— Bueno, ¿qué le vamos a hacer? — se lamentó el barón, envainando de nuevo la espada -. Ya que no hemos conseguido reñir, por lo menos comeremos y beberemos un poco.
El teniente Gris al que Rumata había tendido sobre el plato seguía allí, sin recobrar el conocimiento. El barón lo cogió por una pierna y lo echó a un lado como si fuera un trapo. Luego gritó:
— ¡Eh, tabernera! ¡Trae más vino y más comida!
Los jóvenes aristócratas se acercaron al barón y lo felicitaron respetuosamente por su victoria.
— Esto no es nada — dijo él amablemente -. Seis blandos y ruines bravucones, cobardes como todos los tenderos. En La Herradura de Oro fueron más de veinte los que puse en fuga. Y tuvieron suerte — prosiguió, dirigiéndose a Rumata — de que no llevara en aquel momento mi espada de combate. Si no, me hubiera olvidado de todo y la habría desenvainado… Claro que La Herradura de Oro no es una taberna, sino tan solo un albergue…
— En algunas espadas puede leerse también: Nunca me sacarás en los albergues. — Dijo Rumata.
La sirvienta trajo nuevos platos de carne y más jarras de vino. El barón se preparó a reanudar su tarea. — Por cierto — dijo Rumata -, ¿quiénes eran aquellos tres prisioneros que decís liberasteis en La Herradura de Oro?
— ¿Que yo liberé? — el barón dejó de comer y miró a Rumata -. Mi querido amigo, por lo visto me he expresado mal. Yo no liberé a nadie. Su arresto es cuestión de Estado, de modo que ¿por qué tenía yo que liberarles? Pero uno de ellos era un noble Don y evidentemente bastante cobarde, y los otros dos eran un criado y con toda evidencia un instruido…
— Sí, entiendo… — dijo Rumata, sintiéndose apesadumbrado.
De pronto, el barón se puso rojo y sus ojos se desencajaron.
— ¿Otra vez? — bramó.
Rumata se giró para ver lo que ocurría. En la puerta estaba Don Ripat. El barón se puso en pie y derribó el banco y uno de los platos. Don Ripat miró significativamente a Rumata y salió.
— Perdonad, barón — dijo Rumata, levantándose -. Se trata del servicio al Rey.
— ¡Oh! — exclamó el barón, desilusionado -. Lo siento. Os juro que por nada del mundo entraría en este servicio.
Rumata salió de la parte «limpia». Don Ripat estaba esperando al lado mismo de la puerta.
— ¿Qué hay de nuevo? — preguntó Rumata.
— Hace dos horas — comunicó diligentemente Don Ripat -, y por orden del Ministro de Seguridad de la Corona, Don Reba, he arrestado y conducido a Doña Okana a la Torre de la Alegría.
— ¿Y? — inquirió Rumata.
— Doña Okana fue sometida a la prueba del fuego. No la pudo resistir. Hace una hora que ha muerto.
— ¿Algo más? — Se la acusaba de espionaje. Pero… — Don Ripat vaciló y bajó la vista -… creo que…
— Entiendo — dijo Rumata.
Don Ripat lo miró con ojos culpables.
— No pude hacer… — empezó a decir.
— Eso no es cosa vuestra — interrumpió Rumata con voz ronca.
Los ojos de Don Ripat volvieron a empañarse. Rumata se despidió de él y volvió a la mesa. El barón estaba dando fin al primer plato de sepia rellena.
— ¡Estoria! — pidió Rumata -. ¡Traed más estoria! ¡Vamos a divertirnos, diablos! ¡Vamos a…!
Cuando Rumata volvió en sí estaba tirado en medio de un gran solar baldío. Despuntaba una mañana gris. A lo lejos cantaban unos gallos. Una bandada de cornejas volaba describiendo círculos y graznando sobre un montón de desperdicios. Olía a humedad y a carroña. El embotamiento de la cabeza se le iba pasando rápidamente, y entraba en un estado de percepción clara y precisa que le era bien conocido. Sentía desvanecerse en su lengua un agradable amargor de menta. Los dedos de la mano derecha le escocían enormemente. Rumata levantó el puño y vio que tenía la piel de los nudillos desollada, y en la mano un frasco vacío de kasparamida. El específico era un poderoso antídoto contra las intoxicaciones alcohólicas con el que la Tierra proveía a sus exploradores destacados en los planetas atrasados. Por lo visto, cuando llegó hasta aquel solar y antes de convertirse completamente en un cerdo, se metió en la boca de un modo inconsciente y casi instintivo todo el contenido del frasco.
El lugar no le era desconocido. A lo lejos y delante de él destacaban las negras ruinas de la incendiada torre del observatorio, y — un poco más a la izquierda se vislumbraban las torres de vigilancia, esbeltas como minaretes, del palacio real. Rumata aspiró profundamente el aire fresco y húmedo de la mañana, se levantó y se dirigió hacia su casa.
El barón de Pampa se había expansionado de lo lindo aquella noche. Acompañado por los nobles arruinados, que iban perdiendo rápidamente su fisonomía humana, realizó una memorable gira por todas las tabernas de Arkanar. Se gastó todo lo que llevaba, e incluso empeñó su magnífico cinturón. Consumió una cantidad inconcebible de bebidas alcohólicas y de comida, y por el camino organizó como mínimo ocho riñas. En cualquier caso, Rumata recordaba perfectamente al menos ocho riñas, en las cuales él había intervenido procurando separar a los contendientes y evitar víctimas. Pero podían haber sido más. Luego, sus recuerdos se perdían entre la niebla. De esta niebla emergían ocasionalmente rostros feroces con cuchillos entre los dientes, o el rostro inexpresivo y avinagrado del último de los nobles, al que el barón de Pampa intentó vender como esclavo en el puerto, y otras un irukano narigudo que, enfurecido, exigía malévolamente que los nobles Dones le devolvieran los caballos.
Al principio, Rumata se comportó como un buen explorador. Bebía, al igual que el barón, vinos irukanos, estorianos, soanos y arkareños, pero antes de cambiar de vino se colocaba disimuladamente una pastillita de kasparamida bajo la lengua. Así conservaba la cabeza despejada y se iba dando cuenta, como de costumbre, de la concentración de patrullas Grises en los cruces de las calles y en los puentes, y del grupo de bárbaros de caballería apostado en la carretera de Soán, donde era casi seguro que hubieran asaetado al barón a no ser por él, que conocía el dialecto de aquellos bárbaros. Rumata recordaba perfectamente cómo le había llamado la atención el ver alineados ante la Escuela Patriótica unos extraños soldados, con largas capas negras y capuchones. Resultó ser la milicia monástica. ¿Qué tenía que ver allí la iglesia?, pensó en aquel momento. ¿Desde cuándo, en Arkanar, se mezcla la iglesia en las cuestiones civiles?
Los efectos que el vino causaba en Rumata eran lentos, pero llegó un momento en que la borrachera llegó de golpe. Y cuando en un minuto de lucidez vio ante sí una mesa de roble partida por la mitad, en una habitación desconocida para él, y que tenía en la mano la espada desenvainada, y que los nobles arruinados le aplaudían, pensó que ya era tiempo de marcharse a casa. Pero era demasiado tarde. Una ola de rabia y de indecente alegría al sentirse libre de todo lo humano se había adueñado de él. Aún seguía sintiéndose terrestre, explorador, descendiente de los hombres del fuego y del acero que, en aras de un gran ideal, ni tenían piedad de sí mismos ni daban cuartel a nadie. Seguía sin poderse identificar con el Rumata de Estoria, sangre de la sangre de veinte generaciones de antepasados guerreros, famosos por sus saqueos y sus borracheras. Pero tampoco era ya el miembro del Instituto. Había dejado de sentirse responsable del experimento. Lo único que le preocupaba eran sus obligaciones para consigo mismo. Ya no tenía la menor duda. Todo estaba absolutamente claro. Sabía perfectamente quién era el culpable de todo y lo que tenía que hacer: cortar de un revés, quemar, lanzar desde lo alto de las escaleras de palacio sobre la punta de las picas y las horcas de la muchedumbre rugiente a la… Rumata se estremeció y desenvainó su espada. El acero, aunque mellado, estaba limpio. Luego recordó que se había batido con alguien, pero no sabía con quién ni cómo había terminado aquello.