Para seguir la juerga tuvieron que vender los caballos. Los nobles arruinados desaparecieron sin saber por dónde. Rumata recordaba también cómo había llevado a su casa, medio a rastras, al barón. Cuando llegaron, Pampa, el señor de Bau, estaba muy animado, su cabeza funcionaba bastante bien, y estaba dispuesto a seguir divirtiéndose. Pero sus piernas se negaban a continuar sosteniéndole. Además, se le metió en la cabeza que acababa de despedirse de su querida baronesa, y que ahora se hallaba en campaña contra su eterno enemigo, el barón de Kasko, que había perdido completamente la vergüenza. («Haceos cargo, amigo mío. Este miserable ha parido a un niño de seis dedos por la cadera, y ha tenido la ocurrencia de llamarle Pampa»). El sol se está poniendo, dijo el barón, contemplando un tapiz que representaba un amanecer. Podríamos divertirnos toda la noche, nobles Dones, pero las hazañas militares exigen dormir. Y durante la campaña, ¡ni una sola gota de vino! De lo contrario, la baronesa se enfadará.
¿Qué? ¿Una cama? ¿Qué cama puede haber al cielo raso? ¡Nuestra cama es la manta del caballo! Y diciendo esto arrancó un tapiz de la pared, se arrebujó en él hasta la cabeza, y se desplomó en un rincón, debajo de un candil. Rumata le ordenó a Uno que pusiera junto al barón un balde con salmuera y una tinaja con escabeche. El muchacho tenía cara de sueño y de disgusto. ¡Cómo se ha puesto!, refunfuñó. Sus ojos miran cada uno por su lado. Calla, imbécil, le dijo Rumata. Y luego ocurrió algo. Algo muy desagradable que le persiguió por toda la ciudad, hasta llegar a aquel solar baldío. Algo horrible, imperdonable, vergonzoso.
Recordó lo que había ocurrido cuando estaba llegando a su casa. Recordó, y se detuvo.
…empujando a Uno, había subido por las escaleras, había abierto al puerta del gabinete y se había echado en la cama como su dueño que era. A la luz de la lamparilla de noche, vio una carita blanca y unos ojos enormes, llenos de espanto y repugnancia. En aquellos ojos había visto reflejada su propia imagen, tambaleándose, el labio inferior caído y babeante, los nudillos desollados y la ropa sucia como un infame e imprudente plebeyo de sangre azul. Aquella visión lo había hecho retroceder, bajar las escaleras, atravesar corriendo el vestíbulo, abrir la puerta, salir a la oscura calle y huir lejos, muy lejos…
Rumata encajó los dientes y, sintiendo que se le helaban las entrañas, abrió la puerta sin hacer ruido y, andando de puntillas, entró en el vestíbulo. En un rincón, el barón, que seguía durmiendo tranquilamente, resoplaba como un ballenato.
— ¿Quién anda ahí? — preguntó Uno, que dormitaba en un banco con una ballesta en las rodillas.
— Silencio — susurró Rumata -. Vamos a la cocina. Prepara agua, vinagre y un traje nuevo. ¡Anda, date prisa!
Uno, contra su costumbre, no dijo una palabra, y se afanó en ayudar a su amo. Este se detuvo echando agua durante mucho rato, frotándose enérgica y placenteramente, y luego completó su aseo frotándose con el vinagre hasta arrancarse toda la suciedad que le quedaba de la noche pasada. Mientras le abrochaba las hebillas traseras de sus absurdos calzones color lila, Uno dijo:
— Anoche, cuando vos os fuisteis, bajó Kira y me preguntó si habíais vuelto. Creía haber soñado. Le dije que, desde que os fuisteis por la tarde a hacer la guardia, no habíais regresado,
Rumata suspiró, pero no se sintió aliviado.
— Me he pasado toda la noche con la ballesta al lado del barón, por si se le ocurría irse para arriba.
— Muchas gracias, muchacho — dijo Rumata, sintiéndose avergonzado.
Finalmente, se puso los zapatos, salió al vestíbulo y se miró en un oscuro espejo metálico. La kasparamida era infalible. En el espejo se reflejaba la imagen de un noble elegante, con el rostro un poco pálido por el cansancio de la pesada guardia nocturna, pero sumamente decoroso. Sus húmedos cabellos, sujetos por la diadema de oro, caían suave y graciosamente a ambos lados del rostro. Rumata se centró en el objetivo que relucía en su frente. Buenas escenas habrán captado hoy en la Tierra, pensó sombríamente.
Ya había amanecido. El sol entraba a través de las polvorientas ventanas. Empezaban a abrirse los postigos. Afuera se oía cómo los vecinos se saludaban en la calle. «¿Cómo has dormido, hermano Kiris?». «Bien, gracias a Dios, hermano Tika». «Pues en nuestra casa alguien intentó entrar por la ventana. Dicen que el noble Don Rumata ha estado de juerga esta noche.» «Sí, dicen que ha tenido invitados.» «¿Pero acaso eso que hay ahora son juergas? Cuando el Rey era joven sí que se divertía la gente. En una ocasión quemaron media ciudad sin saber cómo.» «¿Y qué quieres que te diga hermano Tika? Hay que darle gracias a Dios por tener un vecino como el noble Don. Como máximo se corre una juerga una vez al año.»
Rumata subió al gabinete, llamó y entró. Kira, sentada en el sillón lo mismo que el día anterior, levantó los ojos y le miró sobresaltada.
— Buenos días, pequeña — dijo Rumata. Se acercó a ella, le besó la mano y se sentó en el sillón que estaba enfrente.
Ella siguió mirándole, como si quisiera asegurarse de algo, y luego preguntó:
— ¿Estás cansado?
— Sí, un poco. Y debo irme de nuevo.
— ¿Quieres que te prepare algo?
— No es necesario, gracias. Uno me lo preparará. Si quieres, ponme un poco de perfume en el cuello.
Rumata sintió cómo entre ambos se iba levantando un muro de falsedad. Al principio era una pared delgada, pero cada vez se iba haciendo más gruesa y resistente. ¡Durará toda la vida!, pensó Rumata apesadumbrado. Estaba sentado con los ojos cerrados, mientras ella iba humedeciendo con diversos perfumes su amplio cuello, sus mejillas, su frente y su cabello. Kira dijo entonces:
— Ni siquiera me has preguntado cómo he dormido.
— Es cierto, perdóname. ¿Cómo has dormido?
— He tenido un sueño horrible.
El muro se iba haciendo cada vez más grueso, ya era como la muralla de una fortaleza.
— Cuando se duerme en un sitio nuevo siempre ocurren esas cosas — dijo Rumata -. Además, el barón debe haber armado mucho ruido abajo.
— ¿Ordeno que traigan el desayuno?
— Sí, por favor.