Rumata respondió a su amanerado saludo con una distraída inclinación de cabeza, y se sentó sin más preámbulos en un sillón, cruzando las piernas. El padre Kin permaneció de pie, un poco inclinado hacia adelante, en postura de respetuosa atención.
— ¿Cómo marchan las cosas? — preguntó Rumata -. ¿Estamos degollando a unos sabihondos y empezamos ya a preparar otros?
El padre Kin sonrió mostrando los dientes.
— No todos los instruidos son enemigos del Rey — dijo -. Son enemigos del Monarca los instruidos que sueñan, que dudan, que no creen. Aquí preparamos…
— Está bien — dijo Rumata -. Te creo. ¿Qué estás escribiendo ahora? He leído tu tratado. Me parece un libro útil pero absurdo. ¿Cómo es posible que tú…?
— No me propuse llamar la atención por mi inteligencia — respondió Kin dignamente -. Lo único que pretendí fue ser útil al Estado. No necesitamos gente lista, sino fiel. Y nosotros…
— Bueno, bueno — interrumpió Rumata -. Te creo. Pero dime, ¿estás escribiendo o no algo nuevo?
— Quiero someter a la consideración del Ministro unos razonamientos sobre la nueva forma que debe tener el Estado, tomando como modelo la Región de la Orden Sacra. — ¿Y qué pretendes? — exclamó Rumatra -. ¿Qué nos hagamos todos frailes?
El padre Kin apretó los puños y se inclinó hacia adelante.
— Permitidme que os explique, noble Don — dijo exaltadamente -. La esencia del proyecto es otra completamente distinta. Esta esencia dimana de los fundamentos del nuevo Estado, y a su vez estos son claros y se reducen a tres, a saber: fe ciega en la infalibilidad de las leyes, obediencia ciega a las mismas y vigilancia incesante de todos por cada uno.
— ¡Oh! — interrumpió Rumata -. ¿Y para qué?
— ¿Cómo «para qué»?
— Sí, a pesar de todo me parece que estás algo chiflado — dijo Rumata -. Pero bueno, te creo. ¿Qué es lo que te quería decir? ¡Ah, sí! Mañana tienes que admitir a dos nuevos preceptores. Uno de ellos es el padre Tarra, un respetable anciano que se dedica a la… cosmografía, y el otro el hermano Nanín, que también es una persona fiel y conocedor de la historia. Es gente mía, así que recíbelos con todo respeto. Aquí tienes la fianza — echó sobre la mesa un saquito del que escapó un tintineo de monedas -. Tu parte está también aquí, son cinco piezas de oro. ¿Entendido?
— Sí, noble Don — dijo el padre Kin.
Rumata bostezó y miró a su alrededor.
— Me alegra que lo hayas entendido — dijo -. Mi padre, no sé por qué, tenía mucho cariño a esos dos, y me encargó en su testamento que me preocupara por ellos. Dime, tú que eres un hombre culto, ¿de dónde le puede venir a un noble esta simpatía por alguien que sabe leer?
— Es posible que se deba a servicios prestados — aventuró Kin.
— ¿A qué te refieres? — preguntó Rumata, como sospechando algo -. Aunque… oh, ¿por qué no? Sí… es posible que alguna de sus hijas o hermanas fuera hermosa… ¿No tienes vino?
El padre Kin abrió los brazos con gesto de desolada disculpa y dijo que no. Rumata cogió una de las hojas de papel que había sobre la mesa y la sostuvo durante algún tiempo a la altura de sus ojos.
— Acuciamiento… — leyó -. ¡Qué talentos! — dejó que la hoja de papel cayera al suelo y se levantó -. Te advierto: ten mucho cuidado con que tu jauría de letrados no ofenda a los míos. Vendré de tanto en tanto a verlos, y si me entero de algo… — Rumata acercó su poderoso puño a la nariz de Kin -. Bueno, bueno, no te asustes. No te haré nada.
El padre Kin soltó una respetuosa risita. Rumata se despidió de él con una inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta, rayando el suelo con sus espuelas.
Al pasar por la calle del Agradecimiento Infinito entró en la armería, compró unas anillas nuevas para las vainas de sus espadas, probó un par de puñales (los tiró contra la pared para observar cómo se clavaban, midió el ajuste de las empuñaduras a su mano, y finalmente los rechazó), y luego se sentó en el mostrador y se puso a charlar con el dueño, el padre Gauk. Este tenía unos ojos bondadosos y tristes y unas manos pequeñas, pálidas y manchadas de tinta. Rumata discutió con él acerca de los méritos de la poesía de Tsurén, le escuchó un interesante comentario sobre el verso que empezaba: «Cual hoja marchita cae sobre el alma…», y le rogó que recitase algo nuevo. La indecible tristeza de las estrofas les hizo suspirar al unísono. Antes de marcharse Rumata declamó el «Ser o no ser…», que él mismo había traducido al irukano.
— ¡San Miki! — exclamó entusiasmadísimo el padre Gauk -. ¿De quién son esos versos?
— Míos — dijo Rumata, y salió de la tienda.
Luego entró en La Alegría Gris, tomó un vaso de vino
agrio de Arkanar, le dio unas palmaditas en la mejilla a la mujer del dueño, volcó con un ágil movimiento de espada la mesa del confidente oficial, que lo miró con ojos ausentes, y se dirigió al rincón más apartado, donde lo esperaba un hombre barbudo y de deslucida indumentaria, que llevaba un tintero colgado del cuello.
— Buenas tardes, hermano Nanín — dijo Rumata -. ¿Cuántas peticiones has escrito hoy?
El hermano Nanín sonrió vergonzosamente, mostrando unos dientes pequeños y careados.
— Ahora son pocos los que escriben peticiones, noble Don — dijo -. Unos piensan que es inútil pedir, y otros que pronto lo tendrán todo sin necesidad de pedirlo.
Rumata se acercó a él y le dijo en voz baja que ya estaba arreglado su ingreso en la Escuela Patriótica.
— Toma dos piezas de oro — le dijo luego -. Vístete y aséate. Y se prudente, al menos los primeros días. El padre Kin es un elemento peligroso.
— Le daré a leer mi Tratado sobre los rumores — dijo el hermano Nanín alegremente -. Muchas gracias por todo, noble Don.
— ¿Qué no se hace por la memoria de un padre? — dijo Rumata -. Y ahora dime, ¿dónde puedo encontrar al padre Tarra?
El hermano Nanín dejó de sonreír y parpadeó, azarado.
— Ayer hubo aquí una riña — dijo -. El padre Tarra había bebido un poco excesivamente, y como es pelirrojo… Bueno, le rompieron una costilla.
Rumata profirió una enojada exclamación.
— Qué mala suerte — dijo -. ¿Por qué bebéis siempre tanto?
— Porque hay veces en que cuesta trabajo abstenerse — respondió tristemente el hermano Nanín.
— Es cierto — asintió Rumata -. En fin, qué le vamos a hacer. Toma otras dos piezas de oro, y cuida de él.
El hermano Nanín se inclinó con intención de besarle la mano, pero Rumata la retiró rápidamente.