— ¡Oh, qué bello sois! — murmuró ella en voz muy baja -. Venid: ¡me hicisteis esperar tanto!
Rumata inspiró profundamente. Sentía náuseas. Gotas de sudor corrían por sus mejillas. No puedo más, pensó. Al cuerno con toda esta información. Huele a zorra… o a mona. Es algo antinatural, sucio… La suciedad es preferible al derramamiento de sangre, ¡pero esto es mucho más que suciedad!
— ¿Qué hacéis, noble Don? ¡Venid aquí! ¿No veis que os estoy esperando? — gritó Doña Okana con voz chillona.
— ¡Iros al diablo! — respondió Rumata.
Ella se levantó y se le acercó.
— ¿Qué os pasa? ¿Estáis borracho?
— No sé. Me falta aire.
— ¿Queréis que pida una palangana?
— ¿Qué palangana?
— No os preocupéis, todo pasará — dijo ella, y empezó a desabrocharle la camisa con manos temblorosas de impaciencia -. Sois hermoso… — murmuró, sofocada — pero tímido como un novato. ¿Quién iba a pensarlo? Esto es seductor, os lo juro por Santa Bara.
Rumata tuvo que sujetarle las manos. Mirándola desde su mayor altura, podía ver su cabello sin asear pegajoso de grasa, sus redondos y desnudos hombros con bolillas de polvos, y sus pequeñas orejas color carmesí. Todo esto es repugnante, pensó. No puedo soportarlo. Y es una lástima, porque algo tiene que saber. Don Reba es de los que hablan mientras duermen. Además, a veces la lleva a los interrogatorios. A ella le gustan. Pero no puedo.
— Bien… ¿qué? — dijo ella, irritada.
— Vuestros tapices son magníficos — respondió él en voz alta -. Pero debo irme.
En un primer momento ella no comprendió. Luego, su cara se descompuso.
— ¿Cómo os atrevéis? — comenzó a decir. Pero él ya había abierto la puerta, salido al pasillo y echado a correr. Desde mañana mismo dejaré de lavarme, iba pensando. En este lugar hay que ser un cerdo y no un dios. — ¡Capón! — le gritó ella desde lejos -. ¡Castrado mocoso! ¡Ni empalado vas a pagar…!
Rumata abrió una ventana y saltó por ella al jardín. Se detuvo bajo un árbol y respiró profundamente durante unos minutos. Luego recordó la maldita pluma blanca, se la arrancó, la estrujó y la tiró. Pashka tampoco hubiera podido hacer nada, pensó. Ninguno de nosotros. «¿Estás seguro?». «Sí, seguro». «Entonces, todos juntos no servís para nada». «¡Pero esto da náuseas!». «¿Y qué tiene que ver el experimento con tus escrúpulos? Si no sirves, ¿para qué te metes?». «Pero yo no soy un animal». «Si el experimento lo requiere, hay que ser un animal». «El experimento no puede exigir esto de nosotros». «Te equivocas, sí puede». «Entonces…». «¿Qué ocurre con entonces?». Rumata no sabía qué contestarse a sí mismo. «Entonces… entonces… Bueno, admitamos que soy un mal sociólogo», pensó, encogiéndose de hombros. «Procuraré enmendarme. Aprenderemos a convertirnos en cerdos».
Era cerca de la medianoche cuando Rumata regresó a su casa. Se soltó las hebillas y, sin desnudarse, se echó en el diván que había en el gabinete y se quedó dormido en el acto.
No tardaron en despertarlo los indignados gritos de Uno y un rugido bajo y cordial que exclamaba:
— ¡Quita de ahí, lobezno, o te aplastaré una oreja!
— ¡Os digo que está durmiendo!
— ¡Largo, no te me pongas delante!
— ¡Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie!
Por fin se abrió la puerta y el enorme barón de Pampa, señor de Bau, irrumpió en el gabinete, con sus mofletes colorados, sus dientes blancos, su enhiesto bigote, el birrete de terciopelo ladeado y una riquísima capa de color frambuesa ocultando la coraza de cobre. Tras él entró Uno, aferrado a la pernera derecha de los calzones del barón.
— ¡Barón! — exclamó Rumata, saltando del diván -. ¿Cómo estáis en la ciudad? ¡Uno, deja tranquilo al barón!
— ¡Qué muchacho más pegajoso! — bramó el barón, yendo al encuentro de Rumata con los brazos abiertos -. Promete mucho. ¿Cuánto queréis por él? Bueno, ya hablaremos luego de esto. ¡Dejadme que os abrace!
Se abrazaron. El barón olía reconfortantemente a polvo de la carretera, a sudor de caballo y a todo un bouquet de vinos surtidos.
— Por lo que veo, querido amigo, también vos tenéis la cabeza despejada — dijo el barón con desánimo -. Claro que vos nunca estáis borracho. ¡Siempre sois feliz!
— Sentaos, amigo — dijo Rumata -. ¡Uno, trae vino de Estoria!
El barón levantó una manaza.
— ¡No probaré ni gota!
— ¿No queréis vino de Estoria? ¡Uno, no lo traigas de Estoria, tráelo de Irukán!
— ¡No quiero ninguna clase de vino! — dijo amargadamente el barón -. No bebo.
Rumata lo miró con honda sorpresa.
— ¿Qué os pasa? — preguntó preocupado -. ¿Estáis enfermo?
— Estoy sano como un toro. Pero esas malditas discusiones familiares… Bueno, la verdad es que me he peleado con la baronesa, y aquí estoy.
— ¿Qué os habéis peleado con la baronesa? ¡Eso sí que es una buena broma, barón!
— Sí, yo también pienso que ha de ser una broma. ¡He galopado doscientos kilómetros como entre nubes!
— Amigo mío — dijo Rumata -, ahora mismo tomamos los caballos y nos vamos a Bau.
— Imposible. Mi jaca está agotada. Además, esta vez estoy dispuesto a castigarla.
— ¿A quién?
— ¡A la baronesa, diablos! ¡Para algo soy un hombre! ¿Qué os parece? A ella no le gusta que Pampa esté borracho. ¡Muy bien, pues que me vea despejado! Prefiero pudrirme aquí bebiendo agua que volver al castillo.
Uno se acercó a Rumata y murmuró:
— Decidle que no me tire de las orejas.
— ¡Largo de aquí, lobezno! — rugió el barón bonachonamente -. ¡Y trae cerveza! He sudado infernalmente, y necesito reponer los humores perdidos.
El barón compensó los humores perdidos durante media hora, y se achispó un poco. En los intervalos que hizo entre los tragos fue informando a Rumata de sus desdichas. La culpa de todo lo tenían «esos malditos vecinos borrachines que se meten en el castillo. Llegan por la mañana diciendo que van a cazar, y en un abrir y cerrar de ojos ya están borrachos perdidos rompiendo todos los muebles. Andan por todo el castillo, lo ensucian todo, ofenden a la servidumbre, maltratan a los perros, y son un detestable ejemplo para el baroncito. Luego cada cual se va a su casa, y yo me quedo con una curda que no me deja dar un paso y a solas con la baronesa».