— Está prohibido el paso — dijo secamente. — ¿Y tú qué sabes, imbécil? — respondió Rumata distraídamente, a la vez que lo apartaba con una mano.
Siguió adelante, y se dio cuenta de que el centinela ni se movió de su sitio. De pronto se dio cuenta de que las palabras afrentosas y los gestos vulgares le salían espontáneamente, y no por el hecho de estar representando el papel de un cínico de alta cuna, sino porque hasta cierto punto actuaba ya así. Se imaginó a sí mismo en la Tierra con aquellos modales, y sintió vergüenza. ¿Cómo me ha ocurrido esto?, pensó. ¿Adonde han ido a parar mi educación y el respeto que me inculcaron de pequeño hacia mis semejantes, esos seres magníficos que se llaman hombres? Y lo peor es que ya no hay quien pueda salvarme, se horrorizó. Porque los odio realmente, los desprecio… No siento hacia ellos la menor lástima. Los odio y los desprecio. Puedo justificar la brutalidad de este muchacho al que acabo de apartar de mi paso por las condiciones sociales en que se ha desarrollado, por la educación tan feroz que ha recibido, por todo lo que se quiera, pero veo claramente que es mi enemigo, que es el enemigo de todo lo que yo quiero, de mis amigos y de lo que considero más sagrado. Y por eso mi odio no es teórico, no es el odio al «representante típico» de una sociedad, sino algo personal. Lo odio por la cara babosa que tiene, por lo que apesta su cuerpo sucio, por ser ciego en su fe, por su rabia hacia todo lo que rebasa los límites de sus instintos carnales y su afición a la bebida. Ahí está ahora ese cernícalo, a quien no hace aún medio año su panzudo padre molía a palos con la sana esperanza de poderle enseñar a vender harina pasada y confituras en almíbar, resollando e intentando en vano recordar los párrafos mal empollados del reglamento y sin saber qué hacer: si darme un hachazo, gritar «¡a mi la guardia!», o simplemente dejarme pasar sin que nadie se entere. Esto último es lo que hará, y luego volverá á meterse en su cavidad y seguirá rumiando su corteza de mascar y babeando. Y no hay nada más de este mundo que le interese, ni siquiera pensar. ¡Pensar! ¿Para qué? ¿Acaso nuestro águila Don Reba es mejor que él? Es cierto que su psicología está más embrollada y sus reflejos son más complejos, pero sus ideas son parecidas a los laberintos de este palacio, que apestan a amoníaco y a crímenes, y él se ha convertido ya en un ser vil, en un criminal horrible, en una araña despiadada. Yo vine aquí por amor a los hombres, para ayudarles a erguirse y a ver el cielo. Pero está visto que soy un mal explorador. No sirvo para sociólogo. ¿Cuándo habré caído en el pantano del que hablaba Don Kondor? ¿Es que un dios puede tener algún otro sentimiento que no sea la piedad?
A espaldas de Rumata se oyeron pasos por el corredor. Rumata se detuvo y posó una mano en su espada. Pero quien venía hacia él era Don Ripat.
— ¡Don Rumata!… ¡Don Rumata! — llamó desde lejos, en voz baja.
Rumata soltó la espada. Cuando llegó a su lado, Don Ripat miró hacia atrás y dijo a su oído:
— Hace una hora que os estoy buscando. ¡Vaga Kolesó está en palacio! Está hablando con Don Reba en los aposentos lilas.
Rumata frunció las cejas por un instante. Luego se separó prudentemente y dijo con tono de sorpresa:
— ¿Os referís al célebre bandido? ¿Pero acaso no es un personaje imaginario? O mejor dicho, ¿no había sido ya ejecutado?
El teniente se pasó la lengua por sus resecos labios.
— Existe, existe — respondió -. Y ahora está en palacio… Pensé que os podría interesar.
— Querido Don Ripat — dijo Rumata -, a mí me interesan los rumores, los chismes, los chistes… La vida es tan aburrida… Vos seguramente no me comprendéis — el teniente lo miró con alocados ojos -. Pero pensad por vos mismo: ¿qué pueden importarme los negocios sucios que pueda tener Don Reba? Por otra parte, le respeto demasiado como para atreverme a juzgarlo. Bien, perdonad, pero tengo prisa. Me está esperando una señora…
Don Ripat volvió a humedecerse los labios, se despidió con una reverencia y se alejó andando de lado. Cuando había avanzado unos pasos Don Rumata tuvo una gran idea.
— Esperad — dijo, regresando hacia él -. ¿Qué os pareció la pequeña intriga que le montamos esta mañana a Don Reba?
Don Ripat se detuvo de buena gana.
— Quedamos muy satisfechos.
— ¿No creéis que fue algo encantador?
— ¡Estuvo magnífico! Los oficiales Grises están muy contentos de que os hayáis pasado abiertamente a nuestro lado. Un hombre tan inteligente como vos, Don Rumata… mezclándoos con barones y nobles degenerados.
— ¡Querido Don Ripat! — dijo Rumata orgullosamente, girándose para retirarse -. Habéis olvidado que, desde la altura en que me sitúa mi linaje, es muy difícil distinguir incluso entre el Rey y vos mismo. Adiós.
Y sin más echó a andar a grandes zancadas por el corredor, y entró decididamente por unos pasillos laterales, apartando sin pronunciar palabra a los centinelas con que tropezaba a su paso. Aún no sabía exactamente lo que iba a hacer, pero comprendía que la fortuna le deparaba una ocasión extraordinaria. Tenía que escuchar la conversación entre las dos arañas. Por algo había ofrecido Don Reba una prima catorce veces mayor por Vaga Kolesó vivo que por Vaga Kolesó muerto.
Desde detrás de unas cortinas lilas salieron a su encuentro dos tenientes Grises, con las espadas desnudas.
— Buenos días, amigos — dijo Rumata, situándose entre ellos -. ¿Está el Ministro? — Sí, pero está ocupado — respondió uno de los tenientes.
— No importa, esperaré — dijo Rumata, y cruzó las cortinas.
La estancia donde se introdujo estaba completamente a oscuras. Rumata fue pasando a tientas entre sillones, mesas y soportes de candelabros. Varias veces sintió como alguien resoplaba junto a su oído, despidiendo un olor a ajos y a cerveza. Al cabo de un rato distinguió una débil línea iluminada, oyó la conocida voz gangosa de tenor del respetable Vaga, y se detuvo. En aquel mismo instante la punta de una lanza se apoyó cautelosamente entre sus omoplatos.
— Cuidado, imbécil — dijo irritado, pero sin levantar la voz -. ¿No ves que soy Don Rumata?
La lanza se retiró. Rumata acercó un sillón a la franja de luz, se sentó, estiró las piernas, y bostezó de forma claramente audible. Luego miró.
Allí estaban las dos arañas. Don Reba estaba sentado en una postura muy incómoda, con los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados. A su derecha, sobre un montón de papeles, había un pesado cuchillo arrojadizo con mango de madera. La cara del ministro mostraba una sonrisa amistosa aunque algo forzada. Vaga estaba sentado, de espaldas a Rumata, en un sofá. Parecía un gran señor viejo y lleno de rarezas que llevara treinta años sin salir de su palacio rural.
— Nonrió sueste socaba chítela y esta rachí puede querelar lo ojerao. Diñelarás bin mile parneses. Estaría bien tasabar la guardia. Pero nonrió sueste no querrá. Así que lo dicho. Ya sabe lo que olacera.
Don Reba pasó una mano por su afeitada barbilla.
— Pides buté — dijo pensativo.