Выбрать главу

— Me gustaría conocerlo. ¿Te avergonzaría presentármelo?

— No me avergonzaría en absoluto. Pero tienes que pensar que, aún siendo bueno, sigue siendo barón.

— ¡Oh!

Rumata apartó su plato.

— Bien, y ahora dime: ¿por qué lloraste, y por qué viniste sola? ¿Crees que la situación está como para andar sola por las calles?

— Lloré y vine porque ya no podía permanecer más en mi casa. No pienso volver allí. Si quieres seré tu sirvienta, pero no me hagas que vuelva.

Rumata sonrió, aunque se le había formado un nudo en la garganta.

— Mi padre está copiando cada día confesiones y denuncias — prosiguió Kira con desesperación -. Los papeles que copia están manchados de sangre. Se los entregan en la Torre de la Alegría. ¿Para qué me enseñaste a leer, Rumata? Cada tarde copia los informes de las torturas y bebe. ¡Qué cosa tan horrible! «Mira Kira», me dijo ayer, «nuestro vecino el calígrafo enseñaba a la gente a escribir. ¿Y sabes? Bajo tortura ha declarado ser un brujo y un espía irukano. ¿A quién vamos a creer ahora? El fue quien me enseñó a escribir a mí». Y mi hermano viene cada día de patrullar más borracho que el vino, con las manos sucias de sangre, y empieza a decir: «Los mataremos a todos, hasta la duodécima generación». Y luego le pregunta a padre por qué sabe leer. Hoy trajo a casa, con sus amigos, a un pobre hombre. Le estuvieron pegando hasta que dejó de gritar. No puedo seguir viviendo así. ¡Es una pesadilla! No volveré. Prefiero que me mates.

Rumata estaba junto a ella, y le acariciaba suavemente los cabellos. Kira miraba fijamente a un punto indeterminado. Sus ojos brillaban, pero estaban secos. ¿Qué podía decir él? La tomó en sus brazos, la condujo al diván, se sentó a su lado y empezó a hablarle de los palacios de cristal y de los preciosos jardines donde no hay mosquitos ni basura, de los manteles mágicos y de las alfombras volantes, y de una ciudad encantadora que se llama Leningrado, y de sus amigos, apuestos, alegres y bondadosos, y de un país maravilloso que está más allá de los mares y las cordilleras y que se llama Tierra. Ella lo escuchaba silenciosa y atenta, y cada vez que se oía en la calle el resonar de las botas claveteadas se apretaba contra él.

Kira tenía la virtud de creer firmemente en todo lo bueno. Si aquellas mismas cosas se las contaran a un siervo de la gleba, se reiría incrédulamente, se restregaría la nariz con la manga de la camisa y se marcharía sin decir palabra, aunque tal vez se volviera de vez en cuando para mirarle, como diciendo: «No parece mal hombre ni está borracho, pero… ¡qué desgracia! Debe estar mal de la cabeza este pobre noble Don». Acude con estas historias a Don Tameo o a Don Sera, y no te escucharán hasta el final. El uno se dormirá y el otro, tras un eructo, dirá: «Todo esto es per(¡hic!)fecto, pero ¿qué me dices de las mujeres?». Don Reba no. Don Reba escucharía atentamente hasta el final, y luego llamaría a sus milicianos para que se encargaran de retorcerle los brazos al noble Don y esclarecieran quién le había contado esas cosas tan peligrosas, y quien había tenido tiempo de contárselas a él.

Al cabo de un rato, Kira se tranquilizó y se quedó dormida. Le dio un beso en la frente, la cubrió con su capa de invierno con vueltas de piel y, andando de puntillas, salió de la habitación y entornó la puerta, que rechinó como de costumbre. Rumata bajó a oscuras hasta el cuarto de la servidumbre, echó una mirada por encima de las cabezas que se inclinaban ante él y dijo:

— He tomado un ama de llaves. Se llama Kira. Vivirá arriba, en la habitación que está detrás del gabinete. Mañana mismo hay que preparar esta habitación como es debido. Al ama hay que obedecerla al igual que a mí — al decir esto miró atentamente a ver si alguien sonreía, pero se convenció de que todos escuchaban respetuosamente -. Y si me entero de que alguien de vosotros empieza a cotorrear por ahí al respecto, ¡le arrancaré la lengua!

Tras aquellas palabras, aguardó unos instantes para causar un mayor efecto, y luego volvió a subir a sus habitaciones particulares. Entró en el salón, adornado con panoplias de mohosas armas y muebles carcomidos, se acercó a la ventana, apoyó su frente en el oscuro y frío vidrio y miró a la calle. Oyó el toque de la primera guardia. En las ventanas de enfrente encendieron las luces y cerraron los postigos, para no llamar la atención a las personas y a los espíritus malignos. Todo estaba en silencio. De pronto, un borracho gritó desaforadamente. Quizá intentaran robarle algo, o tal vez era él mismo que intentaba meterse en casa ajena.

Aquellas noches solitarias, odiosas, desesperantes, eran lo peor de todo. Nosotros pensábamos que esto sería una lucha eterna, dura y victoriosa, razonó Rumata, que tendríamos siempre una idea clara de lo que es bueno y de lo que es malo, y de quién es el amigo y quién el enemigo. Y todo lo que pensábamos entonces era exacto, pero no tuvimos en cuenta muchos factores. No pudimos prever por ejemplo estas noches, a pesar de que suponíamos que las habría.

Abajo se oyó un chirriar de hierros. Por lo visto ya era tarde y estaban echando los cerrojos. La cocinera le estaría rezando a San Miki, pidiéndole un marido serio y comprensivo. El viejo Muga bostezaría, golpeándose la boca con el pulgar. Los criados estarían dándole los últimos sorbos a su cerveza de la noche y chismorreando. Y Uno, cuyos ojos brillarían en la penumbra, diría como una persona mayor:

— Basta ya de darle a la sinhueso. Parecéis…

Rumata se apartó de la ventana y dio unos pasos por el salón. Esto es desesperante, siguió pensando. No hay fuerza capaz de arrancarlos del estrecho círculo de sus preocupaciones e ideas. Se les puede dar todo: se les puede acomodar en las más modernas casas de espectroglás y acostumbrarles a los tratamientos iónicos, pero por las noches seguirán reuniéndose en la cocina, jugarán a las cartas y se reirán a carcajadas cuando a algún vecino le zurre su mujer. Para ellos no hay otra forma mejor de pasar el tiempo. En este sentido lleva razón Don Kondor: Don Reba es algo absurdo, una insignificancia comparado con este cúmulo de tradiciones y reglas gregarias santificadas por los siglos, inmutables, comprensibles hasta para el más torpe de los torpes y que, además, no obliga a pensar ni a molestarse. Don Reba no figurará ni en los libros de historia que se estudien en la escuela: será simplemente»un aventurero de poca monta de la época en que se fortaleció el absolutismo».

¡Don Reba! Don Reba no es ni alto ni bajo, ni grueso ni excesivamente delgado, ni tiene mucho pelo ni se puede decir que sea calvo. Sus movimientos no son bruscos ni calmados. Su rostro es imposible de recordar, porque se parece a miles de otros rostros. Es cortés, galante con las damas, y sabe escuchar a sus interlocutores, aunque jamás brille por sus ideas propias.

Don Reba emergió hacía tres años, procedente de uno de los mohosos sótanos de las oficinas de palacio, como un empleadillo insignificante, obsequioso, pálido y con reflejos azulados. Poco después, el que era entonces presidente del Consejo de Ministros fue arrestado y ajusticiado inesperadamente, y días más tarde varios altos funcionarios murieron torturados, sin comprender nada, tras enloquecer de terror. Y sobre sus cadáveres creció, al igual que un monstruoso hongo pálido, aquel implacable genio de la mediocridad. Sí, Don Reba no es nadie ni viene de ninguna parte. No es la inteligencia privilegiada que destaca al lado de un monarca débil, como conocemos algunos casos en la historia, ni el hombre grande y temible que consagra su vida a la causa de la unificación de su país en aras de la autocracia. Tampoco es un favorito ambicioso, ávido de oro y de mujeres, capaz de matar a derecha e izquierda con tal de mantenerse en el poder y de gobernar para seguir matando. Circulan rumores que dicen que ni siquiera es Don Reba, que Don Reba es otra persona, y que no sabe nadie quien es éste, un brujo, un sosia o un impostor. Todo lo que don Reba piensa es un fracaso. Pensó enemistar entre sí a las dos familias más importantes del Reino, para debilitarlas y empezar así una gran ofensiva contra los barones. El resultado fue que las dos familias hicieron las paces, chocaron sus copas en señal de alianza eterna, y acto seguido arrebataron al Rey un buen pedazo de tierras que pertenecían a los Totz de Arkanar desde tiempos inmemoriales. Don Reba declaró la guerra a Irukán: él mismo condujo sus ejércitos hasta la frontera, los vio hundirse en los pantanos y perderse en los bosques, y por fin los abandonó a su suerte y huyó a Arkanar. Gracias a los esfuerzos de Don Gug, del cual no podía ni siquiera sospechar, consiguió que el duque de Irukán firmase la paz a cambio de dos ciudades fronterizas. Tras esto, el Rey tuvo que rascar hasta el fondo las ya exhaustas arcas del tesoro para sofocar las sublevaciones campesinas que se produjeron en todo el país. Tales errores hubieran bastado para colgar por los pies de lo más alto de la Torre de la Alegría a cualquier ministro, pero Don Reba siguió en el poder. Suprimió los Ministerios encargados de la Educación y del Fomento del Bienestar Público, y creó en cambio el Ministerio de Seguridad de la Corona; desplazó de sus puestos gubernamentales a los aristócratas de abolengo y a los pocos sabios que había en ellos; desorganizó por completo la economía; escribió un tratado: Sobre la esencia animal de los labradores; y finalmente, hacía un año, organizó la «Guardia de Seguridad», o Milicias Grises. Hitler estaba respaldado en su tiempo por los grandes monopolios. Pero Don Reba no tiene a nadie tras él, y está claro que los milicianos terminarán comiéndoselo como si fuera un conejo. No obstante, por ahora es él quien manda, el que hace y deshace, el que para enmendar una equivocación comete otra como si quisiera engañarse a sí mismo o como si para él no existiera más que el paranoico problema de destruir la civilización. Don Reba, lo mismo que Vaga Kolesó, no tiene pasado. Hace dos años cualquier noble bastardo hablaba de él como de «un plebeyo despreciable que ha engañado al Rey»; en la actualidad, todos los aristócratas se consideran parientes del Ministro de Seguridad de la Corona por línea materna.