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Ahora ha capturado a Budaj. Otro disparate, otra salvaje maquinación. Budaj es un intelectual; a los intelectuales hay que echarlos al palo con pompa y ruido, para que todo el mundo se entere. Pero en esta ocasión no hay ruido ni pompa. Por lo visto necesita a Budaj vivo. ¿Para qué? Reba no es tan estúpido como para creer que Budaj va a trabajar para él. Aunque, ¿por qué no? A lo mejor Don Reba no es más que un simple idiota afortunado, que no sabe lo que quiere, pero que fingiéndose astuto hace tonterías a la vista de todos. Parece increíble: hace tres años que lo observo, y aún ahora no sé qué clase de tipo es. Claro que si él me observara a mí también se encontraría con lo mismo. ¡Todo es posible! Porque la teoría básica concreta únicamente las formas fundamentales de orientación psicológica hacia el fin, pero en realidad estas formas son tantas como personas hay y, por consiguiente, el poder puede caer en manos de un cualquiera, por ejemplo una de esas personas que se pasan la vida mortificando a sus vecinos, escupiendo en su comida o echándoles vidrio molido en su heno. Claro que un hombre así será barrido pronto, pero mientras tanto se hartará de cometer barbaridades y de burlarse de los demás. ¿Qué le importará a alguien así el que su huella quede en la historia, o el que las generaciones futuras se rompan la cabeza intentando ajustar su comportamiento a la teoría desarrollada de las consecuencias históricas?

No tengo tiempo de ocuparme ahora de teorías, pensó Rumata. Lo único que sé es que el hombre es el portador objetivo de la inteligencia, y que todo lo que impide que el hombre desarrolle su inteligencia es nocivo. Todo lo nocivo ha de ser barrido lo más pronto posible y del modo que sea. ¿Del modo que sea? No, han de existir ciertas reglas. ¿O no? Soy un indeciso, se calificó a sí mismo. Hay que tomar una resolución. Tarde o temprano, hay que tomar una resolución.

En aquel momento recordó a Doña Okana. Bien, decide entonces. Empezaremos por esto. Si alguien quiere limpiar un retrete no puede esperar salir con las manos limpias. Rumata sintió que se le revolvía el estómago al pensar en lo que le esperaba. Pero esto es mejor que tener que matar. Entre estar sucio o manchado de sangre prefiero estar sucio. Con estos pensamientos en la cabeza, y andando de puntillas para no despertar a Kira, entró en el gabinete y se cambió de ropa. Cogió la diadema-transmisor, la miró unos momentos, y la metió en el cajón de la mesa. Luego se colocó en el pelo, tras la oreja derecha, una pluma blanca, símbolo del amor apasionado; se puso la espada, y echó sobre sus hombros su mejor capa. Cuando ya estaba abajo, descorriendo los cerrojos de la puerta, pensó: «Si Don Reba sabe esto, se acabó Doña Okana». Pero ya era tarde para volverse atrás.

IV

En el salón de Doña Okana se hallaban ya todos los invitados, pero ella aún no se había presentado. Junto a una mesita dorada llena de entremeses bebían, adoptando ridículas posturas teatrales, unos oficiales de la guardia real tan célebres como espadachines que como mujeriegos. Al lado de la chimenea procuraban reírse unas damitas ya entradas en años, delgadas, pálidas y poco interesantes, que precisamente por eso habían sido elegidas por Doña Okana como confidentes. Estaban sentadas en unos sofás bajos y, ante ellas, galanteaban tres vejestorios de canijas piernas en perpetuo movimiento. Eran los elegantes de los tiempos de la pasada regencia, y los únicos que se acordaban de las ingeniosidades de entonces. Todo el mundo sabía que sin la presencia de aquellos vejestorios ningún salón era realmente un salón. En medio de la sala, de pie y con las piernas abiertas, estaban Don Ripat, uno de los más valiosos agentes de Rumata. Don Ripat era teniente de una compañía Gris de merceros, poseía unos espléndidos bigotes, y carecía en absoluto de principios morales. En aquel momento tenía las manos metidas en el cinto y escuchaba atentamente a Don Tameo. Este le explicaba en términos muy confusos su nuevo proyecto, encaminado a perjudicar a los plebeyos en beneficio de los mercaderes. Don Tameo miraba de vez en cuando a Don Sera, que andaba de pared en pared, buscando infructuosamente la puerta. En un rincón, mirando desconfiadamente a todos lados, dos notables pintores retratistas terminaban de comerse un asado de cocodrilo con cebolla. No lejos de ellos, en el antepecho de una ventana, estaba sentada una mujer de edad: era la dama de compañía que Don Reba le había asignado a Doña Okana. La pobre mujer miraba fijamente hacia adelante y, de tanto en tanto, daba una cabezada.

Apartados de los demás, un personaje de sangre real y el secretario de la embajada de Soán se entretenían jugando a las cartas. El personaje hacía trampas, y el secretario sonreía condescendientemente. En realidad, era la única persona del salón que estaba haciendo realmente algo: recogía datos para el próximo informe de la embajada.