué era, y el conejo apareció por detrás del coche estacionado. En esta ocasión iba completamente ataviado.
– ¡Bu! -dijo.
Solté un chillido involuntario. Me había pillado por sorpresa. Metí la mano en el bolso para buscar la pistola, pero de repente se plantó otra persona delante de mí y me tiró de la bandolera. Era el tipejo de la máscara de Clinton. Si hubiera conseguido alcanzar la pistola les habría pegado un tiro muy a gusto. Y si hubiera sido un solo hombre, tal vez habría podido llegar a la pistola. Pero, en aquellas circunstancias me tenían dominada.
Caí al suelo gritando, pataleando y arañando, con los dos hombres encima. Las calles estaban desiertas, pero yo hacía mucho ruido y había casas cerca. Sabía que si gritaba lo bastante alto y el tiempo suficiente, alguien acabaría por oírme. El coche que había parado en el cruce giró y se paró a unos centímetros de nosotros.
El conejo abrió la puerta de atrás y tiró de mí para meterme dentro. Abrí piernas y brazos ante la puerta del coche, agarrándome con uñas y dientes y gritando como una fiera. El de la máscara de Clinton intentó agarrarme de las piernas y, cuando se acercó lo suficiente para hacerlo, le lancé una patada y le di debajo de la barbilla con mis botas Caterpillar. Retrocedió tambaleándose y se desplomó. ¡Crash! Boca arriba en la acera.
El conductor salió del coche. Llevaba una máscara de Richard Nixon y yo estaba segura de reconocer su figura. Estaba segura de que era Darrow. Me escabullí del conejo. Es difícil sujetar algo cuando llevas un disfraz de conejo con patas de conejo. Tropecé con el bordillo y caí sobre una rodilla. Me levanté como pude y escapé de allí, corriendo como una loca. El conejo salió corriendo detrás de mí.
Había un coche en el cruce y pasé por delante de él corriendo y gritando. Sentía la voz ronca y probablemente más que gritar, graznaba. La rodilla me asomaba por un desgarrón en los vaqueros, el brazo estaba arañado y sangraba y el pelo me caía sobre la cara, revuelto y enmarañado tras haber rodado por el suelo con el conejo. Apenas miré al coche, y sólo me di cuenta de que era plateado. Oía al conejo detrás de mí. Los pulmones me ardían y sabía que no podría correr más que él. Estaba demasiado asustada para pensar en alguna salida. Corría calle abajo a lo loco.
Oí el chirrido de unas llantas y el motor de un coche poniéndose en marcha. Darrow, pensé. Que viene por mí. Me volví a mirar y vi que no era Darrow quien me seguía. Era el coche plateado. Un Buick LeSabre. Y mi madre iba al volante. Se lanzó sin contemplaciones sobre el conejo. Éste salió volando por los aires, en una explosión de piel falsa, y aterrizó convertido en bulto informe a un lado de la calzada. El coche que conducía Darrow se paró junto al conejo. Darrow y el otro tipo con máscara se apearon, recogieron al conejo, lo metieron en el asiento trasero y se fueron.
Mi madre se había detenido a unos centímetros de mí. Cojeé hasta el coche, ella abrió la puerta y me subí.
– Santa María, Madre de Dios -dijo-. Te estaban persiguiendo Richard Nixon, Bill Clinton y un conejo.
– Sí. Menos mal que has aparecido tú.
– He atropellado al conejo -gimoteó-. Seguramente lo he matado.
– Era un conejo malo. Merecía morir.
– Se parecía al Conejo de Pascua. He matado al Conejo de Pascua -dijo sollozando.
Saqué un pañuelo de papel del bolso de mi madre y se lo di. Luego revisé el bolso más concienzudamente.
– ¿No tienes Valium por aquí? ¿O algún Klonapin o Ativan?
Mi madre se sonó la nariz y puso el coche en marcha.
– ¿Tienes la menor idea de lo que es para una madre ir por la calle y ver que a su hija la persigue un conejo? No sé por qué no puedes tener un trabajo normal, como tu hermana.
Puse los ojos en blanco. Otra vez mi hermana. Santa Valerie.
– Y está saliendo con un hombre muy agradable -siguió mi madre-. Creo que tiene buenas intenciones. Y es abogado. Algún día vivirá muy bien -mi madre volvió al cruce para que yo pudiera recoger el bolso-. ¿Y tú, qué? -quiso saber-. ¿Con quién estás saliendo tú?
– No me preguntes -contesté. No estaba saliendo con nadie. Estaba fornicando con Batman.
– No sé muy bien qué hacer ahora -dijo mi madre-. ¿Crees que debería denunciar todo esto a la policía? ¿Qué les podría contar? Quiero decir que, ¿cómo iba a quedar? Iba a Giovichinni a comprar fiambres y vi a un conejo que seguía a mi hija por la calle, así que lo atropellé, pero ha desaparecido.
– ¿Te acuerdas de que, cuando era pequeña, un día íbamos todos al cine y papá atropello a un perro en Roebling? Todos nos bajamos del coche para buscarlo pero no pudimos encontrarlo. Simplemente salió corriendo y desapareció.
– Me sentí fatal aquel día.
– Sí, pero fuimos al cine de todas formas. Quizá deberíamos ir a por esos fiambres y ya está.
– Era un conejo -dijo mi madre-. Y no tenía por qué estar en la carretera.
– Exacto.
Fuimos hasta Giovichinni en silencio y aparcamos delante de la tienda. Las dos salimos del coche y fuimos a mirar el morro del Buick. Había un poco de piel de conejo pegada al radiador, pero, aparte de eso, el LeSabre estaba en perfectas condiciones.
Mientras mi madre charlaba con el carnicero, salí fuera y llamé a Morelli desde un teléfono público.
– Esto te va a sonar un poco raro -dije-, pero mi madre acaba de atropellar al conejo.
– ¿Atropellar?
– Como en las carreteras campestres. No estamos muy seguras de qué hacer al respecto.
– ¿Dónde estáis?
– En Giovichinni, comprando fiambre.
– ¿Y el conejo?
– Desaparecido. Estaba con otros dos tipos. Lo recogieron de la carretera y se lo llevaron en el coche.
Hubo un largo silencio al teléfono.
– Estoy sin palabras, joder -dijo Morelli por fin.
Una hora después oí la camioneta de Morelli aparcando delante de la casa de mis padres. Llevaba vaqueros y botas, y una sudadera de algodón con las mangas subidas. La sudadera era lo bastante holgada como para ocultar la pistola que siempre llevaba en la cintura.
Yo me había duchado y arreglado el pelo, pero no tenía ropa limpia para cambiarme, así que seguía con los vaqueros rasgados y ensangrentados y la camiseta manchada de tierra. Tenía un corte abierto en la rodilla, una buena rozadura en el brazo y otra en la mejilla. Salí al encuentro de Morelli en el porche y cerré la puerta detrás de mí. No quería que la abuela Mazur se uniera a nosotros. Morelli me miró lentamente de arriba a abajo.
– Podría darte un beso en la rodilla y se te pondría mejor.
Una habilidad adquirida tras años de jugar a los médicos.
Nos sentamos juntos en un escalón y le conté lo del conejo en la pastelería y el intento de secuestro en el cruce.
– Y estoy casi segura de que era Darrow el que conducía.
– ¿Quieres que haga que le detengan?
– No. No podría identificarle con certeza.
La cara de Morelli se iluminó con una sonrisa.
– ¿De verdad atropello tu madre al conejo?
– Vio que me perseguía y lo atropello. Lo lanzó unos tres metros por el aire.
– Le gustas.
Asentí con la cabeza y los ojos se me humedecieron.
Un coche pasó por delante. Con dos hombres.
– Podrían ser ellos -dije-. Dos de los esbirros de Abruzzi. Intento estar en guardia, pero los coches son siempre diferentes.