Ranger mandó un mensaje a Héctor mientras volvíamos a casa y éste estaba delante de mi apartamento, esperándonos, cuando salimos del ascensor. Le entregó el nuevo mando a Ranger y a mí me sonrió y me apuntó con los dedos pulgar e índice como si fueran una pistola.
– Bang-dijo.
– Muy bien -comenté a Ranger-. Héctor está aprendiendo inglés.
Ranger me lanzó el mando y se fue con Héctor.
Entré en el apartamento y me quedé en la cocina. ¿Y ahora qué? Ahora tenía que esperar y seguir preguntándome cuándo vendría Abruzzi a por mí. ¿Cómo lo haría? ¿Y cómo sería de espantoso? Más espantoso de lo que podía imaginar, seguro.
Si fuera mi madre me pondría a planchar. Mi madre planchaba para quitarse los nervios. Cuando mi madre planchaba había que mantenerse a distancia. Si fuera Mabel estaría haciendo pasteles. ¿Y la abuela Mazur? Lo suyo sí que era fáciclass="underline" el Canal Meteorológico. ¿Y yo qué hago? Como Tastykakes.
Bueno, pues ahí estaba el problema. Que no tenía Tastykakes. Había comido una hamburguesa con Ranger, pero me había saltado el postre. Y ahora necesitaba un Tastykake. Sin Tastykake me quedaría allí sentada, preocupada pensando en Abruzzi. Desgraciadamente, no tenía medio de acercarme a Tastykakelandia, porque no tenía coche. Todavía estaba esperando que llegara el puñetero cheque del seguro.
Eh, un momento. Podía ir andando hasta la tienda de veinticuatro horas. Cuatro manzanas. No es el tipo de cosas que hace una chica normal de Jersey, pero qué demonios… Llevaba la pistola en el bolso con dos balas preparadas. Eso me daba cierta confianza. Me la habría metido en la cintura del vaquero como Ranger y Joe, pero no había espacio. A lo mejor debería limitarme a un solo Tastykake.
Cerré la puerta y bajé por las escaleras hasta la primera planta. No vivía en un edificio lujoso. Estaba siempre limpio y bien cuidado. La construcción no tenía grandes fantasías. Y, en realidad, tampoco era de una gran calidad. Pero era resistente. Tenía una puerta principal y una trasera y ambas daban a un pequeño vestíbulo. Las escaleras y el ascensor también daban a él. Una de las paredes estaba cubierta por los cajetines del correo. El suelo era de baldosas. Los propietarios habían añadido una maceta con una palmera y un par de sillones de orejas para compensar la falta de piscina.
Abruzzi estaba sentado en uno de los sillones. Llevaba un traje impecable. La camisa era de un blanco deslumbrante. Su cara, inexpresiva. Hizo un gesto hacia el otro sillón.
– Siéntate -dijo-. Creo que deberíamos charlar un rato.
Darrow estaba inmóvil junto a la puerta.
Me senté en el sillón, saqué la pistola del bolso y apunté a Abruzzi.
– ¿De qué le gustaría hablar?
– ¿Esa pistola es para asustarme?
– Es por precaución.
– No es una buena estrategia militar para una rendición.
– ¿Quién de los dos se supone que se está rindiendo?
– Tú, por supuesto -contestó-. Muy pronto vas a ser tomada como prisionera de guerra.
– Últimas noticias: necesita ayuda psiquiátrica urgente.
– He sufrido bajas en mis tropas por tu culpa.
– ¿El conejo?
– Era un valioso miembro de mis huestes.
– ¿Y el oso?
Abruzzi sacudió la mano con desprecio.
– El oso era un subcontratado. Hubo que sacrificarlo en tu beneficio y por mi protección. Tenía la mala costumbre de chismorrear con gente de fuera de la familia.
– De acuerdo, ¿y Soder? ¿Era de sus tropas?
– Soder me falló. No tenía carácter. Era un cobarde. No era capaz de controlar ni a su propia esposa ni a su hija. Era un riesgo inútil. Lo mismo que su bar. El seguro del bar valía más que el bar mismo.
– No estoy segura de cuál es mi papel en todo esto.
– Tú eres el enemigo. Elegiste ponerte del lado de Evelyn en este juego. Como seguro que sabrás, Evelyn tiene algo que quiero. Te doy una última oportunidad de sobrevivir. Me puedes ayudar a recuperar lo que es legítimamente mío.
– No sé de qué me está hablando.
Abruzzi miró mi pistola.
– ¿Dos balas?
– Es todo lo que necesito -madre mía, no podía creer que hubiera dicho aquello. Tenía la esperanza de que Abruzzi se marchara, porque lo más probable era que me hubiera hecho pis en la silla.
– Entonces, ¿es la guerra? -preguntó Abruzzi-. Deberías pensártelo dos veces. No te va a gustar lo que te va a pasar. Se acabaron los juegos y la diversión.
No dije nada.
Abruzzi se levantó y se dirigió a la puerta. Darrow le siguió.
Me quedé un rato sentada en el sillón, con la pistola en la mano, esperando a que los latidos de mi corazón recuperaran su ritmo habitual. Me levanté y comprobé la superficie del sillón. Luego comprobé la superficie de mis asentaderas. Ambos secos. Era un milagro.
Andar cuatro manzanas para comprar un Tastykake había perdido parte de su encanto. Tal vez sería mejor ocuparme de dejar mis asuntos en orden. Aparte de buscar una familia adoptiva para Rex, el único cabo suelto de mi vida era Andy Bender. Subí al apartamento y llamé a la oficina.
– Voy a detener a Bender -dije a Lula-. ¿Quieres venir conmigo?
– Para nada, monada. Tendrías que meterme en un traje anticontaminación completo para que me acercara a ese sitio. Y aun así, no iría. Ya te he dicho que Dios tiene algo con ese tío. Tiene planes.
Colgué a Lula y llamé a Kloughn.
– Voy a ir a detener a Bender -dije-. ¿Quieres venirte conmigo?
– Ah, qué rabia. No puedo. Me gustaría. Ya sabes lo mucho que me gustaría. Pero no puedo. Me acaban de encargar un caso. Un accidente de coche que ha ocurrido justo enfrente de la lavandería. Bueno, no ha sido exactamente enfrente de la lavandería. He tenido que correr unas cuantas manzanas para llegar a tiempo. Pero creo que va a haber algunas lesiones muy buenas.
Tal vez sea lo mejor, me dije. Tal vez, a estas alturas, sea mejor que haga el trabajo yo sola. Tal vez hubiera sido mejor que lo hubiera hecho yo sola también antes. Lamentablemente, sigo sin esposas. Y lo que es peor, no tengo coche. Lo único que tengo es una pistola con dos balas.
Así que elegí la única alternativa que me quedaba: llamé a un taxi.
– Espéreme aquí -dije al taxista-. No tardaré mucho.
Me miró fijamente y luego desvió la mirada hacia las viviendas de protección oficial.
– Tienes suerte de que conozca a tu padre; si no fuera por eso, no me quedaría aquí ni loco. Éste no es precisamente un barrio elegante.
Llevaba la pistola enfundada en la cartuchera de nailon negra, sujeta a la pierna. Dejé el bolso en el taxi. Me acerqué a la puerta y llamé.
Me abrió la mujer de Bender.
– Vengo a buscar a Andy -dije.
– Estás de broma, ¿no?
– Lo digo en serio.
– Ha muerto. Suponía que te habrías enterado.
Por un momento se me quedó la mente en blanco. Mi segunda reacción fue de incredulidad. Me estaba mintiendo. Entonces miré detrás de ella y me di cuenta de que el apartamento estaba limpio, y de que no había ni rastro de Andy Bender.
– No me había enterado -dije-. ¿Qué pasó?
– ¿Recuerdas que tenía la gripe?
Asentí.
– Pues la gripe le mató. Resultó ser uno de esos supervirus. Cuando tú te fuiste, le pidió a un vecino que le llevara al hospital, pero ya le había alcanzado los pulmones y se acabó. Fue voluntad divina.
El vello de los brazos se me puso de punta.
– Lo siento.
– Sí, ya, claro -dijo, y cerró la puerta.
Regresé al taxi y me desmoroné en el asiento trasero.
– Estás terriblemente pálida -dijo el taxista-. ¿Te encuentras bien?
– Me acaba de pasar una cosa muy absurda, pero estoy bien. Me estoy acostumbrando a las cosas absurdas.
– ¿Adonde vamos ahora?
– Lléveme a la oficina de Vinnie.