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Le entregué la pistola y salí corriendo. Revisé el panel de salidas en cuanto entré en la terminal. El vuelo no se había vuelto a retrasar. Y seguía en la misma puerta de embarque. Me chasqueé los nudillos mientras esperaba en la cola del control de seguridad. Estaba a un paso de Evelyn y Annie. Si las perdía aquí sería una faena enorme.

Pasé el control de seguridad y seguí los indicadores hasta la puerta de embarque. Mientras recorría los pasillos iba mirando a todo el mundo. Miré al frente y vi a Evelyn y a Dotty con los niños, dos puertas más allá. Estaban sentados, esperando. No había en ellos nada de raro. Dos madres con sus hijos, de viaje a Florida.

Me acerqué a ellas sigilosamente y me senté en un asiento vacío junto a Evelyn.

– Tenemos que hablar -dije.

Dieron la impresión de sorprenderse sólo ligeramente. Como si ya nada les pudiera sorprender demasiado. Ambas tenían aspecto cansado. Parecía que hubieran dormido con la ropa puesta. Los niños se entretenían dando voces y poniéndose pesados. Como todos los niños que se ven habitualmente en los aeropuertos. Hartos.

– Pensaba llamarte -dijo Evelyn-. Te habría llamado al llegar a Miami. Para que le dijeras a la abuela que me encontraba bien.

– Quiero saber de qué huyes. Y si no me lo cuentas te voy a causar problemas. Voy a impedir que te vayas.

–  ¡No!-exclamó Evelyn-. Por favor, no lo hagas. Es importante que nos vayamos en ese avión.

Dieron el primer aviso de embarque.

– La policía de Trenton te está buscando -dije-. Te quieren interrogar sobre dos asesinatos. Puedo llamar a seguridad y hacer que te lleven a Trenton.

Evelyn se puso pálida.

– Me mataría.

– ¿Abruzzi?

Ella asintió.

– Quizá deberías contárselo -intervino Dotty-. No nos queda mucho tiempo.

– Cuando Steven perdió el bar, Abruzzi vino a casa con sus hombres y me hizo una cosa.

Instintivamente, resollé con fuerza.

– Lo siento -dije.

– Era su modo de asustarnos. Le gusta jugar al ratón y al gato. Se divierte jugando antes de matar. Y le encanta dominar a las mujeres.

– Tendrías que haber ido a la policía.

– Me habría matado antes de que llegara a testificar. O peor aún, le habría hecho algo a Annie. La Justicia se mueve demasiado despacio para un hombre como Abruzzi.

– ¿Y ahora por qué te persigue? -Ranger ya me había dado la respuesta, pero quería oírla de labios de Evelyn.

– Abruzzi es un chiflado de la guerra. Participa en juegos de guerra y colecciona medallas y cosas así. Y había una que guardaba en su escritorio. Creo que era su medalla favorita porque perteneció a Napoleón. Total que, cuando nos divorciamos Steven y yo, el juez le concedió derechos de visita. Todos los sábados Annie se iba con él. Hace un par de semanas, Abruzzi celebró en su casa la fiesta de cumpleaños de su hija y exigió a Steven que llevara a Annie.

– ¿Annie era amiga de la hija de Abruzzi?

– No. Para Abruzzi era sólo una forma de demostrar su poder. Siempre está haciendo cosas por el estilo. A los que trabajan con él les llama «sus tropas». Y ellos tienen que tratarle como si fuera el Padrino, o Napoleón, o algún general importante. La cosa es que hizo esa fiesta para su hija y toda su tropa tuvo que asistir con sus hijos. A Steven lo consideraba parte de su tropa. Le había ganado el bar y, después de eso, era como si le perteneciera. A Steven no le hizo gracia perder el bar, pero sí creo que le gustaba pertenecer a la familia de Abruzzi. Le hacía sentirse importante estar asociado a alguien que todo el mundo temía.

Hasta que lo serraron por la mitad.

– Resulta que, durante el transcurso de la fiesta, Annie se metió en el despacho de Abruzzi, encontró la medalla en el escritorio y se la llevó a la fiesta para enseñársela al resto de los chavales. Nadie le prestó demasiada atención y, no sé cómo, Annie se la metió en el bolsillo. Y se la trajo a casa.

Dieron el segundo aviso de embarque y por el rabillo del ojo vi a Ranger observando desde lejos.

– Continúa -dije-. Todavía tenemos tiempo.

– En cuanto vi la medalla supe lo que significaba.

– ¿Tu billete de huida?

– Sí. Mientras continuara en Trenton, Abruzzi seguiría siendo nuestro dueño. Y no tenía dinero para marcharme. Ni cualificación profesional. Y lo que es peor, estaba el acuerdo de divorcio. Pero aquella medalla valía un montón de dinero. Abruzzi no hacía más que presumir de ello. Así que hice las maletas y me marché. Salí de casa una hora después de que entrara la medalla. Acudí a pedirle ayuda a Dotty porque no sabía a quién más recurrir. Hasta que vendiera la medalla no tenía nada de dinero.

– Lamentablemente, lleva su tiempo vender una medalla como ésa -dijo Dotty-. Y había que hacerlo con discreción.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Evelyn.

– Le he complicado la vida a Dotty. La metí en esta historia y ahora no puede salir de ella.

Dotty vigilaba a la pandilla de crios.

– Todo se arreglará -dijo. Pero no parecía estar muy convencida.

– ¿Y qué me dices de los dibujos que hizo Annie en su cuaderno? -pregunté-. Eran imágenes de personas asesinadas. Llegué a pensar que tal vez había presenciado un asesinato.

– Si te fijas bien, verás que los hombres de los dibujos llevan medallas. Hizo esos dibujos mientras yo hacía las maletas. Todo el mundo que entraba en contacto con Abruzzi, incluidos los niños, adquirían conocimientos sobre la guerra y las medallas al mérito militar. Era una obsesión.

De repente me sentí derrotada. Yo no sacaba nada en limpio de aquello. No había testigos de ningún asesinato. Nadie que me pudiera ayudar a eliminar a Abruzzi de mi vida.

– En Miami nos espera un comprador -explicó Dotty-. He vendido mi coche para pagar estos billetes.

– ¿Podéis confiar en ese comprador?

– Parece que sí. Y un amigo mío nos va a buscar al aeropuerto. Es un chico muy agudo y se va a encargar de supervisar la transacción. Tengo entendido que la operación es muy sencilla. Un experto examina la medalla, y le dan a Evelyn un maletín lleno de dinero.

– Y luego ¿qué?

– Probablemente tengamos que permanecer escondidas. Empezar una nueva vida. Cuando detengan o maten a Abruzzi podremos volver a casa.

No tenía motivos para detenerlas. Me parecía que habían tomado algunas decisiones equivocadas, pero ¿quién era yo para juzgarlas?

– Buena suerte -dije-. No perdáis el contacto conmigo. Y llama a Mabel. Se preocupa mucho por vosotras.

Evelyn se levantó y me dio un abrazo. Dotty reunió a los niños y todos juntos partieron hacia Miami.

Ranger se acercó y me echó un brazo por encima.

– Te han contado una historia lacrimógena, ¿a que sí?

– Sí.

Sonrió y me besó en la coronilla.

– Realmente deberías pensar en dedicarte a otro tipo de cosas. A cuidar gatitos, tal vez. O al diseño floral.

– Ha sido muy convincente.

– ¿La niña fue testigo de un asesinato?

– No. Robó una medalla que vale un maletín lleno de dinero.

Ranger levantó las cejas y sonrió.

– Bien por ella. Me gustan los niños emprendedores.

– No tengo testigos de ningún asesinato. Y el conejo y el oso están muertos. Creo que estoy jodida.

– Puede que después de la comida -dijo él-. Yo invito.

– Quieres decir que invitas a comer.

– Eso también. Conozco un sitio aquí, en Newark, que hace que Shorty's parezca un bar de mariquitas.

Madre mía.

– Y, por cierto, revisé tu treinta y ocho cuando la dejaste en el coche y sólo tiene dos balas. Tengo la penosa impresión de que la pistola volverá al tarro de las galletas en cuanto vacíes el tambor.

Sonreí a Ranger. Yo también puedo ser misteriosa.