— ¿Qué vino te gusta tomar por las mañanas?
Rumata abrió los ojos.
— Por las mañanas no bebo, gracias. Prefiero agua.
Ella salió, y Rumata pudo escuchar como hablaba con Uno con voz tranquila y sonora. Al cabo de unos minutos volvió, se sentó en el brazo del sillón, y empezó a contarle el sueño que había tenido. Rumata la escuchaba enarcando las cejas y sintiendo cómo el muro continuaba ensanchándose y separándolo para siempre de la única persona a la que quería de verdad en aquel mundo indecente. De pronto, se rebeló y arremetió con todas sus fuerzas contra el muro.
— Kira — dijo -, todo eso no fue un sueño.
Le contó lo que había ocurrido, y no pasó nada de particular.
— Pobrecito mío — dijo Kira -. Espera, te traeré un poco de escabeche.
V
Hasta hacía muy poco tiempo, la corte de los reyes de Arkanar había sido una de las más cultas del Imperio. En ella existían sabios, que en su mayoría eran simples charlatanes, aunque entre ellos destacaban algunos, como Baguir Kissenski, que descubrió la esfericidad del planeta; el galeno Tata, que concibió la teoría de que las epidemias eran producidas por unos gusanillos muy pequeños, invisibles al ojo humano, arrastrados por el viento y el agua; y el alquimista Sinda, que como todos los alquimistas buscaba el procedimiento para transformar la arcilla en oro, pero que descubrió la ley de la conservación de la materia. También había en la corte poetas, en su mayoría lameplatos y aduladores; pero algunos eran como Pepín el Bueno, autor de la tragedia histórica La Campaña del Norte; Tsurén el Sincero, que había escrito más de quinientas baladas y sonetos a los que el pueblo había puesto música; y Gur el Escritor, creador de la primera novela laica que registra la historia literaria del Imperio, novela que relata los amores desafortunados de un príncipe que se enamoró de una bárbara bellísima. La corte tenía magníficos artistas, bailarines y cantantes. Pintores de talento cubrieron las paredes con frescos de brillo imperecedero, y buenos escultores adornaron con sus obras los jardines de palacio. No se puede decir que los reyes de Arkanar fueran defensores de la cultura y amantes del arte; simplemente, consideraban que las ciencias y las artes eran cosas que daban esplendor a la corte, lo mismo que las ceremonias matutinas de tocador o la presencia de la engalanada guardia real a la puerta de palacio. La tolerancia aristocrática llegó hasta el extremo de que algunos sabios y poetas pasaron a ser ejes importantes del aparato del Estado. Por ejemplo, no hacía más de medio siglo, el doctor alquimista Botsa ocupó el puesto, hoy suprimido por innecesario, de Ministro de Minas, empezó la explotación de varios yacimientos, e hizo que Arkanar fuera famoso por sus magníficas aleaciones, cuyo secreto cayó en el olvido tras la muerte de Botsa. Y Pepín el Bueno dirigió la instrucción pública hasta que, hacía relativamente poco tiempo, fue eliminado el Ministerio de Historia y Bellas Artes, que él dirigía, por considerar que su labor era peligrosa y corrompía las mentes.
Claro está que antes también se habían dado casos en que un pintor o un sabio no del agrado de la favorita real, que generalmente era alguna dama voluptuosa y estúpida, había sido vendido al extranjero o envenenado con arsénico. Pero hasta Don Reba nadie se había dedicado verdaderamente a ello. Durante los años que Don Reba llevaba ejerciendo el cargo de Ministro omnipotente de Seguridad de la Corona, había hecho tales estragos en el mundo cultural de Arkanar que incluso algunos grandes nobles habían expresado su disgusto manifestando que la corte estaba aburrida, y que durante los bailes tan sólo se oían chismes idiotas.
Baguir Kissenski, acusado de enajenación mental capaz de producir delitos de Estado, fue encerrado en un calabozo, del que pudo salir y ser trasladado a la metrópoli gracias a los enormes esfuerzos realizados por Rumata. Su observatorio fue quemado, y sus discípulos que quedaron con vida huyeron cada cual a donde pudo. Tata, el galeno de la corte, al igual que cinco colegas suyos, resultó ser un envenenador que, por instigación del duque de Irukán, conspiraba contra la Real persona, de todo lo cual se reconoció culpable tras ser sometido a tortura, y, por supuesto, fue ahorcado en la Real Plaza. Rumata gastó treinta kilos de oro tratando de salvarle, perdió cuatro agentes (nobles que no sabían lo que hacían realmente), y poco faltó para que cayese él mismo, ya que fue herido en uno de los intentos por liberar a los condenados. Aquella fue su primera derrota, tras la que comprendió que Don Reba no era un simple figurante. Una semana más tarde Rumata se enteró de que el alquimista Sinda iba a ser acusado de ocultación al tesoro del secreto de la piedra filosofal. Rumata, que estaba aún furioso por su reciente derrota, preparó entonces una emboscada cerca de la casa del alquimista, y él mismo, con la cara tapada por un trapo negro, desarmó a los milicianos que debían arrestar a Sinda, los ató y los encerró en un sótano. Y aquella misma noche el alquimista, que no se había enterado de nada, fue acompañado hasta la frontera de Soán, donde se encogió de hombros y continuó sus experiencias en busca de la piedra filosofal, vigilado de cerca por Don Kondor. Pepín el Bueno decidió inesperadamente meterse a fraile, e ingresó en un lejano monasterio. Tsurén el Sincero, que una vez desenmascarado el doble sentido y la tolerancia a los gustos del vulgo de que adolecían sus composiciones poéticas fue deshonrado y privado de sus bienes, intentó presentar batalla y comenzó a recitar en las tabernas baladas abiertamente destructivas. Elementos patrióticos lo apalearon por dos veces, dejándolo por muerto. Finalmente, tras estos incidentes, el poeta decidió seguir los consejos de su buen amigo y admirador Don Rumata, y marchó a la metrópoli. A Rumata le quedó un recuerdo imperecedero del instante en que Tsurén, estando ya en la cubierta del barco a punto de zarpar, se aferró, con sus finas manos a unos obenques y, pálido como estaba V. por la borrachera, comenzó a recitar con una voz joven y sonora su soneto de despedida: Cual hoja marchita cae sobre él alma…
En cuanto a Gur el Escritor, se sabía que fue llamado al despacho de Don Reba y que, tras hablar con él, había comprendido que un príncipe de Arkanar no podía enamorarse de una escoria enemiga, y había llevado personalmente sus libros a la Real Plaza y los había arrojado uno por uno a la hoguera. Ahora, cada vez que el Rey realizaba una salida, se veía a un Gur encorvado y con rostro cadavérico entre una multitud de cortesanos, esperando una disimulada seña de Don Reba para dar un paso adelante y recitar versos ultrapatrióticos que aburrían a todo el mundo.
Los actores representaban ahora una única obra: La Aniquilación de los Bárbaros o el Mariscal Totz, Rey Pisa I de Arkanar. Los cantantes preferían los conciertos con acompañamiento de orquesta. Los pintores que aún conservaban el pellejo pintaban letreros. Es cierto que dos o tres de estos pintores seguían siendo pintores de la corte, y se dedicaban a pintar retratos del Rey en compañía de Don Reba, en los cuales este último sujetaba al Monarca por el codo (no se alentaban otras variantes). En estos retratos, el Rey aparecía como un hermoso joven de unos veinte años, con la armadura puesta, y Don Reba como un hombre ya maduro de rostro importante. Sí, la corte de Arkanar se había vuelto aburrida. No obstante, los grandes señores, los nobles desocupados, los oficiales de la guardia y las frívolas beldades, los unos por vanidad, los otros por costumbre y los terceros por miedo, cada mañana, al igual que en los mejores tiempos, hacían acto de presencia en las recepciones de palacio. Hablando honestamente, muchos de estos nobles ni siquiera se habían dado cuenta del cambio, porque en los conciertos y en los certámenes poéticos de antaño lo que más les importaba eran los descansos, durante los cuales podían discutir los méritos de sus sabuesos y contarse chistes picantes. También podían comentar las cualidades de las almas del otro mundo, pero consideraban que los temas como la forma del planeta o las causas de las epidemias eran indecorosos. Entre los oficiales de la guardia produjo sin embargo cierta melancolía la desaparición de los pintores, entre los cuales no faltaban maestros en el arte del desnudo.