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Cuando entró Rumata, los oficiales de la guardia se apresuraron a saludarle con entusiasmo. Rumata les dirigió un amistoso gesto y avanzó a saludar a los presentes. Cambió una reverencia con los elegantes vejestorios, dedicó unos cumplidos a las delgadas confidentes, que se fijaron inmediatamente en su pluma blanca, dio unos golpecitos en la espalda del personaje de sangre real, y finalmente fue a reunirse con Don Ripat y Don Tameo. Cuando pasó junto al antepecho de la ventana, la dama de compañía dio una cabezada y eructó una vinosa vaharada.

Al ver que Rumata se acercaba, Don Ripat sacó las manos del cinto e hizo sonar sus tacones, y Don Tameo dijo a media voz:

— ¿Es posible? ¡Me alegro que hayáis venido! Había perdido ya las esperanzas, «al igual que el cisne que, con un ala rota, mira hacia una estrella». Estaba francamente aburrido. De no ser por nuestro amable Don Ripat, me hubiera muerto de tristeza.

Se notaba que Don Tameo se había despejado un poco antes de la comida, aunque seguía sin poderse contener.

— ¿Así que citando versos de Tsurén el Rebelde? — se sorprendió Rumata.

Don Ripat se envaró inmediatamente, y miró con fiereza a Don Tameo.

— ¿Eh? — exclamó este, confuso -. ¿De Tsurén? ¿Por qué de Tsurén? ¡Oh, sí! Lo hice para ironizar. ¡Vos lo sabéis bien, nobles Dones! ¿Quién es Tsurén? Un despreciable demagogo desagradecido. Yo intentaba subrayar…

— Que Doña Okana aún no ha llegado, y que todos la añoramos — atajó Rumata.

— Exacto. Eso es precisamente lo que intentaba subrayar.

— ¿Y dónde está?

— La esperamos de un momento a otro — dijo Don Ripat, que inclinó ligeramente la cabeza en un saludo de despedida y se retiró.

Las confidentes, con sus bocas abiertas en una medida única, no apartaban los ojos de la pluma blanca. Los elegantes vejestorios reían con afectación. Por fin, Don Tameo también se dio cuenta de la pluma.

— ¡Mi querido amigo! — le dijo a Rumata -. ¿Por qué hacéis eso? ¿Y si se presentara Don Reba? De acuerdo que hoy no es esperado, pero…

— No hablemos de eso — respondió Rumata, al tiempo que echaba una nerviosa ojeada a su alrededor. Quería acabar cuanto antes.

Los oficiales de la guardia se acercaban, con las copas preparadas.

— Estáis pálidos — dijo Don Tameo en voz baja -. Claro: el amor, la pasión… Pero, ¡por San Miki bendito!, el Estado está por encima de todo. Esto es jugar con fuego, mi querido amigo… y ofender sentimientos.

En el rostro de Don Tameo se produjo de pronto un cambio, y empezó a retroceder y a separarse de Rumata, haciendo reverencias. En aquel momento llegaron los de la guardia, rodearon a Rumata y le ofrecieron una copa llena hasta el borde.

— ¡Por el honor y el Rey! — brindó uno de ellos.

— ¡Y por el amor! — añadió otro.

— Demostradle lo que es la guardia, noble Don Rumata — dijo un tercero.

Rumata no había hecho más que coger su copa cuando vio a Doña Okana. Estaba en la puerta, abanicándose y moviendo perezosamente los hombros. Sí, desde lejos parecía incluso hermosa. No era el tipo de mujer preferido de Rumata, sino una gallinita tonta y lasciva, pero era hermosa. Tenía unos enormes ojos azules, aunque sin sombra de sentimiento ni de calor, una boca suave y experimentada, y un cuerpo magnífico cuyas insinuantes desnudeces apenas ocultaba el elegante traje. El oficial que estaba tras Rumata simuló un ruidoso beso. Rumata le entregó su copa sin mirarlo y se dirigió al encuentro de Doña Okana. Todos los presentes apartaron la vista de ellos y empezaron a hablar de cosas intrascendentes.

— Vuestra belleza deslumbra — dijo Rumata en voz baja, haciendo una profunda reverencia -. Permitidme postrarme a vuestras plantas, cual galgo a los pies de la bella desnuda e indiferente.

Doña Okana se cubrió el rostro con el abanico y entornó los ojos.

— Sois muy decidido, mi noble Don — dijo -. Nosotras, las pobres provincianas, somos incapaces de resistir semejantes asaltos -. Hablaba pronunciando las palabras en voz baja y un poco ronca -. No puedo hacer más que abriros las puertas del fuerte y dejaros entrar triunfalmente.

Rumata rechinó los dientes de furia y vergüenza, y aún se inclinó más. Doña Okana descendió el abanico y dijo en voz alta:

— ¡Distraeos, nobles amigos! ¡Don Rumata y yo volveremos pronto! Quiero enseñarle mis nuevos tapices de Irukán.

— ¡No nos abandonéis por mucho tiempo, encanto! — pareció balar uno de los vejestorios.

— ¡Seductora! — pronunció dulcemente otro de los viejos -. ¡Hada!

Los oficiales de la guardia hicieron sonar sus espadas.

— La verdad es que sabe aprovechar las ocasiones — comentó con voz muy clara el personaje de sangre real.

Doña Okana tomó a Rumata del brazo y se lo llevó. Cuando ya estaban en el pasillo, Rumata oyó cómo Don Sera decía, con tono de envidia:

— No veo ninguna razón que impida que un noble Don pueda contemplar unos tapices de Irukán…

Al llegar al extremo del corredor, Doña Okana se detuvo de repente, pasó los brazos alrededor del cuello de Rumata, exhaló un suspiro afónico que quería expresar la pasión que la desbordaba, y le sorbió la boca con sus labios. Rumata dejó de respirar. El hada olía a sudor y a perfumes estorianos. Sus labios eran calientes, húmedos, y estaban pegajosos de dulces. Rumata procuró sobreponerse a sí mismo y corresponder al beso. Y por lo visto lo consiguió, puesto que Doña Okana volvió a suspirar y se abandonó en sus brazos con los ojos cerrados. Aquella escena duró una eternidad. Ahora vas a ver lo que es bueno, buscona, pensó Rumata, y la abrazó con fuerza. Se oyó un chasquido, como si se le hubiera roto una ballena del corsé o una costilla, y la mujer lanzó un quejido, abrió unos ojos admirados y se revolvió queriendo soltarse. Rumata abrió inmediatamente los brazos.

— ¡Sois un bárbaro! — dijo ella, respirando dificultosamente pero con admiración en su voz -. Por poco me partís.

— Es el amor que me abrasa — murmuró él en tono de disculpa.

— Y a mí también. ¡Si supierais cómo os he esperado! ¡Venid, venid aprisa!

Lo llevó por una serie de oscuras y frías habitaciones. Rumata sacó el pañuelo y se limpió los labios. Aquella aventura empezaba a parecerle imposible. Pero era necesaria. ¿Qué culpa tengo yo? Este asunto no se resuelve con buenas palabras. ¡San Miki bendito, ¿por qué la gente de palacio no se lava nunca?! ¡Y qué temperamento! Preferiría que se presentara Don Reba. Mientras iba pensando estas cosas, ella lo arrastraba de igual forma que una hormiga a un gusano muerto. Rumata, que imaginaba ser el último de los idiotas, decidió retener a Doña Okana halagándola con unas banales palabras alusivas a sus veloces pies y a sus rojos labios. Ella lanzó una estridente carcajada, pero no se detuvo. Por fin se vio empujado a un gabinete donde hacía mucho calor, y que efectivamente tenía las paredes cubiertas con tapices de Irukán. Doña Okana se dejó caer inmediatamente en un enorme lecho que ocupaba completamente uno de los lados, y apenas se hubo acomodado entre las almohadas clavó en él sus hiperesténicos ojos. Rumata permanecía envarado como un poste. El gabinete olía a chinches.