Rumata llegó a palacio con un cierto retraso. La recepción matinal había ya comenzado. Los salones estaban repletos, y se oían la voz irritada del Rey y las melodiosas órdenes del Ministro de Ceremonias disponiendo el vestido de Su Majestad. Los palaciegos hablaban de lo ocurrido la noche pasada. Un bandido con rostro de irukano y armado con un estilete había penetrado por la noche en palacio y, tras asesinar a un centinela, entró en la alcoba real, donde había sido desarmado y detenido personalmente por Don Reba. Cuando el magnicida era conducido a la Torre de la Alegría, una muchedumbre de enfurecidos y fieles patriotas había caído sobre él y lo había literalmente despedazado. Aquel era el sexto atentado en el último mes, por lo que el hecho en sí no llamó demasiado la atención. De lo que se hablaba era de los pormenores del mismo. De este modo pudo saber Rumata que cuando Su Majestad vio al criminal, se incorporó en el lecho, cubrió con su cuerpo el de la hermosa Doña Midara, y pronunció estas históricas palabras: «¡Vete de aquí, canalla!». La mayoría de los presentes explicaba estas palabras suponiendo que el Rey confundió al criminal con uno de sus lacayos. Y en lo que todos coincidían era en opinar que Don Reba siempre estaba alerta, y en que era invencible en la lucha cuerpo a cuerpo. Rumata dio a entender con buenas palabras que estaba de acuerdo con esta opinión, y además refirió la historia, que acababa de inventar, de cómo Don Reba fue agredido en una ocasión por doce bandidos, de los cuales tres quedaron tendidos en el suelo, y los demás se dieron a la fuga. La historia fue escuchada con gran interés y credulidad, en vista de lo cual Rumata insinuó que él la supo a través de Don Sera; y como éste era conocido por todos como un gran embustero, la desilusión fue enorme. Sobre Doña Okana nadie comentaba nada. O no estaban enterados de ello, o lo disimulaban.
Estrechando manos, repartiendo cumplidos y algún que otro codazo, Rumata fue abriéndose paso entre aquella multitud emperifollada, perfumada y sudorosa, Los cortesanos charlaban a media voz. «Sí, sí, esa misma yegua. Tenía las manos rozadas y, que el diablo se la lleve, aquella misma noche la perdí adrede jugando con Don Keu.» «Y hablando de muslos… ¡señor mío, qué muslos! Como decía Tsurén: Montañas de espuma fresca… n-no, no… esto… Cerros de espuma fresca… Bueno, no importa: unos muslos descomunales.» «Entonces abro de pronto la ventana, me pongo el puñal entre los dientes y, figuraos, amigo mío, siento que la reja se doblega bajo de mí.» «Le di en los dientes con la empuñadura de mi espada, de tal modo que el asqueroso perro Gris dio dos vueltas de campana. Si quiere puede ir a verlo: ahora está así, con los labios de esa manera…», «…y Don Tameo vomitó en el suelo, resbaló, y fue a caer de cabeza en la chimenea…», «…y el fraile le dijo: Cuéntame, hija mía, cuéntame el sueño que has tenido… ¡ja, ja, ja!».
Qué desgracia, pensó Rumata. Si me matan ahora, esta colonia de protozoos será lo último que vea en mi vida. Lo único que me puede salvar es la sorpresa. Tan sólo la sorpresa me puede salvar a mí y a Budaj. Hay que encontrar el momento oportuno y atacar. Hay que cogerle desprevenido, no dejarle que abra la boca y no dejar que me maten. ¿Por qué he de morir?
Así llegó a la puerta de la alcoba donde, sujetando la espada con la mano, hizo la flexión de piernas prevista por la etiqueta y se aproximó al lecho real. En aquel momento le estaban poniendo las medias al Rey. El Ministro de Ceremonias seguía con la vista los ágiles movimientos de los dos ayudas de cámara que realizaban la operación. A la derecha de la revuelta cama estaba Don Reba, conversando en voz muy baja con un hombre alto y huesudo con uniforme militar de terciopelo gris. Aquel personaje era el padre Tsupik, uno de los jefes de las Milicias Grises y coronel de la guardia de palacio. Don Reba, como buen cortesano, sabía hablar de modo que, a juzgar por la expresión de su rostro, lo mismo podía estar alabando las virtudes de una yegua que el buen comportamiento de la sobrina del Rey. Pero el padre Tsupik era militar y antes había sido tendero de ultramarinos, y no sabía disimular. Así que el coronel palidecía, se mordía los labios, apretaba y aflojaba los dedos que sujetaban la espada, y finalmente contrajo una mejilla, dio bruscamente media vuelta y, faltando a todas las reglas de etiqueta, salió de la alcoba. Todos los que contemplaban la escena se quedaron helados ante tamaña falta de educación. Don Reba siguió su marcha con una indulgente sonrisa, mientras Rumata, que conocía los roces que se habían producido entre Don Reba y el alto mando Gris, se hacía una tajante reflexión: «Ahí va otro difunto.» La historia del capitán pardo Ernst Rem estaba a punto de repetirse.
El Rey tenía ya las dos medias puestas. Los ayudas de cámara, atendiendo a una melodiosa orden del Ministro de Ceremonias, cogieron con las puntas de sus dedos, con veneración, los zapatos del Soberano. En aquel momento el Monarca apartó a los ayudas de cámara con los pies y se volvió hacia Don Reba con tanta energía que su vientre se montó sobre una de sus piernas lo mismo que un saco bien repleto.
— ¡Ya estoy harto de atentados! — gritó el Rey histéricamente -. ¡Atentados! ¡Atentados! ¡Ya es hora de que yo pueda dormir por las noches sin tener que luchar con asesinos! ¿Por qué no lo arreglas para que los atentados se produzcan de día? ¡Eres un mal ministro, Reba! ¡Otra noche así y daré orden de que se encarguen de ti! — en aquel momento Don Reba hizo una reverencia, con la mano derecha puesta sobre su corazón -. Oh, tras estos atentados me duele terriblemente la cabeza.
El Rey calló de repente y prestó atención a su vientre. El momento era propicio. Los ayudas de cámara no sabían qué hacer. Había que atraer la atención del Rey. Rumata le arrebató el zapato derecho al criado que lo sostenía, hincó una rodilla en el suelo y empezó a calzar respetuosamente el grueso pie enfundado en una media de seda que le ofreció el monarca. Este era uno de los remotos privilegios de que gozaba la casa de los Rumata: el de calzar el pie derecho de las personas coronadas del Imperio. El Rey lo miró turbiamente, pero de pronto en sus ojos brilló un relámpago de interés.
— ¡Ah, eres Rumata! — exclamó -. ¿Todavía estás vivo? Reba prometió que te estrangularía. — Se echó a reír -. Este Reba es un ministro de pacotilla. No hace más que prometer y prometer y prometer. Prometió desarraigar el movimiento sedicioso, pero la sedición sigue desarrollándose. Ha metido en palacio a un montón de patanes Grises… y mientras yo sigo enfermo ha colgado a todos los galenos de la corte.
Rumata terminó de calzarle el zapato, hizo una reverencia y retrocedió dos pasos. Al hacerlo se dio cuenta de que Don Reba lo estaba mirando atentamente, y se apresuró a adoptar una expresión entre orgullosa y estúpida.