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Nadie se movió. Vaga abandonó el pupitre y fue a sentarse en un rincón, frotándose intensamente las manos.

— Os puedo dar una buena noticia, mis niños — dijo -. Se aproximan tiempos mejores, tiempos de abundancia. Pero hay que trabajar. ¡Oh, cómo hay que trabajar! Mi hermano mayor, el Rey de Arkanar, ha decidido exterminar a todos los hombres de ciencia que hay en nuestro reino. Esto es cosa suya. ¿Quienes somos nosotros para inmiscuirnos en sus altas decisiones? Sin embargo, se puede y se debe sacar beneficio de esta decisión. Como fieles súbditos que somos, debemos servir al rey, pero como súbditos nocturnos no podemos renunciar a la migaja que nos corresponde. El ni siquiera la echará de menos, y no se enfadará con nosotros. ¿Qué ocurre?

Nadie se movió.

— Me pareció que Piga había suspirado. ¿Es así, Piga?

En la oscuridad se notó cierta agitación, y se oyeron toses.

— No suspiré, Vaga — dijo una voz ronca -. No faltaría más.

— Está bien, Piga. Ahora todos debéis escucharme atentamente, porque después os marcharéis de aquí, el trabajo será difícil, y nadie os podrá aconsejar. Mi hermano mayor, es decir, Su Majestad, por boca de su ministro Don Reba, ha prometido no poco dinero por las cabezas de algunos hombres cultos que se han fugado u ocultado. Nuestro deber es conseguir estas cabezas y darle al viejo esa alegría. Por otra parte, ciertos intelectuales quieren ocultarse de las iras de mi hermano, y para conseguirlo están dispuestos a no escatimar recursos. Por misericordia, y para aliviar el alma de mi hermano del peso de crímenes innecesarios, ayudaremos también a esas gentes. Esto no será obstáculo para que, si el día de mañana su majestad necesita estas cabezas, pueda también recibirlas. Se las daremos baratas, muy baratas.

Vaga calló e inclinó la cabeza. Por sus mejillas comenzaron a deslizarse lágrimas… las lentas lágrimas de la senilidad.

— Me estoy haciendo viejo, mis niños — dijo sollozando -. Las manos me tiemblan, las piernas se me doblan, y la memoria empieza a traicionarme. Incluso había olvidado que hoy, entre nosotros, en este mísero y angosto cuchitril, está perdiendo la paciencia un noble Don al que no le interesan nuestras pequeñas cuentas. Sí, tendré que dejaros. Ya es hora de que descanse. Pero antes, mis queridos niños, pidámosle disculpas a este noble Don.

Se levantó penosamente y, gimiendo, se inclinó en una ostentosa reverencia. Los demás hicieron lo mismo, pero con cierta indecisión, incluso miedo. A Rumata le pareció oír cómo crujían los obtusos y primitivos cerebros de aquella gente al intentar comprender el sentido de las palabras y las acciones del encorvado viejo.

No obstante, todo estaba claro: aquel bandido quería aprovechar la ocasión que se le presentaba para hacer llegar a Don Reba la noticia de que, en la actual matanza, su ejército nocturno estaba dispuesto a actuar al lado de los Grises. Pero ahora, cuando llegaba el momento de dar las instrucciones concretas, los nombres y las fechas de las operaciones, la presencia del noble Don empezaba a molestar. Por esto, se le proponía que dijera pronto lo que necesitaba y se largase cuanto antes de allí. El viejo era frío y tenebroso. Pero, ¿por qué estaba en la ciudad? A Vaga nunca le habían gustado las ciudades.

— Tienes razón, respetable Vaga — dijo Rumata -. Tengo prisa. Sin embargo, soy yo quien debe disculparse, puesto que he venido a molestarte por un asunto sin importancia. — Rumata seguía sentado, mientras todos los demás le escuchaban de pie -. Necesito que me ayudes. Puedes sentarte.

Vaga volvió a hacer una inclinación y se sentó.

— Hace tres días — prosiguió Rumata -, tenía que haber venido a verme al Soto de las Espadas un viejo amigo, un noble Don de Irukán. Pero no vino. Desapareció por el camino. Sé que pasó felizmente la frontera irukana. Dime, ¿sabes algo de la suerte que haya podido correr después?

Vaga tardó en responder. Los bandidos respiraban ruidosamente.

— No, noble Don — dijo finalmente Vaga -. No sabemos nada de este asunto.

Rumata se puso inmediatamente en pie.

— Te agradezco lo que acabas de decirme, respetable — dijo. Dio unos pasos hasta el centro de la habitación, y depositó en el pupitre una bolsita con diez piezas de oro -. Pero antes de irme querría suplicarte que, si te enteras de algo, me lo hagas saber — se llevó la mano al sombrero -. Adiós.

Cuando ya estaba junto a la puerta se detuvo y dijo, por encima del hombro y sin darle excesiva importancia:

— Has dicho algo sobre la gente culta. Se me ha ocurrido una idea. Si el Rey sigue en su empeño, dentro de un mes no habrá manera de encontrar en Arkanar ningún letrado decente. Y sin embargo, a mí me van a hacer falta, ya que cuando me curé de la peste negra hice promesa de crear una universidad en la metrópoli. Por eso, cuando captures a algún ratón de biblioteca, dímelo a mí antes que a Don Reba. Quizá alguno de ellos me interese para mi universidad.

— Eso va a ser caro — advirtió Vaga con voz melosa -. Cuando la mercancía es escasa y va muy solicitada, el precio sube.

— Más caro es el honor — dijo Rumata orgullosamente, y salió.

III

Sería interesante, pensaba Rumata, cazar a este Vaga y enviarlo a la Tierra. Desde el punto de vista técnico es fácil. Pero, ¿qué sería de este hombre en la Tierra? Me lo imagino como si, en un salón lleno de luz, con las paredes repletas de espejos y el aire acondicionado con aroma de pinos y de mar, se soltara a una enorme araña peluda. Se aplastaría contra el reluciente suelo y giraría febrilmente sus coléricos ojos. Después, retrocediendo, retrocediendo, iría hasta el rincón más oscuro y se contraería, mostrando sus venenosas mandíbulas en actitud amenazadora. Vaga, por supuesto, empezaría a buscar gente descontenta. Y, como es natural, incluso el más cretino de los ofendidos le parecería una persona demasiado pura e inservible para sus manejos. El pobre viejo acabaría enfermando. Quizá muriera. Aunque, ¿quién sabe? El quid de la cuestión está ahí, en que la psicología de estos monstruos es un laberinto. ¡San Miki bendito! Comprenderla es más difícil que comprender la psicología de las civilizaciones no humanas. Todos sus actos pueden ser explicados, pero preverlos es casi imposible. Sí, hay muchas probabilidades de que muriera de tristeza. Pero también podría ocurrir que, tras mirar a su alrededor, se adaptase al medio, hiciese sus cálculos y aceptase, por ejemplo, un puesto de guardabosque en alguna reserva. Es imposible que carezca en absoluto de una pasión inocua, por pequeña que sea, que aquí quizá le estorbe, pero que allí podría convertirse en la razón de su vida. Creo que le gustan los gatos. Dicen que en su cueva tiene toda una manada, y que hasta paga a una persona para que cuide de ellos. Y esto a pesar de lo avaro que es y de que le bastaría tan sólo una amenaza para conseguir lo mismo. Pero, ¿qué haría en la Tierra con su insaciable sed de poder?

Dándole vueltas a estos pensamientos, Rumata se detuvo ante una taberna. Fue a entrar, pero de pronto se dio cuenta de que no tenía su bolsa. Se quedó perplejo (no podía acostumbrarse a estas cosas, aunque no era la primera vez que le ocurrían), y durante un buen rato estuvo rebuscando por todos los bolsillos. Llevaba tres bolsitas con diez piezas de oro en cada una: la primera se la dio al procurador Kin, la segunda a Vaga, y la tercera había desaparecido. Tenía los bolsillos vacíos, le habían cortado hábilmente toda la botonadura de oro en su pernera izquierda, y del cinto le faltaba el puñal.