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— Di que me sirvan la comida — medio gritó Rumata -. En mi gabinete.

El muchacho no se movió de su sitio.

— Os están esperando — dijo con aire sombrío.

— ¿Quién?

— Una doncella. O tal vez sea una Doña. Por la forma de comportarse parece más bien una doncella. Es cariñosa, lleva un vestido elegante y… y… es hermosa.

Debe ser Kira, pensó Rumata, sintiendo un gran alivio. ¡Oh, cómo lo ha presentido mi pequeña! Cerró los ojos y permaneció así unos instantes, procurando concentrar sus pensamientos.

— ¿La echo? — preguntó resueltamente el muchacho.

— ¡Cernícalo! ¡A ti te voy a echar! ¿Dónde está?

— En el gabinete — el muchacho intentó sonreír.

Rumata se dirigió apresuradamente al gabinete.

— Di que sirvan comida para dos — ordenó por encima del hombro, sin detenerse -. ¡Y no recibáis a nadie! Ni al Rey, ni al diablo, ni al mismísimo Don Reba.

Kira estaba en el gabinete, sentada en un sillón, con las piernas recogidas, hojeando distraídamente el Tratado sobre los rumores. Quiso levantarse al entrar Rumata, pero él se le acercó corriendo, la abrazó, hundió su rostro en su abundante y perfumada cabellera y murmuró:

— ¡Qué oportunamente, Kira! ¡Qué oportunamente!

Kira no tenía nada de particular. Era una muchacha de dieciocho años como otra cualquiera. Tenía la nariz un poco respingona. Su padre era ayudante de escribano en el juzgado, su hermano sargento de los milicianos. No se había casado aún porque era pelirroja, y en Arkanar las pelirrojas tenían poco partido. Quizá por esa misma razón era extraordinariamente tranquila y tímida, en lo cual se diferenciaba de las mujeres triviales, ostentosas y vocingleras que tanto se. cotizaban en todas las clases sociales. Tampoco se parecía a las lánguidas bellezas palaciegas, que tan prematuramente llegaban a comprender el destino de las mujeres. Pero sabía amar como se amaba en la Tierra, tranquila y confiadamente.

— ¿Por qué has llorado?

— Y tú, ¿por qué estás tan serio?

— Primero dime: ¿por qué has llorado?

— Luego te lo contaré todo. Tus ojos están muy cansados. ¿Qué te ha ocurrido?

— Ya hablaremos luego de ello. ¿Te ha ofendido alguien?

— No, nadie. Quiero que me saques de aquí, Rumata.

— Por supuesto.

— ¿Cuándo nos vamos?

— No puedo decírtelo, Kira. Pero nos iremos.

— ¿Muy lejos?

— Sí, muy lejos.

— ¿A la metrópoli?

— Sí. Conmigo.

— ¿Se está bien allí?

— Estupendamente. Nadie llora.

— Eso es imposible.

— Sí, es imposible. Pero allí tú no llorarás nunca.

— ¿Cómo es allí la gente?

— Igual que yo.

— ¿Todos como tú?

— No, no todos. Los hay mejores.

— Eso también es imposible.

— Te equivocas. Es así.

— ¿Por qué te creo tan fácilmente? Mi padre no cree a nadie, mi hermano dice que todos son unos cerdos, algunos más sucios, otros menos. Yo no los creo. A ti, en cambio, te he creído siempre.

— Porque yo te quiero, Kira.

— Entonces quítate la diadema. En una ocasión me dijiste que eso era pecado.

Rumata se echó a reír. Era feliz. Se quitó la diadema, la puso sobre la mesa y la cubrió con un libro.

— Este es el ojo de Dios — dijo, y la tomó entre sus brazos -. Cerrarlo es un grave pecado. Pero mientras esté contigo, puedo pasarme sin Dios.

— Tienes razón — dijo ella, muy bajito.

Cuando se sentaron a la mesa, el asado estaba ya frío y el vino templado. Uno entró y, andando tan silenciosamente como le había enseñado el viejo Muga, fue encendiendo los candiles, aunque todavía había bastante luz.

— ¿Ese chico es esclavo tuyo?

— No, es libre. Es un buen muchacho… aunque bastante tacaño.

— Al dinero le gusta que lo cuenten — dijo Uno sin volverse.

— ¿Has comprado ya las sábanas nuevas? — preguntó Rumata.

— ¿Para qué? — exclamó el muchacho -. Las viejas todavía sirven.

— Escucha, Uno — dijo Rumata -. Comprende que yo no puedo dormir un mes seguido en las mismas sábanas.

— ¡Je! — profirió el muchacho -. Su Majestad duerme en las mismas sábanas medio año, y no se queja.

— Y el aceite de los candiles — dijo Rumata, guiñándole un ojo a Kira -, ¿acaso lo regalan?

Uno se inmovilizó.

— Como hoy tenéis visita… — dijo finalmente.

Rumata se echó a reír.

— ¿Ves cómo es?

— Es un buen chico — dijo Kira seriamente -. Se ve que te quiere. Tiene que venirse con nosotros.

— Ya veremos — respondió evasivamente Rumata.

Al escuchar esto, el muchacho se apresuró a protestar:

— ¿Dónde hay que ir? Yo no voy a ir a ninguna parte.

— Nos iremos a un sitio donde todos son como Don Rumata — le cortó Kira.

El muchacho se lo pensó unos instantes.

— ¿A un paraíso de los nobles? — preguntó por fin, desdeñosamente. Luego se echó a reír y salió chancleteando del gabinete. Kira lo siguió con la mirada.

— Es un buen muchacho — dijo -. Parece insociable como un osezno, pero en él tienes a un buen amigo.

— Mis amigos son todos buenos.

— ¿Incluido el barón de Pampa?

— ¿De qué lo conoces? — se sorprendió Rumata.

— No hablas de otra persona. No se te oye decir más que el barón de Pampa eso, el barón de Pampa aquello…

— El barón de Pampa es un magnífico camarada.

— ¿Qué quieres decir con que el barón es un camarada?

— Quiero decir que es una buena persona; que es bondadoso y alegre, y que quiere mucho a su esposa.