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— Si es necesario, puedo ir más aprisa — dijo Kiun, con acento falsamente decidido.

— ¡Absurdo! — repitió Rumata en voz alta, deteniendo el caballo —. Sería absurdo haber cabalgado tantos kilómetros sin entablar combate ni una sola vez. ¿Tú nunca sientes deseos de pelear, Kiun?

— No, noble Don. Nunca he sentido ese deseo.

— Eso es lo malo — murmuró Rumata, mientras hacía dar media vuelta al animal y se ajustaba tranquilamente los guantes.

Por la curva aparecieron dos jinetes, que al verlo se detuvieron en seco.

— ¡Hey, vos, noble Don! — empezaron a gritar —. ¡Mostrad vuestro salvoconducto!

— ¡Patanes! — replicó Rumata con voz cristalina —. ¿Para qué queréis mi salvoconducto, si sois analfabetos? — apretó con las rodillas al caballo y, al trote, fue al encuentro de los milicianos. Están acobardados, pensó: titubean. Al menos les daré un par de guantazos…

No, no vale la pena. Aunque me gustaría desahogar un poco el odio que he ido acumulando durante todo el día. Pero no vale la pena. Hay que seguir siendo humano, hay que saber perdonar y permanecer tranquilo, como los dioses. Que hieran y profanen si quieren: nosotros seguiremos tan tranquilos, como los dioses. Los dioses no tienen por qué apresurarse, disponen ante sí de toda la eternidad.

Con estos pensamientos llegó al lugar donde estaban los milicianos. Estos levantaron sus hachas, confusos y retrocedieron.

— ¿Y bien? — preguntó Rumata lentamente.

— ¡Oh! Sois vos — dijo el primer soldado, indeciso —. No os habíamos reconocido. ¿Sois realmente el noble don Rumata?

El segundo soldado hizo dar media vuelta a su caballo y huyó al galope. El primero seguía retrocediendo, tras bajar el hacha.

— Os pedimos mil perdones, noble Don — dijo rápidamente —. Nos equivocamos. Fue un error. Los chicos han bebido un poco y están deseando… ya sabéis… — empezó a alejarse, haciendo andar a su animal de costado —. Vos comprenderéis… los tiempos son malos…Tenemos que dar caza a los ilustrados que huyen… No querríamos que el noble Don presentara una queja…

Rumata le volvió la espalda.

— ¡Llevad buen viaje, noble Don! — le deseó el miliciano, como si se quitara un peso de encima.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, Rumata llamó a media voz: — ¡Kiun!

Nadie respondió.

— ¡Eh, Kiun!

Tampoco esta vez recibió respuesta. Entonces aguzó el oído y, entre el incesante zumbar de los mosquitos, distinguió un susurro entre los arbustos. Seguramente Kiun se estaba abriendo paso apresuradamente hacia el oeste, donde a unos treinta kilómetros de allí se hallaba la frontera irukana. Y esto es todo, se dijo Rumata. Se acabó la conversación. Siempre ocurre lo mismo. Un control, un prudente intercambio de parábolas de doble sentido… Uno pierde semanas enteras en charlas triviales con toda esa chusma, y cuando tropieza con un hombre de verdad no puede cambiar con él dos palabras.

Hay que protegerlo, salvarlo, mandarlo a sitio seguro… Y lo más triste es que uno lo ve marchar sin que el otro haya acabado de comprender si fue realmente un amigo el que lo ayudó o tan solo un degenerado engreído. Y lo mismo le ocurre a uno, que se queda también sin saber nada de él, de lo que realmente quiere, de lo que puede hacer, de lo que persigue en su vida.

Recordó las noches de Arkanar. En las calles principales se ven buenas mansiones de piedra. Un farol acogedor brilla sobre la puerta de una taberna. Dentro de ella hay unos tenderos plácidos y bien alimentados que beben cerveza sentados ante unos veladores limpios, y razonan sobre lo bien ordenado que está el mundo; baja el precio del pan, sube el de las armaduras, las conspiraciones se descubren a tiempo, los hechiceros y los intelectuales sospechosos son empalados, el Rey se muestra majestuoso y sereno como siempre, y Don Reba infinitamente listo y siempre alerta. «Parece mentira las cosas que inventan. ¡Dicen que el mundo es redondo! Por mí, como si quieren que sea cuadrado.

Pero por favor, que no vayan por ahí turbando los ánimos.» «¡La lectura, la lectura es la que tiene culpa de todo esto, amigos! La felicidad, dicen, no está en el dinero; los plebeyos son tan seres humanos como los nobles; y así cada vez más, hasta que llegan a los panfletos y luego a las revueltas…» «¡Hay que empalarlos a todos, amigos! ¿Sabéis lo que haría yo? Yo preguntaría sin rodeos: ¿Sabes leer? ¿Sí? ¡Pues al palo! ¿Haces versos? ¡Al palo! ¿Sabes la tabla? ¡Al palo, sabes demasiado!» «¡Hey, tú, gordinflona, trae tres jarras y una ración de conejo asado!». Mientras, por la empedrada calle se oye el resonar de las botas claveteadas de los muchachos de las camisas grises, con el rostro encendido y las pesadas hachas al hombro. «¡Amigos, ahí van nuestros defensores! ¿Van ellos a consentir que pase algo? ¡Nunca en su vida! ¡Miren al mío allá, en el flanco derecho! Ayer le di la última paliza. ¡Sí, amigos míos, se acabaron los tiempos agitados!

¡Vivan las Milicias Grises! ¡Viva la seguridad del trono, el bienestar, la tranquilidad inalterable y la justicia! ¡Viva Don Reba! ¡Viva el Rey, nuestro Señor! ¡Ah, qué vida tan magnífica!» Y mientras, por las negras llanuras del reino de Arkanar iluminadas por las llamas de los incendios, por caminos y veredas, comidos por los mosquitos, con los pies ensangrentados, sudorosos y cubiertos de polvo, extenuados, atemorizados, desesperados, pero aferrados a su único ideal, huyen, caminan, se arrastran, burlando los puestos de vigilancia, centenares de infelices declarados fuera de la ley por saber y querer enseñar y curar a su pueblo, agotado por las enfermedades y sumido en la ignorancia; por saber hacer de piedras y barro, como si fueran dioses, una nueva naturaleza que pueda adornar la vida de un pueblo que no sabe lo que es la belleza; por querer descubrir los secretos de la naturaleza para ponerlos al servicio de su pueblo, torpe y atemorizado por antiguas historias demoníacas. Son gente indefensa, generosa, poco práctica quizá, cuyo único delito ha sido adelantarse mucho a su época.

— ¡Adelante, viejo penco! — le gritó en ruso al caballo —. ¡Parece que estés muerto!

Cuando llegó al bosque era ya medianoche.

Nadie podía decir exactamente de dónde le venía su nombre al Bosque Hiposo. No obstante, existía una tradición oficial según la cual, hacía trescientos años, los ejércitos del mariscal imperial Totz, luego proclamado primer Rey de Arkanar, cuando se abrían paso a través de la saiva persiguiendo a las hordas de bárbaros bronceados, preparaban en aquel bosque, durante sus acampadas, una bebida hecha con la corteza de los árboles blancos que producía un hipo irrefrenable. Esa misma tradición aseguraba que el mariscal Totz, una mañana — que estaba pasando revista al campamento, frunció su aristocrática nariz y exclamó: «¡Esto es insoportable! ¡Todo el bosque hipa y apesta a ese condenado brebaje!». Al parecer, de ahí vino el origen de su extraño nombre.

Sea como fuere, aquel no era un bosque ordinario. En él crecían árboles enormes, de troncos duros y blancos, como no había otros ni en el Imperio ni en el ducado de Irukán, ni mucho menos en la República Mercantil de Soán, que desde hacía tiempo había empleado todos sus bosques en construir barcos. Se decía que había bosques como aquel más allá de la Cordillera Roja del Norte, en el país de los bárbaros; pero se decían tantas cosas de aquel ignoto país…

El bosque era atravesado por una carretera abierta dos siglos atrás. Aquella carretera conducía a unas minas de plata que, por derecho feudal, eran propiedad de los barones de Pampa, descendientes de unos de los compañeros del mariscal Totz. El derecho feudal de los barones de Pampa le costaba a los reyes de Arkanar doce arrobas de plata pura anuales, por lo que cada nuevo Rey, apenas era coronado, reunía un ejército y lo lanzaba contra el castillo de Bau, nido de los barones. Pero los muros del castillo eran sólidos y los barones audaces, y cada campaña costaba más de treinta arrobas de plata.