Выбрать главу

— El agua no limpia los pecados — murmuró el muchacho —. ¿Soy acaso noble para tener que lavarme cada día?

— ¿Y qué te he dicho acerca de los microbios?

El muchacho puso cuidadosamente el calzón verde sobre el respaldo de un sillón e hizo un brusco movimiento con el pulgar para ahuyentar a los malos espíritus.

— Durante la noche he rezado tres veces — dijo —. ¿Qué más queréis?

— Eres tonto — dijo Rumata, y empezó a leer la carta.

La escribía Doña Okana, dama de honor y nueva favorita de Don Reba. Le pedía a Rumata, «consumida por la ternura», que fuera a verla aquella misma tarde. El post scriptum decía claramente lo que esperaba de él en aquella entrevista.

Don Rumata enrojeció, miró de reojo al muchacho y murmuró un lacónico: — Era de esperar…

Le repugnaba ir, pero el no hacerlo sería una equivocación, ya que Doña Okana sabía muchas cosas. Se bebió el café de un sorbo y se metió en la boca la corteza de mascar.

El siguiente sobre era de papel fuerte, y el sello de lacre estaba dañado. Por lo visto la carta había sido abierta. Su remitente era Don Ripat, uno de sus agentes, arribista de pocos escrúpulos, teniente de las Milicias Grises. Se interesaba por la salud de Don Rumata, expresaba su seguridad en la victoria de la Gran Causa Gris, y pedía que le aplazase la deuda que tenía con él, ya que no podía pagar alegando circunstancias francamente absurdas.

— De acuerdo, de acuerdo… — refunfuñó Rumata, dejando la carta a un lado. Volvió a tomar el sobre y lo examinó atentamente. Sí, pensó, están aprendiendo a trabajar mejor.

Mucho mejor.

La tercera carta era un reto a batirse a espada por celos, pero su autor estaba dispuesto a darse por satisfecho y a renunciar al dueño si Don Rumata, procediendo caballerosamente, aportaba las pruebas necesarias para demostrar que no tenía ni había tenido nunca ningún contacto con Doña Pifa. La carta estaba redactada sobre la base de un formulario. Su texto principal estaba escrito con fina letra caligráfica, y en él habían sido dejados en blancos los huecos correspondientes a fechas y nombres, que habían sido llenados más tarde con una letra desigual y con faltas de ortografía.

Rumata arrojó la carta a un lado y se rascó la mano izquierda, picada por los mosquitos.

— Bueno, vamos a lavarnos — dijo.

El muchacho desapareció por la puerta, y pronto se presentó de nuevo, andando de espaldas y arrastrando una tina de madera llena de agua. Luego volvió a salir y trajo otra tina vacía y un cazo.

Rumata saltó al suelo, se quitó la camisa de dormir, muy usada pero con unos magníficos bordados a mano, y desenvainó las espadas colgadas a la cabecera del lecho.

El muchacho se protegió prudentemente tras uno de los sillones. Tras ejercitarse durante unos diez minutos en lanzar y parar golpes, Rumata dejó las espadas junto a la pared y se metió en la tina vacía.

— ¡Echa agua! — ordenó.

No le gustaba lavarse sin jabón, pero ya se había acostumbrado a ello. El muchacho le fue echando agua, cazo tras cazo, por la espalda, cuello y cabeza, al tiempo que refunfuñaba: — En todas las casas hacen las cosas como es debido, mientras que aquí todo son inventos. ¿Dónde se ha visto que la gente se lave en dos tinas? ¡Y ese absurdo puchero que hemos puesto en el retrete! Cada día una toalla limpia. Y, desnudo y sin haber rezado, dando saltos cada día con las espadas…

Mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, Rumata dijo en tono sentencioso: — Tienes que comprender que soy un miembro de la corte y no un piojoso barón cualquiera. Los cortesanos tenemos que ir limpios y perfumados.

— Como si Su Majestad no tuviera otra preocupación que cleros — rezongó el muchacho —. Todos sabemos que Su Majestad ora día y noche por nosotros, pobres pecadores. Y Don Reba aún más: él no se lava nunca. Lo sé seguro, me lo han dicho sus sirvientes.

— Anda, no murmures — dijo Rumata, poniéndose la camiseta.

El muchacho también veía mal aquella camiseta. Era motivo de comentarios entre los criados de Arkanar. Pero Rumata no podía hacerle nada, puesto que se la ponía por razones de pura aprensión humana. Cuando empezó a ponerse los calzoncillos el chico desvió la mirada e hizo con los labios un movimiento como si le escupiera al diablo.

No estaría mal introducir la moda de la ropa interior, pensaba Rumata. Naturalmente, se tendría que empezar con las mujeres, pero Rumata se caracterizaba por tener a ese respecto más escrúpulos que los permitidos a un explorador. Todo caballero veleidoso, conocedor de las costumbres de la corte y desterrado a provincias a causa de un duelo amoroso, debía de tener por lo menos una veintena de amantes. Rumata hacía heroicos esfuerzos por mantener esta fama. La mitad de sus agentes, en vez de ocuparse de cosas serias, se dedicaban a propagar rumores que despertaban envidias y admiración entre los jóvenes oficiales de la guardia de Arkanar. El, por su parte, visitaba asiduamente a decenas de damas… en cuyas casas permanecía recitando poesías hasta muy entrada la noche (hasta la hora de la tercera guardia, en la que se despedía de ellas con un fraternal beso en la mejilla y saltaba después por el balcón, para ir a caer en brazos del jefe de alguna patrulla nocturna, que naturalmente era un oficial amigo suyo). Esas damas se sentían ofendidas y defraudadas, pero su amor propio las obligaba a contarse las unas a las otras las deliciosas sutilezas del estilo cortesano del noble de la metrópoli. La vanidad de aquellas estúpidas y pervertidas mujeres era el único sostén de Rumata… y, no obstante, el problema de la ropa interior seguía sin resolver.

Con los pañuelos la cosa había resultado más fácil. En el primer baile al que asistió, Rumata sacó en un determinado momento de su bocamanga un precioso pañuelito de encaje y se limpió con él los labios. Al baile siguiente, todos los oficiales de la guardia se limpiaban el sudor con trozos de tela multicolores, llenos de bordados e iniciales. Y al cabo de un mes no eran pocos los que llevaban al brazo verdaderas sábanas, cuyas puntas arrastraban elegantemente por el suelo.

Rumata se puso el calzón verde y una camisa blanca de batista, con el cuello gris de mal lavado.

— ¿Hay alguien aguardando? — preguntó.

— El barbero — dijo el muchacho —. Y también están don Tameo y don Sera esperando en el salón. Me ordenaron que les sirviera vino, y ahora están jugando a la tabla. Os esperan para desayunar.

— Llama al barbero, y diles a esos nobles Dones que pronto me reuniré con ellos. ¡Y hazlo educadamente y sin groserías!

El desayuno no fue muy abundante en previsión del próximo almuerzo. Tan solo se sirvió carne asada, muy adobada con especias, y orejas de perro en vinagre, todo ello regado con vino irukano espumoso, estoriano negro y espeso, y blanco de Soán. Don Tameo, mientras trinchaba habilidosamente con dos puñales una pata de carnero, se lamentaba de la insolente temeridad de las clases inferiores.

— Tengo el propósito de redactar una instancia a Su Majestad — declaró —, aduciendo que la nobleza exige que se les prohíba a los patanes y a la chusma artesana circular por los sitios públicos y las calles. Que anden por los patios y traspatios. Y cuando su presencia sea imprescindible en la calle, como por ejemplo cuando tengan que llevar el pan, la carne o el vino a casa de algún noble, que lleven un permiso especial del Ministerio de Seguridad de la Corona.

— Una luminosa idea — exclamó admirativamente don Sera, proyectando saliva y salsa de carne junto con sus palabras. Y añadió — : Por cierto, ayer, en palacio… — y comenzó a referir el último chismorreo. Doña Okana, la dama de honor y la última pasión de Don Reba, tuvo la mala suerte de pisarle al Monarca el pie enfermo. Su Majestad se indignó, y dio orden a Don Reba de que castigara con severidad a la delincuente. «Así se hará, Majestad», replicó Don Reba sin pestañear. «¡Esta misma noche me encargaré personalmente de ello!» —. Me reí con tantas ganas cuando me lo contaron — concluyó Don Reba agitando la cabeza —, que hasta me saltaron dos ganchillos del jubón.

полную версию книги