Cuando terminó su narración, el barón estaba tan apesadumbrado que incluso pidió un poco de estoria. Pero después lo reconsideró y exclamó:
— ¡Rumata, Vámonos de aquí! ¡Vuestra bodega está demasiado bien surtida! ¡Vamos a otro lado!
— ¿Adonde?
— ¡Y qué más da! Aunque sea a La Alegría Gris.
— Hum — refunfuñó Rumata -. ¿Y qué vamos a hacer en La Alegría Gris?
El barón permaneció un rato en silencio, tirándose del bigote, y finalmente dijo:
— ¿Que qué vamos a hacer? Simplemente, nos sentaremos y charlaremos un rato.
— ¿En La Alegría Gris? — volvió a preguntar Rumata.
— ¡Por supuesto que sí! — respondió el Barón -. Os comprendo, aquello es horroroso, pero a pesar de todo iremos. Porque si no lo hacemos así, mientras esté aquí sentiré deseos de beber estoria. ¿Comprendéis?
— ¡Mi caballo! — ordenó Rumata a Uno, y fue al gabinete a buscar su transmisor. Al cabo de unos minutos ambos hombres iban a caballo por una calle estrecha y completamente a oscuras. El barón, que se había despejado un poco, iba hablando en voz alta, contando que anteayer había cazado un jabalí con los perros, alabando las buenas cualidades del baroncito, relatando el milagro del monasterio de San Tuki, donde el padre rector había parido por la cadera un niño con seis dedos… todo ello sin olvidarse de aullar de tanto en tanto como un lobo, ululando y dando fustazos a los cerrados postigos de las ventanas.
Cuando llegaron a La Alegría Gris, el barón frenó su corcel y se quedó pensativo. Rumata aguardó. Por las sucias ventanas de la taberna salía mucha luz. Atados a un poste había varios caballos. Unas jóvenes pintarrajeadas, sentadas en un banco situado bajo las ventanas, discutían entre sí perezosamente. Dos mozos rodaron dificultosamente un enorme barril y lo metieron por la puerta.
— Solo — murmuró tristemente el barón -. ¡Toda la noche solo! Y ella allí…
— No os pongáis así, amigo mío — dijo Rumata -. Al fin y al cabo, ella está con el baroncito, y vos estáis conmigo.
— Es distinto — dijo el barón -. Vos no me comprendéis. Todavía sois demasiado joven y despreocupado. Incluso quizá os resulte agradable contemplar a esas busconas.
— ¿Y por qué no? — inquirió Rumata, mirando fijamente al barón -. Me parecen unas chicas muy agradables.
El barón agitó la cabeza y se echó a reír sarcásticamente.
— Mirad, esa que hay ahí tiene el culo caído, y esa otra que se está rascando no tiene ni eso. En el mejor de los casos son tan sólo jamelgos, amigo mío. ¡Recuerde a la baronesa! ¡Qué manos, qué gracia! ¡Y qué talle, amigo!
— Sí, por supuesto — asintió Rumata -. La baronesa es muy hermosa. Vámonos de aquí.
— ¿Adonde? ¿Y por qué? — una sombra de decisión cruzó el rostro del barón de Pampa -. No, amigo mío, no voy a ninguna parte. Vos podéis hacer lo que queráis — empezó a desmontar -… aunque sentiría mucho que me dejarais solo.
— No hablar de eso, me quedo con vos. Pero…
— No hay peros, que valgan — concluyó definitivamente el barón.
Les dieron las riendas a un mozo que se les acercó corriendo, pasaron orgullosamente por delante de las busconas y entraron en la sala. Allí casi no se podía respirar. La luz de los candiles a duras penas se abría paso a través de la niebla de humo. Sentados en bancos arrimados a largas mesas bebían, comían, juraban, se reían, lloraban, se besaban y vociferaban canciones indecentes soldados bañados en sudor y con los uniformes desabrochados, marineros vagabundos con casacas de colores vestidas a pelo, mujeres con los senos casi al aire, milicianos Grises con las hachas entre las piernas y andrajosos artesanos. A la izquierda se divisaba en la penumbra un mostrador, donde el dueño, sentado en lo alto entre varios gigantescos toneles, dirigía el enjambre de mozos de servicio, tan rápidos como tunantes, y a la derecha, formando un rectángulo luminoso, se recortaba la puerta de entrada a la parte «limpia», reservada a los nobles Dones, a los mercaderes respetables y a los oficiales Grises.
— Bueno, ¿y por qué no hemos de beber? — dijo irritado el barón de Pampa, y cogiendo a Rumata del brazo lo arrastró hacia el mostrador a través de un estrecho pasillo que quedaba entre las mesas, arañando las espaldas de los que estaban sentados con la pancera de su coraza. Cuando llegó a su meta, arrebató al dueño el cazo que tenía en la mano y que le servía para escanciar el vino en las jarras, lo secó de un trago sin pronunciar palabra, y luego exclamó que ya todo estaba perdido y que lo único que podían hacer era divertirse de la mejor manera posible. Después se volvió hacia el dueño y le preguntó a grandes voces si en su establecimiento había algún sitio donde las personas distinguidas pudieran pasar el tiempo decente y modestamente sin ser molestadas por la presencia de canallas, andrajosos y chusma. El dueño le respondió que sí, que había ese sitio.
— ¡Magnífico! — exclamó el barón, y le echó al hombre varias piezas de oro -. Danos a este noble Don y a mí lo mejor que tengas, y haz que nos lo sirva no una linda zorra de esas que tienes por aquí, sino una mujer respetable.
El mismo dueño acompañó a los nobles Dones a la parte «limpia». Allí había poca gente. En un rincón pasaban lastimosamente el tiempo un grupo de oficiales Grises (cuatro tenientes con ajustados uniformes y dos capitanes con capotas llevando las insignias del Ministerio de Seguridad de la Corona). Junto a una ventana se aburrían miserablemente, contemplando una garrafita, dos jóvenes aristócratas. Cerca de ellos había un montón de nobles arruinados, con ropas raídas y capas remendadas, bebiendo cerveza a pequeños tragos y echando a cada momento ojeadas a la sala en busca de una presa.
El barón se dejó caer en un banco que había al lado de una mesa libre, miró de soslayo a los agentes Grises y refunfuñó:
— Aquí también penetra la chusma… — pero en aquel momento una opulenta matrona trajo la primera ronda. El barón chasqueó la lengua, sacó su puñal del cinto y puso manos a la obra. Empezó a devorar buenas lonchas de carne de ciervo asada, montañas de mariscos y barreños de ensalada y mayonesa, todo ello regado con verdaderas cataratas de vino y cerveza. Los nobles arruinados comenzaron a pasarse, de uno en uno y de dos en dos, a la mesa del barón, y este los fue recibiendo con entusiasmo, invitándolos con movimientos del brazo y ruidos de la tripa.
De repente dejó de engullir, clavó sus ojos en Rumata, y bramó como si estuviera en mitad del bosque:
— ¡Hacía tiempo que no había estado en Arkanar, y debo deciros honradamente que hay aquí algo que no me gusta!
— ¿Qué es lo que no os gusta? — se interesó Rumata, sin dejar de chupar el ala de pollo que tenía en la mano.
En los rostros de los nobles se reflejó una respetuosa atención.