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— Estoy completamente enfermo — continuó el Rey -. Me duele todo. Quiero que me dejen en paz. Ya hace tiempo que me hubiera marchado a descansar, pero ¿qué sería de todos vosotros sin mí?

Le calzaron el otro zapato. Se puso en pie, e inmediatamente lanzó un quejido y se llevó una mano a la rodilla.

— ¿Dónde están los galenos? — se lamentó amargamente -. ¿Dónde está mi buen Tata? ¡Lo ahorcaste tú, imbécil! ¡Con sólo oír su voz ya me sentía mejor! ¡Cállate! Ya sé que era un envenenador. Pero a mí eso me importaba poco. ¿Qué tenía que ver que fuera un envenenador? ¡Era un ga-le-no, ¿comprendes, asesino?! ¡Un ga-le-no! Envenenaba a unos, pero a otros los curaba. A mí me curaba. Vosotros lo único que sabéis hacer es envenenar. ¡Sería mejor que os colgaseis todos! — Don Reba hizo una reverencia, poniéndose una mano sobre el corazón, y permaneció así -. ¡En cambio los habéis colgado a todos ellos! ¡Ahora ya no quedan más que tus charlatanes! Y los curas, que me dan agua bendita en lugar de medicinas. Pero, ¿quién sabe hacer una pócima? ¿Quién puede darme friegas en mi pierna enferma?

— ¡Majestad! — exclamó Rumata en aquel instante, y le pareció que todo el palacio había quedado en silencio -. ¡Dad una orden, y dentro de media hora tendréis en palacio al mejor galeno del Imperio!

El Rey lo miró sorprendido. El riesgo era extraordinario. Don Reba no tenía más que hacer una seña y… Rumata sentía físicamente todos los ojos clavados en él a través de las plumas de las flechas. Sabía perfectamente para qué servían aquellas claraboyas que había en el techo de la alcoba. Don Reba lo miró con expresión de cortés y bondadosa curiosidad.

— ¿Qué significa esto? — refunfuñó el Rey -. ¡Pues claro que lo ordeno! ¿Dónde está este galeno?

Rumata hizo un esfuerzo. Le parecía que las puntas de las flechas se clavaban ya en su espalda.

— ¡Majestad! — dijo apresuradamente -. ¡Ordenad a Don Reba que traiga aquí al insigne doctor Budaj!

A Don Reba le había faltado decisión. Lo principal ya estaba dicho, y Rumata aún seguía vivo. El Rey dirigió sus empañados ojos hacia el Ministro de Seguridad de la Corona.

— ¡Majestad! — prosiguió Rumata, ya más seguro de sí -. Como sabía que Vuestra Majestad sufría horriblemente, y teniendo en cuenta las obligaciones de mi linaje para con mis Soberanos, hice venir de Irukán al eminente galeno doctor Budaj. Por desgracia, por el camino el insigne doctor fue apresado por las Milicias Grises de nuestro respetado Don Reba, y hace una semana que sólo él conoce lo que haya podido ocurrir después. Tengo la seguridad de que este galeno no está lejos de aquí, tal vez en la Torre de la Alegría, y confío en que esa incomprensible fobia que siente Don Reba por los curanderos no haya tenido aún funestas consecuencias para la suerte del doctor Budaj.

Al terminar de hablar, Rumata contuvo la respiración. Parece que todo ha salido a pedir de boca, pensó. ¡Prepárate ahora, Don Reba! Con estos pensamientos, miró a Don Reba y se quedó helado. El Ministro de Seguridad de la Corona permanecía tan tranquilo como siempre, y solamente movió la cabeza como si le reprochase su acción con un cariño paternal. Rumata no esperaba aquello. Este hombre es sorprendente, pensó.

Pero el Rey sí procedió como esperaba.

— ¡Bandido! — graznó -. ¿Dónde está ese doctor? ¡Responde pronto o te estrangulo!

Don Reba sonrió amigablemente y dio un paso adelante.

— Vuestra Majestad — dijo — es realmente un soberano dichoso, puesto que son tantos sus fieles subditos que a veces se estorban entre sí en su deseo de servirlo. — El Rey lo miró inexpresivamente -. No niego que el noble propósito de una persona tan vehemente como don Rumata, lo mismo que todo lo que ocurre en el reino, me es conocido. No niego que fui yo quien mandó al encuentro del doctor Budaj a nuestros tutelares Milicianos Grises, con el único propósito de ahorrarle a ese venerable anciano los posibles contratiempos de un viaje tan largo. Tampoco niego que no me apresuré a presentar ante Su Majestad a Budaj el irukano.

— ¿Y cómo te atreviste a hacer eso? — le reprochó el Rey.

— Vuestra Majestad, Don Rumata es joven aún, y tan inexperto en política como diestro en lances de honor. El no sabe las bajezas de que es capaz el duque de Irukán, llevado por la profunda y feroz ira que siente contra Vuestra Majestad. Pero nosotros estamos vigilantes, ¿no es así, Majestad? — el Rey asintió con la cabeza -. Es por eso por lo que creí necesario llevar a cabo primero una pequeña investigación. No creo que sea prudente apresurarnos, pero si Su Majestad — una reverencia al Rey — y Don Rumata — una inclinación de cabeza a Rumata — insisten, hoy mismo, después de comer, el doctor Budaj comparecerá ante Vuestra Majestad para iniciar vuestra curación.

— No sois tonto, Don Reba — aceptó el Rey -. No está mal llevar primero a cabo una investigación. Nunca está de más. Maldito irukano… — dio un alarido, y volvió a cogerse la rodilla -. ¡Maldita pierna! Bien… ¡lo espero después de comer!

El Rey se apoyó en el hombre del Ministro de Ceremonias y se dirigió lentamente hacia la sala del trono, pasando junto a Rumata, que no podía salir de su asombro. Cuando el Rey se hubo perdido entre el nutrido grupo de cortesanos que le abrían paso, Don Reba le dirigió a Rumata una amable sonrisa y le preguntó:

— Esta noche estáis de guardia en la alcoba del príncipe, ¿no es así?

Rumata asintió sin decir palabra. Rumata se dedicó a recorrer los interminables pasillos de palacio, oscuros, húmedos, y que olían a amoníaco y a podredumbre. Iba pasando a través de suntuosas habitaciones adornadas con alfombras y tapices, por gabinetes llenos de polvo, con ventanas estrechas y enrejadas, y junto a almacenes llenos de trastos viejos. Por allí casi no había gente. Eran raros los cortesanos que se aventuraban a recorrer aquel laberinto de la parte posterior de palacio, donde de los regios aposentos se pasaba sin transición aparente a la cancillería del Ministerio de Seguridad de la Corona. Allí no era difícil perderse. Aún era reciente el caso ocurrido a una patrulla de la guardia real cuando iba haciendo el recorrido exterior de palacio. La patrulla fue sorprendido por las desesperadas voces de un hombre que, dirigiéndose a ella, sacaba sus arañados brazos por entre las rejas de una tronera. «¡Salvadme!», gritaba el desdichado. «¡Soy un paje! ¡No sé cómo salir de aquí! ¡Hace ya dos días que no como! ¡Sacadme de este encierro!» Y durante diez días estuvieron discutiendo los Ministros de Finanzas y del Patrimonio Real, hasta que finalmente decidieron cortar la reja. Durante estos diez días hubo que alimentar al pobre paje haciéndole llegar el pan y la carne pinchados en la punta de una pica. También eran peligrosos aquellos corredores porque en ellos los soldados de la guardia real, que siempre estaban algo bebidos, solían tropezarse con los Grises que guardaban el Ministerio, que tampoco eran abstemios. En aquellos encuentros solían enzarzarse a espadazos hasta que se cansaban, tras lo cual cada bando se marchaba por su lado llevándose sus heridos. Finalmente, se rumoreaba que por allí se paseaban también los difuntos, que tras dos siglos de existencia de palacio no eran pocos.

Del interior de una cavidad de la pared surgió un centinela Gris, con el hacha preparada.