Pero Don Reba, por desgracia, no tiene la menor idea de lo que es esa teoría. Nuestra preparación psicológica desaparece lo mismo que el bronceado del sol en el invierno.
Damos bandazos, y tenemos que reacondicionarnos constantemente: encaja los dientes y piensa que eres un dios camuflado, que no saben lo que se hacen, que casi ninguno de ellos es culpable de nada y que, por lo tanto, debes tener paciencia y ser tolerante. Y los manantiales de humanismo de nuestras almas, que en la Tierra parecían no tener fin, se agotan aquí con una rapidez aterradora. Nosotros, que en la Tierra éramos verdaderos humanistas, que sentíamos el humanismo como si fuera la piedra angular de nuestra propia naturaleza, que en nuestro respeto por el Hombre, en nuestro amor al Hombre, llegábamos hasta al antropocentrismo, nos damos cuenta aquí, con verdadero horror, que lo que amábamos no era al Hombre sino al habitante de la Tierra, a nuestro igual. Cada vez con más frecuencia nos sorprendemos a nosotros mismos pensando: ¿Acaso son realmente hombres? ¿Es posible que alguna vez, con el tiempo, lleguen a ser hombres?
Y entonces recordamos a gentes como Kira, Budaj, Arata el Jorobado, o el magnífico barón de Pampa, y sentimos vergüenza… pero esto también es poco habitual, es desagradable, y lo que es peor, no nos sirve de nada…
Bueno, pensó Rumata, no pensemos más en ello. Sobre todo por la mañana. ¡Al infierno con Don Tameo! El alma se me ha ido colmando de amargura, y estoy tan solo que no sé dónde verterla. Sí, solo. Éramos fuertes, poseíamos seguridad, pero ¿llegamos a pensar acaso en que aquí íbamos a encontrar esta soledad? Y nadie lo cree. Amigo Antón, ¿qué es lo que te ocurre? Al oeste, a tres horas de vuelo, tienes a Alexandr Vasílievich, un hombre bueno e inteligente, y al oeste está Pashka, tu compañero de escuela durante siete años, tu fiel y alegre amigo. Lo que ocurre es que estás amargado, Toshka. Es una lástima, por supuesto: te creíamos fuerte; pero ¿a quién no le ocurre? El trabajo es infernal, lo comprendemos. Regresa a la Tierra, descansa, ocúpate de la teoría y más tarde veremos…
Y hablando de ello, Alexandr Vasílievich es un dogmático cien por cien. Como la teoría básica no prevé a los Grises («Amigo mío, en los quince años que llevo aquí no he notado tales divergencias con la teoría»), eso quiere decir que las Hordas Grises son fruto de mi imaginación. Y eso quiere decir que mis nervios empiezan a flaquear, estoy sometido a una excesiva tensión, debo retirarme a descansar. «Bien, de acuerdo, prometo que iré personalmente a ver lo que ocurre y daré mi opinión. Pero mientras tanto, Don Rumata, os ruego que no cometáis ningún exceso». Y Pashka, mi amigo de la infancia, adoptó un tono erudito, de especialista, de pozo de sabiduría, y empezó a divagar sobre la historia de los dos planetas, y demostró fácilmente que el Movimiento Gris no era más que una simple y previsible forma de oposición de la burguesía contra los barones. «Sí, dentro de unos días te haré una visita, y veremos lo que ocurre. Estoy hondamente preocupado por la suerte de Budaj». Muchas gracias. Y no te preocupes: me ocuparé personalmente de Budaj, ya que al parecer no sirvo para otra cosa.
El muy erudito doctor Budaj, nativo de Irukán, era un gran médico al que el duque de Irukán estuvo a punto de concederle un título nobiliario, antes de cambiar de opinión y encerrarlo en una mazmorra. Budaj era el mejor toxicólogo del Imperio, el autor de un tratado famosísimo: De las hierbas y algunas gramíneas que de forma misteriosa pueden producir aflicción, alegría o tranquilidad, así como de la saliva y los jugos de los reptiles, de las arañas y del jabalí pelado, que tienen las mismas y otras muchas propiedades.
Indudablemente, Budaj era un auténtico intelectual, un humanista convencido y una persona desinteresada. Todos sus bienes se reducían a un saco lleno de libros. ¿Quién podía necesitar del doctor Budaj en aquel país oscuro, ignorante y encallado en el sangriento tremedal de las conspiraciones y la codicia?
Supongamos que estás vivo y te encuentras en Arkanar. No podemos excluir el que te hayan apresado los salteadores bárbaros que bajan de las estribaciones de la Cordillera Roja del Norte. Por si fuera así, Don Kondor piensa ponerse en contacto con nuestro amigo Shushtu-letidovodus, especialista en la historia de las civilizaciones primitivas, que ahora trabaja seriamente como hechicero epiléptico con el cabecilla de estos bárbaros, que ostenta un nombre con cuarenta y cinco sílabas. Si realmente estás en Arkanar, en primer lugar puedes haber caído en manos de la gente de Vaga Kolesó, aunque no como presa principal, sino secundaria, ya que a ellos les interesará más tu ilustre acompañante.
Pero sea como sea no te matarán: Vaga Kolesó es demasiado tacaño como para eso.
También puede haberte atrapado algún imbécil, sin una premeditada mala intención, simplemente por aburrimiento y por un hipertrofiado sentimiento de hospitalidad. Tuvo ganas de darse un banquete con algún ilustre vecino, envió a sus hombres a la carretera, y les hizo traer a su castillo a tu noble acompañante. En este caso tendrás que esperar encerrado en el pestilente cuarto de la servidumbre hasta que los señores se hayan emborrachado como cubas y se despidan amigablemente. Si es así, tampoco te amenaza ningún peligro.
Pero cerca de Putribarranco están embocados los restos del ejército campesino de Don Xi y Petri Vértebra, recientemente derrotados, pero que cuentan ahora con la secreta protección de nuestro águila Don Reba, que los mantiene en reserva para el caso de que surjan complicaciones con los barones, cosa que por otra parte es muy probable. Esos no tienen clemencia, y es preferible no pensar en ellos. Existe también Don Satarín, un aristócrata de sangre imperial, que con sus ciento dos años ha perdido ya por completo el juicio. Don Satarín tiene afrentas familiares que lavar con los duques de Irukán, por lo que de tiempo en tiempo entra en actividad y se dedica a atrapar a todo aquel que cruza la frontera irukana. Es un tipo muy peligroso ya que, influido por sus ataques de colecistitis, es capaz de dar tales órdenes que sus hombres no consiguen evacuar los cadáveres que se amontonan en sus mazmorras.
Y finalmente está lo principal, no por ser lo más peligroso sino por ser lo más probable: las Milicias Grises de Don Reba, las secciones de asalto que vigilan las carreteras principales. Puede que hayas caído incidental — mente en sus manos, en cuyo caso hay que confiar en la sensatez y sangre fría de tu acompañante. Pero, ¿y si a Don Reba le interesases precisamente tú? Don Reba se interesa a veces por cosas tan insospechadas… Sus espías pueden haberle informado que ibas a pasar por Arkanar, y tal vez mandara a tu encuentro a un destacamento al mando de algún diligente oficial Gris, algún bastardo de noble de poca monta, y en este caso ahora estarás encerrado en un calabozo de los sótanos de la Torre de la Alegría.
Rumata volvió a tirar nerviosamente del cordón. La puerta de la alcoba se abrió rechinando horriblemente, y un muchacho delgado y taciturno entró en la estancia. Se llamaba Uno, y su suerte podría servir de tema para una balada. Hizo una reverencia en el mismo umbral y, chancleteando sus rotos zapatos, se acercó al lecho y puso sobre la mesilla una bandeja con cartas, una taza de café y un poco de corteza aromática para mascar, que fortalecía las encías al tiempo que limpiaba los dientes. Rumata lo miró disgustado.
— Dime, ¿cuándo vas a engrasar los goznes de la puerta?
El muchacho miró al suelo y no respondió. Rumata echó a un lado la colcha, sacó fuera de la cama los pies descalzos y, mientras alargaba una mano hacia la bandeja, preguntó: — ¿Te has lavado hoy?
El muchacho titubeó y, sin responder, empezó a recoger las prendas dispersas por la habitación.
— ¿Acaso no me oyes? — insistió Rumata, que ya había abierto la primera carta —. Te pregunto si te has lavado hoy.