Entré como una tromba en la oficina.
– No os lo vais a creer -dije a Lula-. Andy Bender ha muerto.
– Anda ya. ¿Me estás vacilando?
La puerta del despacho de Vinnie se abrió de golpe.
– ¿Había testigos? Joder, no le habrás disparado por la espalda, ¿verdad? La compañía de seguros odia que hagamos eso.
– No le he disparado en ningún sitio. Ha muerto de gripe. Acabo de pasar por su apartamento. Su mujer me ha dicho que había muerto. De gripe.
Lula se santiguó.
– Me alegro de haberme aprendido esto de la señal de la cruz -dijo.
Ranger estaba junto al escritorio de Connie. Tenía un expediente en la mano y sonreía.
– ¿Te acabas de bajar de un taxi?
– Puede.
Su sonrisa se ensanchó.
– Has ido a por un fugitivo en taxi.
Puse la mano encima de mi pistola y solté un suspiro.
– No me fastidies. No estoy teniendo muy buen día y, como sabes, todavía me quedan dos balas en el arma. Puede que acabe utilizándolas con alguno de los presentes.
– ¿Necesitas que te lleven a casa?
– Sí.
– Soy tu hombre -dijo Ranger.
Connie y Lula se abanicaron sin que éste las viera.
Me subí al coche y miré alrededor.
– ¿Buscas a alguien?
– A Abruzzi. Me ha vuelto a amenazar.
– ¿Le ves?
– No.
No hay mucha distancia entre la oficina y mi apartamento. Un par de kilómetros. Los semáforos y el tráfico ralentizan el tráfico, dependiendo de la hora del día. En aquel momento me habría gustado que la distancia fuera mayor. Me sentía a salvo de Abruzzi cuando estaba con Ranger.
Entró en el aparcamiento y frenó.
– Hay un tipo en el todoterreno aparcado junto al contenedor de basura -dijo Ranger-. ¿Le conoces?
– No. No vive en el edificio.
– Vamos a hablar con él.
Salimos del coche, nos acercamos al todoterreno y Ranger dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor.
El conductor bajó el cristal.
– ¿Sí?
– ¿Espera a alguien?
– ¿Y a usted qué le importa?
Ranger metió una mano, agarró al tipo por las solapas de la chaqueta y le sacó medio cuerpo por la ventanilla.
– Quiero que le lleves un mensaje a Eddie Abruzzi -dijo Ranger-. ¿Me harás ese favor?
El conductor asintió.
Ranger soltó al sujeto y retrocedió un paso.
– Dile a Abruzzi que ha perdido la guerra y que abandone ya.
Los dos estuvimos con las armas desenfundadas y apuntando al todoterreno hasta que desapareció de nuestra vista.
Ranger levantó la vista hacia mi ventana.
– Vamos a quedarnos aquí un minuto para permitir que el resto del equipo salga de tu apartamento. No quiero tener que dispararle a nadie. Hoy voy con prisa. No quiero perder el tiempo rellenando formularios de la policía.
Esperamos cinco minutos, entramos en el edificio y subimos por las escaleras. El pasillo del segundo piso estaba vacío. El mando de seguridad informaba de que la puerta de mi apartamento había sido forzada. Ranger entró primero y recorrió la casa. Estaba vacía.
El teléfono sonó cuando Ranger estaba a punto de irse. Era Eddie Abruzzi, que no perdió el tiempo conmigo. Preguntó por Ranger.
Éste se puso al aparato y pulsó la tecla del altavoz.
– No te metas en esto -dijo Abruzzi-. Es un asunto privado entre la chica y yo.
– Error. Desde este momento, has desaparecido de su vida.
– ¿O sea, que estás poniéndote de su parte?
– Sí, me estoy poniendo de su parte.
– Entonces no me dejas elección -dijo Abruzzi-. Te sugiero que te asomes a la ventana y mires al aparcamiento.
Y colgó.
Ranger y yo nos acercamos a la ventana y miramos. El todoterreno había vuelto. Se acercó al coche con faros especiales de Ranger, el tipo del asiento del copiloto lanzó un paquete en su interior y el coche fue inmediatamente envuelto por las llamas.
Nos quedamos quietos unos minutos, observando el espectáculo, mientras escuchábamos las sirenas acercándose.
– Me gustaba ese coche -dijo Ranger.
Cuando llegó Morelli ya eran más de las seis y los restos del coche estaban siendo izados a la plataforma de un coche grúa. Ranger estaba acabando con el papeleo policial. Miró a Morelli y le saludó con un movimiento de cabeza.
Morelli se situó muy cerca de mí.
– ¿Quieres contármelo? -preguntó.
– ¿Extraoficialmente?
– Extraoficialmente.
– Nos enteramos de que Evelyn estaba en el aeropuerto de Newark. Fuimos hasta allí y la encontramos antes de que subiera al avión. Después de escuchar su historia decidí que tenía que tomar aquel avión, así que dejé que se marchara. En cualquier caso, no tenía motivos para detenerla. Sólo quería saber de qué iba todo esto. Cuando volvimos, nos esperaban los hombres de Abruzzi. Tuvimos unas palabras e incendiaron el coche.
– Tengo que hablar con Ranger -dijo Morelli-. No te vas a ningún sitio, ¿verdad?
– Si me dejaras el coche iría a por una pizza. Me muero de hambre.
Morelli me dio sus llaves y un billete de veinte.
– Trae dos. Yo me encargo de llamar a Pino's.
Salí del aparcamiento y puse rumbo al Burg. Giré en el hospital y miré por el espejo retrovisor. Iba con mucho cuidado. Intentaba no dejar traslucir mi miedo, pero hervía dentro de mí. No cesaba de repetirme que sólo era cuestión de tiempo el que la policía encontrara algo contra Abruzzi. Era demasiado evidente. Estaba demasiado encerrado en su propia locura con aquel juego. Había demasiada gente involucrada. Había matado al oso y a Soder para que no hablaran, pero había otros. No podía matarlos a todos.
No vi a nadie girar detrás de mí, pero eso no era ninguna garantía. A veces resulta difícil descubrir que te siguen si usan más de un coche. Por si acaso, desenfundé la pistola después de aparcar junto al bar. Sólo tenía que recorrer una pequeña distancia. Una vez dentro estaría a salvo. Siempre había un par de polis en Pino's. Me apeé del coche y me dirigí a la puerta del bar. Di dos pasos y una furgoneta verde surgió de la nada. Frenó en seco, la ventanilla se abrió y Valerie me miró con la boca sellada con cinta adhesiva y los ojos desencajados de miedo. Dentro de la furgoneta había otros tres hombres, incluido el conductor. Dos de ellos llevaban máscaras de goma: Nixon y Clinton otra vez. El otro llevaba una bolsa de papel con agujeros para los ojos. Supuse que el presupuesto sólo daba para dos máscaras. El Bolsa sostenía una pistola pegada a la cabeza de Valerie.
No sabía qué hacer. Me quedé helada. Mental y físicamente paralizada.
– Tira la pistola -dijo el Bolsa-. Y acércate despacio a la furgoneta o te juro por Dios que mato a tu hermana.
La pistola cayó de mi mano.
– Deja que se vaya.
– Cuando tú entres.
Me adelanté indecisa y Nixon me tiró en el asiento de atrás. Me tapó la boca con cinta adhesiva y me inmovilizó las manos con más cinta. La furgoneta, con un rugido, salió del Burg y, cruzando el río, se adentró en Pensilvania.
Diez minutos más tarde estábamos en un camino de tierra. Las casas eran pequeñas y escasas, y estaban medio ocultas entre pequeñas arboledas. La furgoneta redujo la velocidad y se paró en un montículo. El Bolsa abrió la puerta y empujó a Valerie. Vi cómo caía al suelo y rodaba por el terraplén hasta dar con las zarzas de la cuneta. El Bolsa cerró la puerta y la furgoneta siguió su camino.
Unos minutos después, la furgoneta se metía por un camino de grava y se detenía. Todos salimos del vehículo y entramos en una pequeña cabaña de madera. Estaba bien decorada. No en plan caro, pero sí resultaba cómoda y limpia. Me llevaron hasta una silla de la cocina y me dijeron que me sentara. Un rato después, un segundo coche rodó sobre la grava y la tierra del camino. La puerta de la cabaña se abrió y entró Abruzzi. Era el único que no llevaba máscara.