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— Vamos, vamos — dijo -. Esta no es la mejor de tus bromas, hermano Nanín. Adiós.

En el puerto olía como en ninguna otra parte de Arkanar. Olía a agua salada, a limo putrefacto, a especias, a resina, a humo, a cecina pasada, y las tabernas atufaban a pescado frito y a cerveza agria. En aquel aire casi irrespirable flotaba un rumor de conversaciones plurilingüe y maldiciente. En los muelles, en los angostos callejones, entre los almacenes y en los alrededores de las tabernas se agolpaba gente de aspecto singular. Eran marineros desaliñados, mercaderes presuntuosos, pescadores taciturnos, traficantes de esclavos, rufianes, prostitutas pintarrajeadas, soldados borrachos, tipos raros llenos de armas y andrajosos con brazaletes de oro en sus sucias extremidades. Todos parecían estar nerviosos e irritados. Hacía tres días que Don Reba había dado orden de que ningún barco ni persona podía salir del puerto. Junto a los muelles brillaban las carniceras hachas de los Milicianos Grises, que escupían desvergonzada y maliciosamente mirando al gentío. En los atestados barcos se veían grupos de cinco o seis hombres huesudos y de piel bronceada vestidos con peludas pieles y cascos de cobre. Eran los mercenarios bárbaros, gente que no servía para la lucha cuerpo a cuerpo, pero que a distancia eran temibles por lo bien que manejaban sus cerbatanas con flechas emponzoñadas. Y más allá del bosque formado por los mástiles, en la rada abierta, oscurecían las tranquilas aguas las largas galeras de combate de la armada real. De tiempo en tiempo surgían de ellas rojos chorros de fuego y humo que hacían arder el mar. Quemaban petróleo para mantener el respeto y el temor.

Rumata pasó por la aduana, ante cuyas cerradas puertas se agrupaban los sombríos lobos de mar en inútil espera del permiso de salida, se abrió paso a empujones a través de una vociferante multitud que vendía todo lo imaginable (desde esclavas y perlas negras hasta narcóticos y arañas amaestradas), salió a los muelles, miró de soslayo a toda una fila de cadáveres descalzos, con camisetas marineras, expuestos al público a pleno sol, y después de dar un rodeo por un terreno baldío lleno de inmundicias, entró en los pestilentes callejones del arrabal del puerto. Allí reinaba el silencio. En las puertas de los prostíbulos dormitaban las rameras, en una esquina se hallaba tirado boca abajo, en medio de la calle, un soldado borracho con la cara rajada y los bolsillos vueltos hacia afuera, pegados a las paredes se deslizaban tipos sospechosos con pálidos rostros de noctámbulos.

Era la primera vez que Rumata andaba de día por aquellos lugares, y se sorprendió de que nadie reparara excesivamente en éclass="underline" los pocos transeúntes con quienes se cruzaba dirigían su turbia mirada a alguna otra parte, y a veces hasta parecía que miraban a través de él, aunque se apartaban para dejarle paso. Pero cuando, al torcer una esquina, se giró casualmente, pudo ver que hasta una docena y media de cabezas de diversos tamaños, femeninas y masculinas, greñudas y calvas, se asomaban a puertas, ventanas y gateras para seguirle con la mirada. Entonces sintió la opresiva atmósfera que reinaba en aquellos envilecidos lugares, una atmósfera no de hostilidad o peligro, sino más bien de interés perverso y egoísta.

Empujó una puerta con el hombro y entró en uno de aquellos figones, donde en la semioscura sala dormitaba tras el mostrador un viejo narigudo con cara de momia. Las mesas estaban vacías. Rumata se acercó silenciosamente al mostrador, y ya se disponía a darle un papirotazo en la nariz al viejo cuando se dio cuenta de que éste no estaba dormido, sino que espiaba sus movimientos a través de sus desnudos y semicerrados párpados. Rumata arrojó sobre la mesa una moneda de plata, y los ojos del viejo se abrieron instantáneamente de una forma desmesurada.

— ¿Qué desea el noble Don? — preguntó diligentemente -. ¿Hierba? ¿Rapé? ¿Una niña?

— No disimules — dijo Rumata -. Sabes bien a lo que vengo.

— ¡Oh, pero si es Don Rumata! — gritó el viejo, como si se hubiera llevado una gran sorpresa -. ¡Ya decía yo que os conocía!

Dicho esto, volvió a cerrar los párpados. El gesto era inequívoco. Rumata pasó por detrás del mostrador y entró a través de una estrecha puerta a una habitación contigua. Allí había poco sitio libre, estaba oscuro, y olía fuertemente a algo avinagrado. Tras un pupitre colocado en medio de la estancia, se hallaba encorvado sobre unos papeles un hombre de edad madura, tocado con un gorro negro. Sobre el pupitre ardía un candil, y en la penumbra sólo se podían distinguir los rostros de las personas que estaban sentadas junto a la pared. Rumata buscó a tientas un taburete, sujetó su espada y se sentó también. Allí había que atenerse a ciertas reglas de etiqueta. El recién llegado no despertó la atención de nadie: si ha venido es porque estaba invitado a ello, o en caso contrario hubiera bastado una seña y ya no hubiera estado allí, y su cuerpo no habría sido encontrado fácilmente.

El viejo del pupitre rasgueaba el papel con su pluma, y los presentes permanecían inmóviles. De vez en cuando, alguien suspiraba profundamente. Por las paredes corrían sigilosamente invisibles lagartijas.

Los que estaban inmóviles junto a la pared eran jefes de banda. Rumata conocía a algunos de ellos desde hacía tiempo. Eran gente obtusa y bestial, que valían poco por sí mismos. Su psicología no era más compleja que la de un tendero cualquiera. Eran ignorantes y crueles, pero sabían manejar los cuchillos y las porras cortas. En cuanto al viejo del pupitre…

Le llamaban Vaga Kolesó, y era realmente omnipotente, el cabecilla indiscutido del hampa de todos los territorios situados más allá del estrecho, desde el pantano de Pitan, en el oeste de Irukán, hasta las fronteras marítimas de la República Mercantil de; Sean. Sobre él pesaba la maldición de las tres iglesias oficiales del Imperio, por su desmedida soberbia, ya que decía ser el hermano menor del Monarca. Contaba con un ejército nocturno de cerca de diez mil hombres, un tesoro de varios centenares de miles de piezas de oro, y espías hasta en lo más inescrutable del aparato del Estado. Durante los últimos veinte años se había dicho cuatro veces que lo habían ejecutado, siempre ante un gran gentío. Según versiones oficiales, en la actualidad languidecía simultáneamente, cargado de cadenas, en las tres prisiones más tenebrosas del Imperio, y Don Reba había publicado ya varias proclamas «referentes a la escandalosa propaganda que hacen los reos del Estado y otros malhechores acerca de la leyenda sobre Vaga Kolesó, cuya existencia es falsa y, por lo tanto, legendaria». No obstante, circulaban insistentes rumores de que el propio Don Reba había llamado a algunos de los barones que poseían nutridas milicias y les había ofrecido una recompensa de quinientas piezas de oro por la cabeza de Vaga muerto, o de siete mil si conseguían traérselo vivo. Al mismo Rumata le costó mucho tiempo y dinero el poder entrar en contacto con aquel tipo, que le era extraordinariamente repugnante, pero que sin embargo en algunas ocasiones podía ser utilísimo e incluso indispensable. Además, a Rumata, como científico, le interesaba enormemente Vaga, uno de los ejemplares más curiosos de su colección de monstruos medievales, un personaje que, por lo visto, carecía por completo de precedentes.

Vaga dejó por fin la pluma, se enderezó y dijo con voz rechinante:

— Bien, mis queridos niños. Tenemos dos mil quinientas piezas de oro de ingresos en tres días, y solamente mil novecientas noventa y seis de gastos. Esto da un resultado de quinientos cuatro redondelitos de oro de ganancia en tres días. No está mal, queridos niños, no está mal.