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— ¿Cuánto le habéis dado? — preguntó Don Tameo.

— Una miseria — dijo Rumata con indiferencia -. Dos piezas de oro.

— ¡Por la joroba de San Miki! — exclamó Don Tameo — o ¡Debéis ser rico! Si lo deseáis, os vendo mi potro jamajareño.

— No, gracias — dijo Rumata -. Prefiero ganároslo a la taba.

— ¡Lleváis mucha razón! — dijo Don Sera, deteniéndose -. ¿Por qué no nos sentamos a jugárnoslo?

— ¿Aquí? — preguntó Rumata.

— ¿Y por qué no? — se sorprendió Don Sera -. No veo nada que pueda impedir el que tres nobles Dones se pongan a jugar a la taba en el lugar que más les acomode.

En aquel momento Don Tameo se cayó, sin saber cómo. Don Sera se enredó en sus pies y cayó estrepitosamente sobre su compañero.

— Lo había olvidado por completo — dijo cuando se hubo repuesto -. Se supone que debemos entrar de guardia.

Rumata levantó a los dos y los arrastró sujetándolos por los codos. Al pasar frente a la lóbrega casa de Don Satarín, se detuvo y dijo:

— ¿Y si hiciéramos una visita a nuestro buen viejo Don?

— No veo inconveniente en que tres nobles Dones entren a ver al viejo Don Satarín — dijo Don Sera.

Pero en aquel momento Don Tameo abrió los ojos y recitó: — Mientras estemos al servicio del rey debemos mirar siempre al futuro. Don Satarín es una etapa caduca. ¡Adelante siempre! Ya es hora que estemos en nuestros puestos.

— Adelante pues — asintió Rumata.

Don Tameo hundió la cabeza en su pecho y no volvió a despertarse, aunque siguiera andando. Don Sera, doblando los dedos, se puso a contar sus éxitos amorosos. Así llegaron hasta palacio. Rumata depositó a Don Tameo en un banco del cuerpo de guardia y respiró aliviado. Don Sera se sentó ante la mesa, echó a un lado un fajo de órdenes firmadas por el Rey, y dijo que por fin había llegado el momento de beber vino de Irukán frío. Decid al patrón que traiga un barril, ordenó, y a esas mozas (y al decir esto señaló a los oficiales de la guardia que estaban jugando a las cartas en otra mesa) que vengan aquí. En aquel momento llegó el jefe de la guardia, un teniente, y miró fijamente a Don Tameo y de reojo a Don Sera. Este último le preguntó «por qué se habían marchitado todas las flores del amor furtivo», y aquello acabó de convencer al teniente de que era inútil que ocuparan sus puestos en aquellas condiciones y que era mejor dejarles dormir un rato.

Entonces Rumata se sentó a jugar con el teniente, y este le ganó una pieza de oro. Mientras jugaban, charlaron de las nuevas bandoleras de los uniformes, y de los distintos procedimientos para afilar las espadas. A propósito de aquello, Rumata dijo que pensaba ir a ver a Don Satarín, que poseía una magnífica colección de armas blancas antiguas. Grande fue su aflicción cuando supo por boca de su interlocutor que el distinguido cortesano había acabado de perder por completo la cabeza, y hacía un mes que había puesto en libertad a todos sus prisioneros, disuelto su milicia y donado al tesoro público su riquísimo arsenal de máquinas de tortura. El viejo, que tenía ya ciento dos años, había manifestado su inquebrantable deseo de dedicar el resto de su vida a las buenas obras. Por lo visto le quedaba ya poca.

Tras despedirse del teniente, Rumata salió de palacio y se dirigió al puerto. Iba rodeando charcos y saltando por encima de los hoyos llenos de agua putrefacta, empujando sin consideración a la muchedumbre que se cruzaba en su camino, guiñándole el ojo a las muchachas, en las que su apostura producía un irresistible impacto, saludando cortésmente a las damas en sus palanquines y a los conocidos que se cruzaban con él, y aparentando no advertir a los Milicianos Grises.

Dio un pequeño rodeo para ir a la Escuela Patriótica. La escuela había sido fundada bajo el patrocinio de Don Reba dos años atrás, y tenía por objeto preparar cuadros militares y administrativos, educando para ello a los hijos de la pequeña nobleza y de los comerciantes. El edificio era de piedra, de nueva construcción, sin columnas ni bajorrelieves, pero con gruesos muros provistos de estrechas ventanas a modo de aspilleras y torres semicirculares a ambos lados de la entrada principal. En caso de necesidad, el edificio podía ser defendido fácilmente.

Rumata subió por una estrecha escalera hasta el segundo piso y, haciendo sonar sus espuelas sobre las losas, se dirigió al despacho del procurador, pasando por delante de las aulas. En éstas se oían murmullos y voces coreadas: «¿Quién es el Rey? Su Majestad. ¿Quiénes son los Ministros? Hombres fieles que desconocen la duda…» «Y Dios, nuestro Creador, dijo: «Maldeciré». Y maldijo…» «…Cuando el cuerno suena dos veces, hay que dispersarse de dos en dos formando cadena y bajar las picas…» «…Si el torturado pierde el conocimiento, hay que interrumpir el tormento y no dejarse llevar…»

A eso se llama escuela, pensó Rumata. Un nido de sabiduría. Un puntal de la cultura.

Empujó la pequeña y arqueada puerta y entró en el despacho sin llamar. Era una estancia oscura y fría, con apariencia de sótano. De detrás de una enorme mesa, repleta de papeles y de junquillos para castigar a los alumnos, salió a su encuentro un hombre larguirucho, anguloso y calvo, de ojos hundidos, que vestía un ajustado uniforme gris con los emblemas del Ministerio de Seguridad de la Corona. Era el procurador de la Escuela Patriótica, el muy docto padre Kin, un criminal sádico metido a monje, autor del Tratado sobre la delación, una obra que llamó poderosamente la atención de Don Reba.