— ¡Decidme, mi querido amigo! — dijo el barón, limpiándose las manos en los faldones de su capa -. ¡Decidme vosotros, nobles Dones! ¿Desde cuándo es costumbre en al corte de Su Majestad el Rey que los descendientes de las más linajudas familias del Imperio no puedan dar un paso sin tropezar con algún tendero o carnicero?
Los nobles se miraron unos a otros y empezaron a apartarse. Rumata miró de reojo hacia el rincón donde se encontraban los Grises. Estos habían dejado de beber y estaban mirando al barón.
— Os voy a decir por qué ocurre esto, nobles Dones — prosiguió el barón de Pampa -. Todo ello es debido a que la gente de aquí se ha acobardado. La gente de aquí lo aguanta todo porque tiene miedo. ¡Tú tienes miedo! — gritó, señalando con el dedo al noble que tenía más cerca. El aludido puso cara avinagrada y se apartó sonriendo estúpidamente -. ¡Cobardes! — vociferó el barón, y sus bigotes se enhiestaron.
Quedaba claro que de los nobles no podía esperarse nada. No querían pelea. Preferían beber y comer algo. En vista de ello, el barón pasó una pierna por encima del banco, tiró de su bigote derecho, fijó la vista en el rincón donde estaban los oficiales Grises y dijo:
— Pero yo no temo absolutamente a nadie. ¡En cuanto veo a un mequetrefe Gris, le parto la cara!
— ¿Qué es lo que ronquea ese barril de cerveza? — preguntó uno de los capitanes Grises, de alargada cara.
El barón sonrió satisfecho. Se levantó de la mesa armando un enorme alboroto, y se encaramó en el banco. Rumata, elevando una ceja, dedicó su atención a la otra ala del pollo.
— ¡Hey, chusma Gris! — bramó el barón, como si los oficiales estuvieran a un kilómetro de distancia -. ¿Sabéis que hace tres días yo, el barón de Pampa, señor de Bau, les di a los vuestros una buena paliza? ¿Sabéis, amigo mío — se dirigía ahora a Rumata, mirándolo desde su altura cerca del techo -, que estábamos el padre Kabani y yo tomando unas copas en mi castillo, cuando llega mi mozo de establos y me dice que una banda de Grises está destrozando el albergue de La Herradura de Oro? ¡Mi albergue! ¡En mis tierras patrimoniales! Así que ordené: «¡A los caballos!», y fuimos a por ellos. Os lo juro por mis espuelas, ¡eran toda una banda! Al menos había unos veinte. Habían detenido a tres hombres, y se habían emborrachado… Esos tenderos no saben leer. Empezaron a pegarle a todo el mundo y a romper cuanto caía en sus manos. De modo que cogí a uno por una pata y… bueno, empezó la fiesta. Les hice correr hasta el Soto de las Espadas. La sangre que quedó llegaba hasta los tobillos, y las hachas abandonadas formaban un montón así de grande…
La narración se interrumpió en aquel punto, porque el capitán de la cara alargada agitó su mano y un cuchillo resbaló por el peto de la coraza del barón. — ¡Por fin! — exclamó éste, y desenvainó su mandoble.
El barón saltó del banco con una agilidad insospechada, mientras su espada surcaba el aire como una cinta plateada e iba a cortar una de las vigas del techo. Este último cedió ligeramente, y sobre la cabeza del barón cayó una nube de polvo. Pampa lanzó un juramento.
Los nobles se acurrucaron junto a la pared. Los jóvenes aristócratas se subieron a la mesa para ver mejor y los Grises, con sus aceros por delante, formaron un semicírculo y avanzaron a paso corto hacia el barón. El único que seguía sentado era Rumata, que estaba calculando por cuál de los dos lados del barón le sería más fácil levantarse sin ser alcanzado por su espada.
La ancha hoja silbaba siniestramente, girando sobre la cabeza del barón. Este parecía un helicóptero de transporte con el rotor funcionando en vacío.
Los Grises cercaron al barón por tres lados, pero tuvieron que detenerse. Uno de ellos tuvo la mala fortuna de ponerse de espaldas a Rumata, el cual lo cogió por el cuello por encima de la mesa, lo volteó de espaldas sobre un plato lleno de sobras, y le golpeó con el filo de la mano un poco más abajo de la oreja. El Gris soltó un gruñido de cerdo, cerró los ojos y quedó como muerto. El barón, al darse cuenta de lo que ocurría, gritó:
— ¡Acabad con él, Don Rumata! ¡Yo acabo con los
otros!
Rumata empezó a temer que el barón matase realmente a los demás, por lo que se dirigió a los Grises y gritó:
— ¡Oíd! ¿Para qué vamos a aguarnos la fiesta mutuamente? Vais a salir perdiendo de todos modos, así que ¡tirad las armas y largaos antes de que sea tarde!
— ¡En absoluto! — aulló el barón -. ¡Yo quiero batirme! ¡Batios, mal rayo os parta! — y arremetió contra los Grises, haciendo girar cada vez más aprisa su mandoble. Los otros comenzaron a retroceder, cada vez más pálidos. Se notaba que nunca habían visto un helicóptero. Rumata saltó al otro lado de la mesa.
— Esperad, amigo — le dijo al barón -. ¿Qué necesidad tenemos de reñir con esa gente? ¿Realmente os molestan tanto? Pues dejad que se vayan, y en paz.
— Sin armas no podemos irnos — dijo quejumbrosamente uno de los tenientes -. Estamos de patrulla, y esto nos costaría caro.
— ¡Pues que el diablo os lleve, marchaos con ellas! — autorizó Rumata -. Envainad los aceros, poned las manos detrás de la cabeza y… ¡largo, y de uno en uno!
— ¿Pero cómo vamos a salir si ese noble Don no nos deja pasar?
— ¡Ni os dejaré! — aulló el barón.
Los jóvenes aristócratas se echaron a reír a carcajadas.
— Bueno — intervino Rumata -, yo sujetaré al barón mientras. Pero salid aprisa, no voy a poder contenerlo mucho tiempo. ¡Eh, los de la puerta, dejad libre el paso!
Dicho esto, sujetó al barón por su ancha cintura y le dijo en voz baja:
— Olvidáis una cosa muy importante, mi noble amigo. La espada que tenéis en vuestras manos tan sólo fue utilizada por vuestros antepasados en acciones nobles, y este es el motivo de su inscripción: Nunca me sacarás en las tabernas.
A la cara del barón, que seguía remolineando su espada, afloraron síntomas de duda.
— Pero no tengo otra espada a mano — arguyó con incertidumbre.
— ¡Tanto peor para vos!
— ¿Lo creéis realmente?
— ¡Por supuesto! ¡Aunque vos deberíais saberlo mejor que yo!
— Sí — dijo finalmente el barón -. Lleváis razón. — Luego prestó atención al movimiento de sus manos y agregó -: Pero sabed, Don Rumata, — que puedo permanecer así tres o cuatro horas, dándole vueltas a la espada, sin cansarme en absoluto. ¡Oh, si ella me viese ahora!
— No os aflijáis — le consoló Rumata -. Os prometo que se lo contaré todo.
El barón suspiró y bajó el mandoble. Los Grises se apresuraron a buscar el camino hacia la salida, encogidos. El barón siguió con la vista su retirada.
— No sé, no sé — murmuró, indeciso -. ¿Os parece que he hecho bien no despidiéndolos a puntapiés?
— Habéis actuado correctamente — aseguró Rumata.